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Description

abeja Cuando los hombres de la Antigüedad sacaban de los panales la miel silvestre de las abejas, tenía que extrañarles el bullicio de la colmena. La organización social de las abejas fue reconocida como modelo de estado, digno de imitación. En la más antigua escritura ideográfica sumeria, el ideograma del «rey» tiene la forma de una abeja; los gobernantes predinásticos y los de las primeras dinastías del Bajo Egipto tenían el sobrenombre de «Príncipe abeja». Para los pueblos antiguos, la abeja era un símbolo de la vida que resurge de la muerte y la descomposición. Aquí es preciso citar el culto funerario de los espartanos, que conservaban en miel los cadáveres de sus reyes. La madre universal griega Demetria, que hace el don de la vida, tenía el sobrenombre de Melisa, es decir, abeja. Es cierto que la abeja es un animal muy pequeño entre los volátiles, «pero su cosecha es la más escogida» (Eclo 11,3). En la versión de los LXX del libro de los Proverbios (6,8a-c), a continuación del elogio de las modélicas hormigas, se añaden tres versículos sobre las abejas: «Mira a la abeja y aprende; observa su diligencia y con qué seriedad realiza su trabajo. El fruto de sus esfuerzos es provechoso para la salud tanto de reyes como de gente sencilla. Por él es apreciada y estimada y en él manifiesta, a pesar de su poca fuerza, una admirable habilidad». Cuando Sansón volvió después de algún tiempo al lugar en el que había vencido sin armas a un león que se hábía abalanzado sobre él, descubrió en el cadáver del león un enjambre y miel (Jue 14,8). El león ávido y devorador -de suyo una imagen de la tumba y del mundo subterráneo- se convierte en seno generador de vida, y las abejas, en símbolo de la resurrección de la oscuridad de la muerte. La abeja, temida por su aguijón, podía ser también una imagen de los enemigos que persiguen a los israelitas (Dt 1,44) y de los merédulos que rodean a los justos: ,Me rodeaban como abejas, en el nombre del Señor los rechacé» (Sal 118,12). En la tradición postbíblica, la abeja juega un papel sobre todo en su significado positivo, salvífico. El canto pascual llamado «Exultet» por la palabra con que comienza contenía en su redacción anterior una alabanza a la abeja: «... ¡Oh abeja verdaderamente dichosa, admirable! Tu sexo no es herido por acto de varón, ni alterado por la cría, y tu incolumidad no es arrebatada por los hijos. Así también la bienaventurada María concibió como virgen, dio a luz como virgen y permaneció virgen». Pero también en el «Exultet» posterior y reducido se habla de la cera, que «la madre abeja produjo para la fabricación de esta preciosa luminaria», es decir, el cirio pascual (símbolo de Cristo). La abeja y la colmena son en la representación artística un símbolo de María, de la que «procede toda dulzura» (Cunrat von Würtzpurck). La picadura de la abeja es un atributo de los grandes predicadores, como Ambrosio y Bernardo de Claraval, cuyo dulce lenguaje sobre el Reino de Dios fue comparado con la miel. aceite El aceite obtenido de los frutos verdinegros del olivo se consideró desde tiempos antiguos como una sustancia especialmente poderosa. En el antiguo Oriente y en el mundo antiguo en general, la unción con aceite era un remedio habitual para la curación de los enfermos; en Babilonia, el médico se llamaba «asú», es decir, experto en aceite. Las personas sagradas, a las que en las grandes culturas antiguas pertenecían también los soberanos, adquirían el poder para ejercer su función mediante la unción con aceite. El rey egipcio elevaba al rango de lugarteniente suyo a uno de sus fieles derramando aceite sobre su cabeza. Sargón I de Acad llevaba el sobrenombre «ungido del dios del cielo». Ya en el Génesis (28,18) se pone de manifiesto la importancia atribuida al aceite. Después del sueño en el que vio la escala que llegaba al cielo, Jacob tomó la piedra en la que había apoyado la cabeza, la puso a modo de monumento y derramó aceite sobre ella, es decir, la sustrajo del ámbito profano y la consagró al Señor. Moisés recibió el encargo de ungir con aceite la morada de Dios; «tomarás el

aceite de la unción y ungirás el santuario y cuanto hay en él: lo consagrarás con todos sus utensilios y quedará consagrado» (Ex 40,9). Cuando Samuel derramó un cuenco de aceite sobre la cabeza de Saúl, le dijo: «El Señor te unge como jefe de su heredad» (1 Sin 1,10). Esta acción, realizada por un súbdito, fue aceptada por Dios como unción; así, David canta gozoso al Señor en el Salmo 23,5: «Tú unges con aceite mi cabeza». La unción con aceite significa bendición, consagración, reconocimiento por parte de Dios y distinción ante los hombres. Precisamente los sacerdotes tienen necesidad de esa consagración. La unción de Aarón y de sus hijos debía conferirles «el sacerdocio perpetuo en todas sus generaciones» (Ex 40,13ss). El que es ungido profeta -como, por ejemplo, Eliseo (1 Re 19,16)es iluminado por el espíritu de Dios. Más aún, el aceite mismo se convierte en símbolo del espíritu divino (ver también 1 Sin 16,13). El hombre debe disfrutar la vida, pero ha de estar atento para que sus vestidos se conserven blancos y no falte el aceite para su cabeza (Ecl 9,8), es decir, no debe sucumbir al pecado y ha de mantenerse consagrado a Dios. Aquel a quien Dios retire su favor y su bendición no tendrá aceite para ungirse aun cuando tenga en propiedad muchos olivos (Dt 28,40). El Salmo 45,8 tiene significado mesiánico: «Amas la justicia y odias la maldad; por eso, entre todos tus compañeros, el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de fiesta». Y en el Cantar de los Cantares (1,3) se dice del esposo real: «Es mejor el olor de tus unciones» -con las que puede curarse la herida primigenia de la humanidad-; «tu nombre es como aceite fragante». Ser «ungido» («mecías», del hebreo «mashiah» = ungido) era la suprema distinción que venía de Dios y remitía a Dios. En la parábola del samaritano y del hombre asaltado por unos bandidos, el aceite derramado compasivamente para calmar el dolor se convierte en imagen de la misericordia (Le 10,34). Ya en tiempo de Jesús, los apóstoles «ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Me 6,13). El aceite que alimenta las lámparas se convierte en imagen de la iluminación y del Espíritu Santo. Cristo ungió y marcó con su sello a los discípulos y les dio «el Espíritu como garantía» (2 Cor 1,21s). «La unción con que El os ungió sigue con vosotros y no necesitáis otros maestros» (1 Jn 2,27). El que lleva a cabo la unción salvadora y santificadora es en realidad el Salvador, que, como «ungido» (en griego «khristos»), es santo. Cristo reúne en sí mismo las funciones de rey, sacerdote y profeta, tres personajes que, en cierto sentido, eran ungidos. Dios mismo ungió a Jesús de Nazaret «con la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 10,38). Jesús responde a la pregunta decisiva del sumo sacerdote de si él era el Mesías con estas palabras: «Tú lo has dicho» (Mt 26,63s). El Salvador transmitió a sus discípulos el poder de curar: «¿Hay alguno enfermo? Llame a los responsables de la comunidad, que recen por él y lo unjan con aceite invocando al Señor... El Señor hará que se levante; si, además, tiene pecados, se le perdonarán» (Sant 5,14s). En la Iglesia el aceite se emplea en parte en estado natural y en parte mezclado con bálsamo y diversas especias, con el nombre de «crisma». El aceite indica simbólicamente la gracia y al dador de ella, el Espíritu Santo, como se deduce ya de una de las catequesis mistagógicas de Cirilo de Jerusalén: «El cuerpo es ungido con una unción terrena, el alma es santificada con el Espíritu Santo, dador de vida». Después de la unción de la coronilla, que todavía hoy se practica en el bautismo, los recibidos en la comunidad de la fe son llamados con razón cristianos, «ungidos». También en la confirmación, en la ordenación sacerdotal y en el sacramento de los enfermos se practican unciones. La unción de los cinco sentidos con el óleo de los enfermos debe fortalecer el alma y, en su caso, preparar al enfermo para el último viaje; de ahí su nombre latino «viaticum», provisión. Desde el siglo vir, a los emperadores medievales de Occidente se les ungía la cabeza con crisma. adorno El adornarse tenía en tiempos antiguos no sólo la finalidad de exhibirse y de obtener mayor

consideración, sino que también debía proteger al portador del adorno y proporcionarle fuerzas superiores. Por su mismo material, toda pieza de adorno era un medio mágico. Las pulseras y anillos servían como talismanes; a las piedras preciosas y a los metales se atribuían fuerzas misteriosas. En imágenes de relieves asirios, los dioses, los genios y los reyes llevan brazaletes con una roseta. Algunos ídolos de una diosa púnica del cielo encontrados en España se distinguen por sus collares adornados de estrellas. En el mundo bíblico, el llevar adornos es ante todo expresión de alegría; el pueblo se adorna especialmente en ocasiones festivas. Así como los israelitas deben presentarse limpios ante Dios, del mismo modo se les ordena postrarse ante El «con ornamentos sagrados» (Sal 29,2). «Aclamad la gloria del nombre del Señor... postraos ante el Señor con ornamentos sagrados» (1 Cr 16,29). Las pulseras de los hombres quizá tuvieron el significado de indicadores de su rango (2 Sm 1,10). Jerusalén, la esposa elegida del Señor, fue adornada con oro y plata, engalanada con pulseras en los brazos, un collar al cuello y pendientes en las orejas (Ez 16,llss). El aprecio de una persona a sus adornos expresa la fidelidad del pueblo a Dios. «¿Acaso olvida una joven sus joyas, una novia su cinturón? Pues mi pueblo me tiene olvidado un sinfín de días» (Jr 2,32). Como imagen en sentido figurado se designa a la Creación como adorno de Dios; a El lo visten las maravillas del cielo y de la tierra, está adornado de «esplendor y majestad» (Sal 104,1ss). El adorno más hermoso, más aún, el genuino adorno del hombre son la disciplina y la sabiduría, transmitidas por las ex-hortaciones del padre y las instrucciones de la madre; ellas son «hermosa diadema en tu cabeza y collar de perlas en tu garganta» (Prov 1,9). Los apóstoles hablan del adorno sólo en el sentido de la belleza interior. «Por lo que toca a las mujeres, que vayan convenientemente arregladas, compuestas con decencia y modestia, sin adornos de oro en el peinado, sin perlas ni vestidos suntuosos» (1 Tim 2,9). El adorno de los cristianos debe ser «la personalidad escondida dentro, con el adorno inalterable de un carácter suave y sereno» (1 Pe 3,3s). La nueva Jerusalén descenderá del cielo «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2). Los Padres de la Iglesia predicaron contra los excesos de la ornamentación, no sólo por el apego al mundo que implican sino también por el carácter de amuleto que tenían determinadas piezas de ornamentación. No se puede establecer con certeza si los numerosos brazaletes de serpiente encontrados en objetos coptos tienen su origen en concepciones del antiguo Egipto o en la frase evangélica «sed cautos como serpientes» (Mt 10,16). --> Anillo. agua El líquido que viene del cielo y aparece en los manantiales y arroyos es el medio más cercano para satisfacer la sed, para eliminar la impureza y para combatir el fuego. Sin agua no hay vida. El agua es materia primigenia, es sustancia madre, de la que fue hecho el cosmos mediante la Palabra-Espíritu de Dios Padre. Debido a su ausencia de forma, el agua es imagen de lo caótico, del estado anterior a la creación del mundo. Según la mitología egipcia, Nun es el elemento inerte y acuoso del que emérge la tierra. En la epopeya babilónica de la creación, el monstruo Tiamat (el agua primigenia), representado con frecuencia en los anillos en forma de dragón, es vencido por Marduk y de su cuerpo se forman el cielo y la tierra. El filósofo griego de la naturaleza Tales de Mileto parece haber enseñado que todo lo que tiene vida surgió del agua. Para los antiguos egipcios el agua estaba unida a la idea de la revivificación: como «efluvio que brotó de Osiris», libera de la rigidez de la muerte. En el agua están juntas la vida y la muerte. La diosa babilónica Ishtar tuvo que descender al mundo de los muertos para adquirir el agua de la vida. Antes de la creación de la luz había tinieblas sobre el océano primigenio («tehom», lingüísticamente emparentado con el acádico «Tiamat»), y el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas (Gn 1,2). En el Salmo 24,2 se dice de

Yahvé que El fundó la tierra sobre los mares y la afianzó sobre las corrientes. Con la victoria sobre el dragón del caos, las aguas prevalecieron sobre el poderoso océano primigenio y las profundidades marinas se hicieron transitables para el paso de los redimidos (Is 51,9s). Sólo cuando «las aguas de debajo del cielo» se juntaron en un solo sitio, apareció la tierra seca (Gn 1,9s). El agua primigenia se convierte en agua de la vida; «en Edén nacía un río que regaba el parque» y luego se dividía en los cuatro ríos del paraíso (Gn 2,10-14), que son una referencia simbólica a los cuatro puntos cardinales. Era natural ver en el agua que se utiliza para la limpieza física un símbolo de la limpieza moral. El Señor exigió a Aarón y a sus hijos que se lavaran las manos y los pies antes de las acciones litúrgicas (en la tienda del encuentro y en el altar); en caso contrario, morirían (Ex 30,18-21). Unida al Espíritu de Dios, el agua ordinaria puede obrar milagros. Por orden del profeta Eliseo, el general arameo Naamán se sumergió siete veces en el Jordán y se curó de la lepra (2 Re 5,10-14). El milagro del manantial de Moisés (Ex 17,6) es figura de la fuente sacramental de salvación que Cristo abrió a los fieles. Cuando llegue «el día del Señor», «brotará un manantial en Jerusalén» (Zac 14,8); es el agua de la vida que ofrece la Iglesia. Esto aparece con toda claridad en Ezequiel (47,1-12); la corriente que fluye en dirección a levante, es decir, la luz, el sol de Cristo, brota del templo: «todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá pesca en abundancia. Al desembocar allí estas aguas quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente». Hay que mencionar también el agua como imagen de la desgracia y del juicio de Dios; así aparece sobre todo en el diluvio (Gn 6,17), en el que «reventaron las fuentes del océano y se abrieron las compuertas del cielo. (Gn 7,11). El hombre amenazado de muerte lanza un grito penetrante: «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello» (Sal 69,2). Como castigo de Dios, las aguas del Eufrates desbordaron sus orillas (imagen del rey de Asiria y de todo su poder bélico) e inundaron a Judá por haberse apartado de la fe (Is 8,7). La correspondencia entre la humedad de la materia primigenia, el agua de la vida y el Espíritu divino aparece no sólo al comienzo de la Creación, sino también en un pasaje destacado de los Evangelios. «A menos que uno no nazca del agua y el Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). Cuando Jesús fue bautizado, se abrió el cielo y «bajó sobre El el Espíritu en forma de paloma» (Le 3,21s). Por la unión del agua receptora, ligada a la tierra, con la palabra divina fecundante nace el misterio del bautismo purificador y renovador de vida (c£ Ef 5,26). El último día de la fiesta de las chozas dijo Jesús: «Quien tenga sed, que se acerque a mí; quien crea en mí, que beba». Como dice la Escritura: «De su entraña manarán ríos de agua viva»» (Jn 7,38). El evangelista Juan afirma que estas palabras se refieren al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Jesús. En la conversación con la samaritana, Jesús subraya la diferencia esencial entre el agua ordinaria, como la del pozo de Jacob, y la que El dará a los que tienen sed: «El que bebe agua de ésta vuelve a tener sed; el que beba el agua que yo voy a dar nunca más tendrá sed» (Jn 4,14). «El trono de Dios y del Cordero es el verdadero lugar del que viene el río del agua de la vida» (Ap 22,1). Ambrosio habla del agua como del medio de la gracia de Cristo que lo lava todo: «en ti está el comienzo y en ti está el fin. Tú haces que nosotros no tengamos fin». En la bendición del agua bautismal que se lleva a cabo en la vigilia pascual, el sacerdote sumerge en el agua el cirio pascual encendido (símbolo de Cristo) y canta tres veces: «Descienda a esta fuente la fuerza del Espíritu Santo»; esta acción ilustra que el agua recibe la fuerza santificadora por medio de Cristo. Después el sacerdote traza sobre ella el signo de la cruz y la rocía a los cuatro vientos (en sintonía con los cuatro ríos del paraíso). El rociar con agua bendita, por ejemplo al entrar en la iglesia, es símbolo de la purificación espiritual y, además, un recuerdo del bautismo. Las gotas de agua mezcladas con el vino en el cáliz de la

ofrenda de la misa indican la unión del creyente (el agua) con Cristo (el vino); otra interpretación hace referencia a la herida del costado de Jesús (Jn 19,34), del que brotaron agua y sangre. Sed, manantial. águila En el mito y en el simbolismo religioso, el águila juega un papel apenas igualado por ninguna otra ave. En los lugares donde vive, está considerada como reina de las aves. El águila permanece junto a los dioses en el cielo, al que lleva a los hombres elegidos. Un intento babilónico de viaje al cielo fue el de Etana, que quiso que un águila lo transportara al país de Istar. Un águila con cabeza de león es el emblema del dios sumerio Ningirsu; en Siria, esta orgullosa ave de rapiña estaba consagrada al dios del sol de Palmira. Los griegos vieron al águila como acompañante de Zeus. Los romanos explicaron la elevación del alma de su emperador, que entraba en la morada de los dioses, haciendo volar a un águila a las alturas mientras ardía el cadáver del emperador. Esta poderosa ave, cuyo camino está en el cielo (Prov 30,19), era una imagen de la fuerza y de la permanencia. Los que conff an en el Señor «echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse» (Is 40,31). «El cuidado que Dios tiene de su pueblo elegido es comparable al de un águila que en sus alas lleva a sus polluelos a su verdadera meta» (Ex 19,4). «Como un águila que vigila su nido y se cierne sobre sus polluelos, así el Señor extiende sus alas, toma a su pueblo y lo lleva sobre sus plumas» (Dt 32,11). Del creyente se dice: «Tu juventud se renueva como un águila» (Sal 103,5). Esta ave de rapiña puede ser también imagen del juicio de Dios: «El Señor alzará contra ti una nación lejana, se lanzará sobre ti como águila desde los confines del orbe» (Dt 28,49). En el juicio sobre Moab, un águila sobrevuela el lugar y extiende sus alas, amenazante, sobre el pueblo abocado a la ruina (Jr 48,40). El águila, que vive en la roca, divisa la presa y acude al lugar en que se encuentra (Job 39,27-30). En Ezequiel, el águila, con sus alas poderosas, representa primero el imperio babilónico y después el imperio egipcio (Ez 17,3.7). El pasaje de Job se encuentra en forma distinta en el anuncio del fin de los tiempos pronunciado por Jesús: «Donde está el cadáver, allí se reúnen las águilas» -según otra traducción, «los buitres» (Mt 24,28)-. Las águilas son aquí símbolo de los fieles, que se reúnen en torno al cuerpo muerto de Jesús, pero luego resucitado. El mismo Jesús dijo: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que la pierda, la salvará». A la pregunta de sus discípulos: «¿Dónde será, Señor?», Lucas (17,37) da como respuesta: «Donde está el cadáver, allí se reúnen las águilas». En el Physiologus, la renovación del águila ocupa el puesto central; cuando el águila envejece y sus ojos pierden el brillo, quema sus alas en la aureola del sol y se sumerge tres veces en una fuente de agua pura; rejuvenecida, asciende de nuevo a las alturas: «también tú, discípulo de Cristo, si todavía llevas la vestidura vieja, busca la fuente espiritual, la palabra de Dios, y sube volando a la altura del sol de justicia de Jesucristo». La majestuosa águila se convierte en símbolo de Cristo; en numerosos sarcófagos galos e itálicos se encontraba en la parte exterior una cabeza de águila con plumas, que tenía en el pico una corona de laurel con el monograma de Cristo. En las pilas bautismales hasta hoy, el águila hace referencia a la resurrección. Como imagen de la sabiduría divina, se convirtió en el atributo del evangelista Juan. La majestad de la palabra divina fue representada con frecuencia en los púlpitos medievales mediante un águila con las alas extendidas (atril en forma de águila). alas Mediante las alas los pájaros pueden despegar de la tierra y elevarse en el aire. En una época en la que el hombre no podía volar con medios técnicos, el «ser alado» era una elevación de la naturaleza, un acercarse o incluso asimilarse a los poderes sobrenaturales. En el arte mesopotámico, las alas del león, del toro y del caballo eran una expresión visible de su adscripción a lo divino. El motivo egipcio del sol

alado penetró también en el arte asirio e hitita. Con frecuencia los mismos dioses aparecen como seres alados (por ejemplo, la egipcia Isis), o poseen un instrumento correspondiente (sandalias aladas de Hermes, el mensajero griego de los dioses). Así como en todas las criaturas se revela el poder del Creador, del mismo modo todo lo creatural puede convertirse en símbolo de lo divino. En la imagen de las alas se pone de manifiesto el amor misericordioso y juicio. El vencedor al final de los tiempos regirá a las naciones «con cetro de hierro y las hará pedazos como a jarros de loza» (Ap 2,27). almendro y almendra En las regiones mediterráneas, la floración del almendro comienza ya en enero y por eso este árbol se convirtió en símbolo de la vigilancia. Sus frutos, envueltos en una dura cáscara de madera, recibieron en la Antigüedad -se tratara de la almendra o de la nuez- el mismo nombre; la palabra latina «nux» puede designar tanto al nogal como al almendro. Según ciertas tradiciones del antiguo Oriente, el mundo surgió de un fruto primigenio que tenía forma de envoltura; algunos círculos esotéricos que veneraban a Cibeles concebían al padre del universo en la imagen de una almendra. En hebreo, el almendro se llamaba «shaqed», es decir, el centinela, por lo que en diversas traducciones bíblicas se lee «árbol centinela» en vez de almendro. También se hace referencia al doble sentido cuando Jeremías ve «una rama de almendro» y el Señor le dice: «Bien visto, que alerta estoy yo para cumplir mi palabra» (Jr l,lls). Dios mismo es el árbol-centinela. Cuando la comunidad israelita murmuraba en el desierto contra los privilegios sacerdotales de Aarón y de su tribu, el Señor ordenó que trajeran una vara para cada una de las doce tribus y que en cada una de ellas se escribiera el nombre de una tribu; al día siguiente, cuando Moisés entró en la tienda del encuentro, «vio que había florecido la vara de Aarón, representante de la tribu de Leví: echaba brotes y flores, y las flores maduraban hasta hacerse almendras» (Nm 17,17-23). Por su servicio a Dios, por la dignidad sacerdotal, la tribu de Leví debe ser la primera, así como el almendro es el primer árbol que florece. Según los Padres de la Iglesia, la rama del almendro y su fruto son símbolo del sacerdocio: la conducta del sacerdote debe ser sobria y recatada hacia fuera, mientras en su interior envuelve la fe como alimento invisible. «La rama de almendro es Cristo», escribe Paulino de Nola. La dulce almendra envuelta en la dura cáscara se convirtió finalmente en símbolo de la encarnación de Cristo y, en convergencia con otras ideas de distinto origen, adquirió en la historia del arte su forma más conocida en la «almendra mística», una especie de concha en forma de almendra, que debido a una interpretación simbólica de la resurrecciónaparece con frecuencia en la . representación de Cristo como juez del mundo. Si en la almendra mística aparece María, se indica con ello que Cristo fue engendrado en María, del mismo modo que el germen de la almendra se forma en la cáscara que permanece intacta. altar De forma muy genérica, el altar es una especie de mesa para la presentación de ofrendas. Para su construcción pudo jugar un papel el deseo de la comunidad de ver al oferente; entre los babilonios había altares con escaleras. La santidad del altar se crea mediante su transferencia a la divinidad, efectuada en muchos casos en un acto ritual; el lugar así consagrado puede convertirse incluso en un símbolo de lo numinoso. Los cuernos del altar que se encuentran en el ámbito semítico -una referencia al poder divino- concedían a quienes los tocaban el derecho de asilo. Todo altar es propiamente un símbolo del centro del mundo; en él se hace visible el eje del mundo, que une lo de arriba y lo de abajo, el cielo y la tierra. La construcción del altar indio del fuego era la imitación ritual de la creación del mundo. El primer altar mencionado en la Biblia fue construido por Noé después de salir del arca (Gn 8,20); sin embargo, la ofrenda de Caín y Abel (Gn 4,3s) hace pensar ya en la existencia de un altar. En la época de los patriarcas, el altar es, en todo caso, un signo de su vinculación con Dios. Cuando Abraham salió de Jarán y llegó al

país de los cananeos, se le apareció el Señor y le anunció que daría a sus descendientes aquella tierra bendita; «Abraham construyó allí un altar en honor del Señor» (Gn 12,7). En este caso, el altar no es un lugar para los sacrificios, sino un signo del encuentro con la divinidad. También Moisés levantó un altar de recuerdo después de la batalla contra los amalecitas y lo llamó «Señor, mi estandarte» (Ex 17,15). Después se alejó de este altar porque el pueblo sencillo se imaginaba que Dios vivía en la piedra. El altar de los sacrificios debe ser de tierra o de piedra, pero ésta no debe estar labrada, «porque al picar la piedra con el escoplo queda profanada» (Ex 20,25), es decir, el altar no debe ser contaminado por el trabajo de los hombres, sino permanecer virginalmente puro, intacto. En época antigua podían servir de altar los bloques erráticos (c£ 1 Sin 6,14). En su referencia a Dios, el altar es también un símbolo de la totalidad. Así, Elías «cogió doce piedras, una por cada tribu de Jacob», y con ellas «reconstruyó el altar del Señor» (1 Re 18,31x). El altar une a los fieles, es en cierto modo su centro sagrado visible, que fue cambiado (Sal 26,6), probablemente siete veces. El Nuevo Testamento menciona el altar sólo en sentido figurado. Los que creen en Cristo tienen «un altar del que no tienen derecho a comer los que dan culto en el tabernáculo» (Heb 13,10), es decir, los cristianos tienen sólo una ley de comida, la de la eucaristía, que excluye a todos los demás de gustarla, especialmente a los que siguen dando «culto en el tabernáculo» (= el judaísmo). El altar es la mesa sagrada de la comida de Cristo y, en último término, una imagen del altar que el Apocalipsis ve en el cielo y bajo el que permanecen las almas de aquellos que fueron «asesinados por proclamar la palabra de Dios y por el testimonio que mantenían» (Ap 6,9). La mesa en la que el Señor celebró la última cena con sus discípulos (Mt 26,20-46; Le 22,14-23) es el primer altar para la nueva ofrenda, esencialmente distinta de la del Antiguo Testamento. La parte principal de la casa de Dios es el altar, cuyo carácter sagrado encuentra su máxima expresión en los ritos latinos de consagración de una iglesia. Los significados simbólicos más importantes del altar son los de imagen de la mesa de la última cena, imagen de la cruz sagrada, en la que se consumó la ofrenda de la redención, y símbolo del mismo Cristo. La mesa de piedras hace referencia a la piedra «que rechazaron los constructores» y que, sin embargo, «es ahora la piedra angular» (Sal 118,22). El mantel blanco del altar evoca la sábana que envolvió el cadáver de Jesús, y las cinco cruces que se incrustan en la piedra del altar al consagrarlo corresponden a las cinco heridas del Redentor como fuentes de su sangre salvadora. Una interpretación místico-moral de los Padres de la Iglesia veía en el altar el corazón de cada hombre, en el que arde como llama eterna la ofrenda del amor divino. Ya Ambrosio consideraba a las vírgenes consagradas a Dios como altares del Altísimo. Las virtudes son los peldaños que llevan al altar, cuyo modelo son los peldaños del templo de Salomón. anillo El simbolismo del anillo está en su forma redonda, y en ello coincide con el del círculo. El signo egipcio • de «eternidad» es un anillo, que tiene cierto parecido con una cuerda puesta en forma de círculo, cuyos extremos están unidos por un nudo. En todo Oriente próximo se creía que los anillos mágicos protegían de las enfermedades y de cualquier otra desgracia. En Grecia, el llevar anillos era un privilegio de los hombres libres. En Roma, los anillos de oro se concedían como signo especial de dignidad a los senadores y al sacerdote de Júpiter. La antigua costumbre romana de cambiarse los anillos en la ceremonia del matrimonio -como gesto simbólico de vinculación mutua- pasó después al rito cristiano del matrimonio. En todo el mundo antiguo los anillos de sello tenían la máxima importancia, puesto que eran la expresión del poder y de la facultad de disposición. Cuando el faraón transmitió a José todos los poderes, no sólo mandó que lo vistieran con un traje de lino y le puso un collar de oro al cuello,

sino que también «se quitó el anillo de sello de la mano y se lo puso a José» (Gn 41,42). Cuando el rey de los persas Jerjes transmitió a Amán el poder de aniquilar a los judíos, confirmó su decisión entregándole su anillo de sello (Est 3,10). El sello y el anillo de sello son signo de la inviolabilidad (c£ Dn 6,17; 14,10) y, del aprecio del valor. Dirigiéndose al rey Jeconías y reprochándole su mala conducta dice el Señor: «Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, aunque fueras el sello de mi mano derecha, te arrancaría y te entregaría en poder de tus mortales enemigos» (Jr 22,24). Sólo los honrados, los que son elegidos -como Zorobabel- pueden convertirse en anillo de sello de Dios (Ag 2,23). En el Nuevo Testamento se encuentra la antigua concepción del anillo como signo de dignidad. En la carta de Santiago (2,2), el hombre rico es reconocido por su juillo de oro. Cuando volvió el hijo pródigo, su padre no lo trató como a un esclavo o a un jornalero, sino que le devolvió los derechos filiales al ordenar que le pusieran un anillo (Lc 15,22). Como símbolo de enlace y de vinculación, el anillo fue recibido también por el cristianismo. El anillo nupcial se considera signo de fidelidad. Como insignia medieval de la coronación, el anillo hacía referencia a la compenetración del rey con su pueblo. El anillo que se entrega a las religiosas es símbolo de las nupcias del alma consagrada a Dios con Cristo y se encuentra con este significado como atributo de algunas santas; es el caso de Catalina de Alejandría, que vio en un sueño cómo el niño Jesús le ponía en el dedo el anillo esponsalicio. El anillo episcopal es «señal de fe» y, según una antigua interpretación, indica que su portador es esposo de la Iglesia. El significado simbólico del anillo de pescador, exclusivo del Papa, coincide con el del anillo episcopal. animales El hombre antiguo admiraba al animal por sus diversas cualidades, como rapidez, fuerza, fecundidad, posibilidad de volar, y por eso lo veía como un ser extraño y misterioso. El animal venerado en muchos pueblos fue considerado portador de la revelación de una divinidad que se suponía detrás de él y por encima de él, o concebido como la encarnación de una fuerza divina. Es conocido el culto a los animales en el antiguo Egipto; pero, considerado de cerca, tampoco allí los animales eran los mismos dioses, sino únicamente su forma de manifestación; así, el Fénix es la «imagen» (Ba) del dios solar Re, y Apis la «imagen» de Osiris. En la Antigüedad se encuentran continuamente animales como atributos de las divinidades: el águila estaba asociada a Zeus, la cierva a Artemisa, el caballo a Poseidón. Los animales sagrados se sacrificaban a los dioses; en el culto a Dionisio se descuartizaban machos cabríos y se consumían en trance; en el culto a Atargatis, los peces se utilizaban como alimento sacramental. Los animales podían convertirse en símbolos de poderes buenos o malos; los poderes divinos y los demoníacos pueden tener influencia en el hombre a través del animal. En lugar de animales vivos pueden aparecer imágenes de animales: a la entrada de los templos hititas había leones de piedra como guardianes; una serpiente de oro jugaba un gran papel en los misterios de Sabazios; finalmente, el águila, el oso y el león entraron en la heráldica como símbolos de un poder soberano. En el lenguaje popular, los animales simbolizan cualidades anímicas; por ejemplo, la serpiente, la falsedad; la hormiga, la diligencia; el cordero, la paciencia; el león, la valentía. La religión del Antiguo Testamento vio al animal ante todo como criatura de Dios, «en cuya mano está el aliento de todos los seres vivos» (Job 12,10). Los animales son propiedad de Dios y también a ellos, como a los hombres, se extiende su bondad paterna; «tú, Señor, socorres a hombres y animales» (Sal 36,7). En contraste con las otras religiones del antiguo Oriente, el pensamiento bíblico no conoce una forma «teriomorfa» de Dios; el «becerro de oro» es un ídolo, no una imagen de Dios. El animal está sometido a Dios y debe alabarlo: «Alabad al Señor... fieras y animales domésticos, reptiles y pájaros que vuelan» (Sal 148,7.10). Sólo en imágenes del lenguaje poético se compara al Señor con animales; se dice que cubre con sus

alas a los que buscan refugio (Sal 91,4) y que, «como un león», despedaza a sus enemigos (Os 5,14). Más de una vez los animales aparecen como instrumentos del juicio divino. Dios enviará contra los pecadores «dientes de fieras y veneno de serpientes que se arrastran» (Dt 32,24). El Señor dispone cuatro clases de verdugos contra el pueblo rebelde: «la espada para matar, los perros para despedazar, las aves del cielo para devorar, las bestias de la tierra para destrozar» (Jr 15,3). Los animales pueden aparecer como personificación de poderes políticos: las cuatro fieras de aspecto fantástico que aparecen en la visión de Daniel (7,3-8) simbolizan, respectivamente, el imperio babilónico, el medo, el persa y el seléucida. También Isaías (27,1) ve los imperios agresivos en la imagen de animales; Leviatán, la serpiente huidiza, podría aludir al Tigris, que fluye con la rapidez de una flecha, es decir, a Asiria; Leviatán, la serpiente tortuosa, alude al Eufrates, con sus numerosos meandros, es decir, a Babilonia; el dragón en la corriente del Nilo caracteriza a Egipto. El faraón -para los israelitas la figura representativa del mal- es designado como «gran dragón» (Ez 29,3). Así como Adán estaba en el paraíso entre los animales, del mismo modo estuvo Jesús en el desierto (Me 1,13); El es en realidad el Señor de los animales. El es el buen pastor, que envía al mundo a sus discípulos, equipados con los dones y la fuerza del Espíritu Santo, «como ovejas entre lobos» (Mt 10,16). Cuando los hombres se ponen bajo imágenes de animales para venerarlos, queda de manifiesto su degradación; sólo los necios pueden cambiar la gloria de Dios por imágenes «de pájaros, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1,22s). Para caracterizar la actitud de espíritu dirigida a la destrucción y a la ruina, el Apocalipsis (13,1-8) habla del imperio terreno, anticristiano (históricamente, el Imperio romano), bajo la imagen de un animal que sale del océano y está al servicio del dragón (símbolo de Satanás); su deformidad -una mezcla de pantera, oso y leónexpresa su carácter antinatural y su hostilidad contra Dios. Tras este monstruo infernal aparece otra fiera que «tenía dos cuernos de cordero, pero hablaba como un dragón» (Ap 13,11); su fogosidad por querer devorarlo todo y al mismo tiempo su imperfección se expresan por el número «seiscientos sesenta y seis» (Ap 13,18); las interpretaciones que ven en este número una referencia a una determinada personalidad (por ejemplo, Nerón) han de considerarse arbitrarias. Todo poder del mal es, en último término, vencido por Dios; la naturaleza de Cristo, que supera la medida humana, se proyecta en la imagen del cordero; El quita el pecado del mundo (Jn 1,29) y redime a la humanidad con su sangre preciosa (1Pe 1,19). La base del amor cristiano a los animales es la convicción de que el animal es una criatura que procede de la mano de Dios. De muchos santos se cuenta que tuvieron una relación especial con los animales; Francisco de Asís no es el único, pero sí el más conocido (leyenda del sermón a los pájaros). Animales salvajes como atributo de algunos santos pueden aludir, además de a sucesos legendarios, al reino de la paz de Dios (según Is 11,6-8) representado anticipadamente en los santos. Según la interpretación alegóricoespiritual de la Escritura llevada a cabo por Orígenes, las afirmaciones que se hacen en el libro de los Proverbios sobre los animales no se refieren a éstos, sino a los hombres caracterizados por ellos. En el arte pictórico se encuentran por vez primera alegorías explícitas de los animales en las catacumbas (por ejemplo, un cordero entre lobos simboliza a Susana entre los concejales según Dn 13,7ss). Ya en la patrística aparece la interpretación de animales salvajes como símbolo de hombres irascibles y lascivos; en el arte medieval se utilizaron diversos animales como símbolo o atributo de los vicios; por ejemplo, el perro y el escorpión, de la envidia; el cerdo o el macho cabrío, de la lascivia; el jabalí o el oso, de la ira. La antiquísima idea sacral de comunión, según la cual se recibe al mismo dios al comer el animal sacrificado, tuvo una expresión en la costumbre popular de los corderos pascuales de bizcocho (con el estandarte de Cristo). Mientras que la mayoría de los animales del arte cristiano son símbolos que se remontan a la Biblia -aun

cuando hoy con frecuencia ya no se entienden como tales- el grifo, el fénix y la salamandra fueron tomados de concepciones del antiguo Oriente, del mismo modo que el pavo real (se discute si los «tukkiyim» que transportaba la flota comercial de Salomón -1 Re 10,22eran verdaderos pavos reales). antorcha Las varas que ardían untadas con pez, con grasa o con cera, participan del simbolismo del fuego y de la luz: Para los pueblos antiguos eran un símbolo de purificación y de iluminación. En la Antigüedad, la antorcha dirigida hacia arriba indicaba la vida; dirigida hacia abajo, simbolizaba la muerte. Las antorchas tuvieron un papel en el culto de la diosa subterránea hitita Lelwani, como también en los antiguos usos funerarios. En sentido figurado, las antorchas pueden ser una imagen de la salvación de Israel (Is 62,1). En un contexto de salvación y purificación de Jerusalén, se dice en el profeta Zacarías (12,6): «Aquel día haré de las tribus de Judá un incendio en la espesura, una antorcha en las gavillas». La aparición de Dios en la visión de Daniel (10,6) tenía el rostro «como un relámpago, los ojos como antorchas». El fuego y la luz son elementos de las manifestaciones apocalípticas de Dios. «Del trono salen relámpagos, estampidos y truenos; ante el trono arden siete antorchas, los siete espíritus de Dios» (Ap 4,5); en éstos se puede ver quizá las fuerzas divinas originarias. El cristianismo rechazó en gran parte la antorcha como elemento pagano y orgiástico, y, en lugar de ella, se sirve del cirio. A pesar de ello, penetró en la iconografía cristiana el antiguo motivo de la antorcha invertida como símbolo de la vida que se extingue, de la muerte. Por otra parte, la antorcha puede designar el elemento fuego (por ejemplo, en el evangeliario de Echternach); en la leyenda de Santo Domingo (una antorcha en la boca de un perro) indica la iluminación. árbol El árbol fecundo, vinculado al ritmo de las estaciones del año, fue para los pueblos que vivían al borde del desierto, o que se movían por la estepa, una revelación de la vida. Con raíces profundas en la tierra, el árbol crece hasta una altura que supera a la de todos los seres vivientes, lo que condujo a la idea del árbol del mundo, que une entre sí cielo y tierra. A la sombra de un árbol se ofrecieron sacrificios y se buscaron oráculos. Así, el árbol adquirió el estatus de un lugar sagrado e incluso se convirtió en símbolo de la divinidad. El dios sumerio de la vegetación, Dumuzi, fue venerado como árbol de la vida. Es conocida la representación de la diosa egipcia del cielo, Hator, que, en forma de árbol, ofrece comida y bebida al que habita en las tumbas o al ave de su alma. El mito griego habla del jardín de las Hespérides, cuyo árbol de manzanas doradas otorga a los dioses la inmortalidad. Por el murmullo de las encinas sagradas de Dodona se creía percibir la voz de Zeus. Después que Dios plantara un jardín en Edén, «hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín y el árbol de conocer el bien y el mal» (Gn 2,9). Según esto, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento son dos árboles distintos. Pero, en perspectiva simbólica, pueden verse como uno, puesto que no hay vida (espiritual) sin conocimiento, ni conocimiento sin vida. «El Señor Dios mandó al hombre: puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de conocer el bien y el mal no comas; porque el día en que comas de él, tendrás que morir» (Gn 2,16s). Con el conocimiento adquirido por el pecado original, surge para el hombre la polaridad: bueno y malo, hombre y mujer, vida y muerte. El árbol de la unidad se convierte en un árbol de dualidad, cuyos dos lados aparecen fenotípicamente como dos árboles. Después de la transgresión del precepto divino, el Señor impidió que el hombre «extendiera su mano al árbol de la vida, cogiera y comiera de él y viviera para siempre» (Gn 3,22). Quien por decisión libre coge el fruto de la muerte, ha perdido su derecho a la vida. La unión íntima de conocimiento (que, rectamente adquirido, conduce a la sabiduría) y vida reaparece en los Proverbios (3,18), cuando el

árbol de la vida se convierte en símbolo de la sabiduría divina. El justo es «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas» (Sal 1,3. En el Cantar de los Cantares (2,3), el esposo divino es comparado con un árbol (manzano): «a su sombra quisiera sentarme y comer de sus frutos sabrosos». Los liberados de las cadenas terrenales son llamados «árboles de justicia» y están «plantados para gloria del Señor» (Is 61,3). El árbol del sueño de Nabucodonosor, que con su cima llega al cielo (Dn 4,8.17), contiene la antiquísima concepción del árbol del mundo cuya corona cubre la tierra. Sin que haya una trasposición directa al hombre, el árbol es en Job (14,7ss) símbolo de la resurrección; aun cuando esté caído y su tronco muera en el suelo, puede recibir nueva savia y brotar. En el Nuevo Testamento, los árboles que dan fruto y los que no lo dan son una imagen de los hombres buenos o malos. «Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mt 3,10). El mismo Jesús utiliza la comparación con la higuera estéril (Le 13,6-9). Los falsos maestros son «árboles que en otoño no dan fruto y que arrancados de cuajo mueren por segunda vez» (Jud 12). Mientras que el árbol del conocimiento no vuelve a mencionarse después del pecado original, el árbol de la vida reaparece sin cesar hasta que, en la visión del Apocalipsis (22,2), aparece como premio de la victoria de los bienaventurados: en la Jerusalén celeste, en la ciudad sagrada del tiempo final, «a mitad de la calle, a cada lado del río, crecía un árbol de la vida: da doce cosechas, una cada mes del año, y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones». El doctor de la Iglesia Juan Damasceno comparó a María con la tierra del paraíso, que hizo brotar el verdadero árbol de la vida, es decir, Cristo. Según otro simbolismo, fue María misma el árbol de la vida, que fue fecundo por el Espíritu de Dios y donó a Cristo como fruto de la humanidad necesitada de redención; por eso, en las tablitas de marfil de la época cristiana primitiva, suele aparecer junto a María, en el tema de la anunciación, un árbol de la vida. La conexión de la madre de Dios con los santuarios precristianos junto a los árboles permite conocer los nombres de diversos lugares de peregrinación. Lo que fue impedido al hombre después del pecado original -acceso al árbol de la vida- le fue dado por Cristo en la cruz. El obispo Ezzo de Baxnberg escribió sobre la «c:I-! Ix benedic ta»: «Tu palo llevó el peso celeste. Era ti fluyó la sangre sublime. '1`u fruto es dulce y bueno». Debido a la interpretación histórico-salvírica del árbol de la vida, en muchas pinturas de la Edad Media aparece la cruz como raíz verde (viva) de palmera. Desde el siglo x hasta la época barroca se encuentra la llamada cruz de árbol. De la fuerza regeneradora del árbol se habla en las leyendas; así, se cuenta que un viejo olmo, ya seco, junto al que fue llevado el cadáver del obispo Zenobio de Florencia, retoñó de nuevo. arca Así como las tradiciones de numerosos pueblos hablan del diluvio, del mismo modo hablan también de la salvación de algunas personas elegidas. Según la epopeya de Gilgamés, Utnapistim fue advertido por el dios Ea de la inundación enviada para castigo de la humanidad y, por orden suya, construyó un arca e introdujo en ella semillas de todos los seres vivientes. Similar a éste es el tema de la leyenda griega de Deucalión y Pirra, los únicos que se salvaron del diluvio porque Prometeo les había aconsejado construir un arca que pudiera cerrarse, en la que, después de nueve días, llegaron al Parnaso. Los individuos salvados del diluvio suelen tener la función de portadores de la cultura o de la salvación, similar a la que ejercen en varios mitos los muchachos abandonados. El que después sería el poderoso Sargón de Acab fue depositado en un cesto de juncos en las aguas del Eufrates; la leyenda romana de Rómulo y Remo dice que ambos fueron dejados en el Tíber en una artesa parecida a una cuna. La palabra empleada en hebreo para el arca «tebah» significa propiamente caja. Puesto que la tierra estaba llena de maldad, Dios resolvió exterminar a todos los seres vivientes; sólo habrían de salvarse Noé y su familia y una

pareja de cada especie animal (Gn 6,13-22). Cuando todos ellos habían entrado en el arca, el Señor mismo la cerró (Gn 7,16). El arca se convirtió así en un símbolo del cuidado de Dios y de la salvación concedida a Noé. A la tierra inundada la salvó la sabiduría divina, «pilotando al justo en un tablón de nada» (Sab 10,4). El arca es la «madera por la que se ejerce justicia» (Sab 14,7). La palabra «tebah» designa también la cestita de mimbre, embadurnada de pez, en la que Moisés fue depositado entre los juncos, a la orilla del Nilo (Ex 2,3-9). También aquí se manifiesta el cuidado de Dios, y la cestita es una imagen de la salvación. Las circunstancias del nacimiento de Cristo, el ser colocado en este mundo y en la gruta, muestran relaciones tipológicas con el relato del episodio de Moisés. En las cartas apostólicas se habla del arca como imagen de la salvación. En los días de Noé se construyó el arca, «en la que unos pocos, ocho personas, se salvaron por en medio del agua» -y a continuación viene esta frase importante: «A la que corresponde el bautismo que ahora os salva» (1 Pe 3,20s)-. Así pues, el arca se pone en relación con el bautismo como medio de salvación de la ruina del mundo pecador. «Por la fe, Noé, recibido el oráculo de lo que aún no se veía, angustiado preparó un arca para salvarse con su familia» (Heb 11,7). Cuando llegue la parusía del Hijo del Hombre, sucederá como en los días de Noé, en los que el acontecimiento salvífico decisivo fue la entrada en el arca (Mt 24,37s). En el apologeta Justino se encuentra por vez primera una interpretación del arca, referida a la madera redentora de la cruz de Cristo. Agustín considera el arca como modelo de la Iglesia peregrina en el mundo, «que es salvada por el madero del que fue colgado, el mediador entre Dios y los hombres», y -estableciendo una nueva vinculación entre el arca y el cuerpo de Cristo- relaciona la puerta del arca (Gn 6,16) con la herida del costado de Jesús; a través de ella discurre el único camino para la salvación. En el simbolismo sepulcral, el arca salva el alma del difunto mediante el agua de la muerte; así, en algunos sarcófagos aparece Noé (imagen del alma) en actitud orante, de pie sobre una caja relativamente pequeña. En ciertas miniaturas medievales, el arca rodeada por el oleaje prefigura el bautismo de Cristo. Arca de la alianza Arca, caja, cofre y baúl tienen, entre los objetos elaborados por el hombre, una función parecida a la de la cueva en la naturaleza; guardan y protegen algo interior y misterioso. En Egipto, los cofres de los dioses, en los que se encontraba la imagen de la divinidad, tenían un lugar propio en el templo; el «naos» (cofre) estaba considerado como imagen del cielo. El contenido del arca es siempre, en último término, un símbolo de la vida, aun cuando el arca resulta ser un ataúd. Los egipcios designaban el ataúd como «señor de la vida». El ataúd preparado por el alevoso Set se convirtió para Osiris en tránsito a una nueva vida. El arca mística de los misterios eleusinos contenía ciertamente un símbolo de la vida, aun cuando se desconoce su contenido concreto (¿un falo?, ¿una espiga?). En la tradición del Antiguo Testamento, es inequívoca la relación del arca de Yahvé con el castillo y la cueva. Fue construida, conforme al encargo divino, al pie del monte Sinaí (Ex 25, l0ss) y ocultada por el profeta Jeremías en una cueva para evitar que cayera en manos de los enemigos. «En ese escrito se decía que el profeta... mandó que llevaran con él la tienda y el arca cuando marchó al monte desde cuya altura había contemplado Moisés la heredad de Dios. Al llegar arriba, Jeremías encontró una especie de cueva; metió allí la tienda, el arca y el altar del incienso y cerró la entrada» (2 Mac 2,4s). El monte y el arca estaban considerados como sede de la divinidad. La expresión «arca de Dios» (1 Sin 3.3) designa el arca de la alianza como signo de la presencia divina. El término hebreo «aron» («arca») sirve también para designar el ataúd de José rGn 50,26). El nombre «arca de la alianza» («aron habberit») procede de que contenía las dos tablas de piedra con los diez mandamientos, que eran signo de alianza entre Dios y el pueblo de Israel (1 Re 8,9). Moisés recibió de Dios este encargo: «Dentro del arca guardarás el documento de la

alianza que te daré» (Ex 25,16). La tapa de la tienda tenía dos querubines de oro, que extendían sus alas sobre el santuario; en esta tapa expiatoria, el sumo sacerdote reconciliaba al pueblo con Dios (Lv 16,15s). Ya en Jeremías se encuentra la predicción de que llegará un tiempo en el que ya no será necesaria el arca de la alianza (Jr 3,16). En una comparación gráfica, David designó el arca de la alianza como «estrado de los pies de nuestro Dios» (1 Cr 28,2). Retrospectivamente, el Nuevo Testamento amplía el contenido del arca: «en ella se guardaban una urna de oro con el maná, la vara florecida de Aarón y las tablas de la alianza» (Heb 9,4). El maná y la vara de Aarón no son otra cosa que símbolos de la vida que Dios otorga a sus elegidos. Como signo visible de que Dios lleva a su término lo que había prometido en la alianza con su pueblo, Juan contempla cómo se abre el templo de Dios en el cielo «y en él apareció el arca de su alianza» (Ap 11,19); el arca de la alianza es aquí símbolo de la futura consumación. El arca de la alianza, con su venerable contenido, se convirtió en modelo de los misterios del Nuevo Testamento, que giran todos ellos en torno al Hijo de Dios hecho hombre. El arca, que lleva la palabra de Dios, se convirtió en símbolo del «Logos»; así, en el himno de laudes de la fiesta del Corazón de Jesús se lee: «¡Oh Corazón! Tú eres arca, cuyo cofre guarda las tablas de la ley, pero no de la esclavitud, sino de la salvación, de la benevolencia y de la misericordia». A partir de aquí, no está muy lejos el paso de ver en el arca cerrada un símbolo de María, que no contiene la vara florecida de Aarón, sino el vástago de Jesé. arco iris Los pueblos precristianos consideraban el arco de colores, cuyos extremos parecían tocar el horizonte, como un puente de unión entre los dioses y los hombres. Precisamente en las regiones menos lluviosas se consideraba el arco iris como una aparición de lo numinoso. Del antiguo dios arábigo Quzah se decía que había colgado el arco iris en las nubes después de haber agotado sus flechas de granizo. Cuando Noé abandonó el arca, después de cuarenta días de diluvio, y ofreció al Señor su sacrificio en un altar, fue bendecido por Dios con sus descendientes; como signo del pacto entre el Creador y su criatura, Dios puso el «arco» en las nubes: «Pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando yo envíe nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y yo recordaré mi pacto con vosotros» (Gn 9,12-15). Como prenda del favor y de la gracia de Dios, pero también como símbolo de su gloria, el arco iris pertenece al trono del soberano universal: «El resplandor que lo nimbaba era como el arco que aparece en las nubes cuando llueve. Era la apariencia visible de la gloria del Señor» (Ez 1,28). El arco iris indica un esplendor supraterreno, del que está rodeado también el sumo sacerdote cuando ejerce su sagrada función (Eclo 50,7). En el libro escatológico de Juan se recoge la imagen del arco iris en el trono de Dios. Cuando se dice que el halo de colores que rodeaba el trono parecía de esmeralda (Ap 4,3), al poner de relieve el color verde se alude a la esperanza en la misericordia divina. El ángel que bajaba del cielo y que dio a Juan el escrito de la revelación estaba envuelto en una nube y «el arco iris aureolaba su cabeza» (Ap 10,1). El sentido originario de la palabra en el Antiguo Testamento era propiamente el arco como arma, pero fue suavizado por Dios después del diluvio; así, ya en un escrito apócrifo (La cueva del tesoro) se dice que el que reina en el cielo alejó el dardo de su cólera del arco que aparece en las nubes. Para Basilio el Grande, el arco iris con sus tres colores básicos simboliza la Trinidad. El lazo irrompible entre el Creador y la criatura se convierte también en un símbolo de María; en un himno antiguo se la llama «arco iris bello». Así hay que entender el arco iris en la pintura de Matthias Grünewald «María con el niño». En cuadros medievales del juicio final que ilustran el Apocalipsis, Cristo reina sobre un arco iris. arena La imagen de la arena del mar se emplea en gran número de casos. El Señor prometió a

Abraham: «Multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa» (Gn 22,17). Los filisteos que avanzaban para luchar contra Israel tenían una infantería tan «numerosa como la arena de la playa» (1 Sm 13,5). Cuando Dios se apartó de su pueblo pecador, morían tantos hombres que las viudas eran más numerosas que la arena de la playa (Jr 15,8). En los Salmos (139,18), la arena indica la inmensidad de los designios divinos. La carga del sufrimiento se compara con el peso de la arena (Job 6,3). La promesa dirigida a Abraham de una descendencia numerosa es recogida por Pablo en su carta a los Hebreos (11,12). Al final del tiempo soltarán de nuevo a Satanás y él saldrá para engañar a los pueblos de los cuatro lados de la tierra (es decir, de todos los puntos cardinales); serán «incontables como las arenas del mar» (Ap 20,8). En el Nuevo Testamento, la arena es también una imagen de la inseguridad vital: «todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,26). arena La imagen de la arena del mar se emplea en gran número de casos. El Señor prometió a Abraham: «Multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa» (Gn 22,17). Los filisteos que avanzaban para luchar contra Israel tenían una infantería tan «numerosa como la arena de la playa» (1 Sm 13,5). Cuando Dios se apartó de su pueblo pecador, morían tantos hombres que las viudas eran más numerosas que la arena de la playa (Jr 15,8). En los Salmos (139,18), la arena indica la inmensidad de los designios divinos. La carga del sufrimiento se compara con el peso de la arena (Job 6,3). La promesa dirigida a Abraham de una descendencia numerosa es recogida por Pablo en su carta a los Hebreos (11,12). Al final del tiempo soltarán de nuevo a Satanás y él saldrá para engañar a los pueblos de los cuatro lados de la tierra (es decir, de todos los puntos cardinales); serán «incontables como las arenas del mar» (Ap 20,8). En el Nuevo Testamento, la arena es también una imagen de la inseguridad vital: «todo aquel que escucha estas palabras mías y no las pone por obra se parece al necio que edificó su casa sobre arena» (Mt 7,26). arpa El arpa, conocida ya por los egipcios y sumerios, se empleaba en la música religiosa. Algunas arpas encontradas en las tumbas reales de Ur tienen símbolos religiosos, como el ave de Imdugud o el motivo del árbol de la vida. La conocida canción egipcia del arpa canta la caducidad de la vida y la incertidumbre sobre lo que le espera al hombre después de la muerte. En la Biblia se mencionan dos clases de arpas, la cítara (en hebreo, «kinnor» y en griego, «kithara») y la lira oblicua (en hebreo, «nebel»). El sonido del arpa expresa alegría, agradecimiento y alabanza. «David y los israelitas iban danzando ante el Señor con todo entusiasmo, cantando al son de cítaras y arpas, panderos. sonajas y platillos» (2 Sin 6,5). Para celebrar su victoria sobre sus enemigos, los israelitas fueron «hasta el templo al son de arpas, cítaras y trompetas» (2 Cr 20,28). El canto de alabanza del arpa resuena continuamente en los Salmos: «Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas» (Sal 33,2). «Es delicioso dar gracias al Señor por la mañana y de noche tocando el arpa de diez cuerdas y la cítara» (Sal 92,3s). Cuando se dice que los judíos colgaban sus arpas en los sauces de los ríos de Babilonia (Sal 137,1s), este hecho indica su pena, que hacía enmudecer los cantos de alabanza y de acción de gracias. El joven David conseguía, tocando el arpa, tranquilizar a Saúl cuando el mal espíritu lo atacaba (1 Sin 16,14.16.23). Cuando se le pidió al profeta Eliseo que transmitiera un anuncio de Dios, pidió que le trajeran un músico; «y cuando el músico rasgueó las cuerdas, vino sobre Eliseo la mano del Señor» (2 Re 3,15), es decir, recibió el espíritu de predicción. La verdadera adoración a Dios no depende de cosas exteriores: «¡Ay de los que se fían de Sión, ... que gritan al son del arpa y creen cantar con su griterío» (Am 6,1.5). En la visión del Cordero y del libro sellado, «los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos se

postraron ante el Cordero; tenía cada uno una cítara y cuencos de oro, que son las oraciones de los consagrados» (Ap 5,8). La conexión del arpa y las oraciones se basa en la alabanza a Dios, común a ambas. En la solemne apertura del juicio aparecen los vencedores del combate contra la fiera llevando arpas, y cantan el cántico de Moisés y el del Cordero (Ap 15,2x). En el arte medieval, las arpas de tres ángulos se convirtieron en un símbolo de la Trinidad o también de la alabanza al Dios trino. Según Casiodoro, el arpa significa la pasión gloriosa de Cristo; hasta el siglo xvii los poetas trataron de relacionar la imagen de un arpa de la crucifixión con la de Orfeo (ahora ya como Cristo). arriba y abajo No puede extrañar que para el hombre, que camina erguido, los conceptos «arriba» y «abajo» tengan significado simbólico. Mientras que los pies están en la tierra y la ley de la gravedad indica el apego a la materia, la cabeza se eleva hacia el cielo y -anhela liberarse de la dependencia terrena. La contraposición de arriba y abajo expresa el orden del mundo. Cuando ambos polos chocan, reina el caos. El canto babilónico de la creación «Enuma elish» caracteriza así el estado precósmico: «Cuando arriba no se nombraban los cielos, cuando abajo la tierra no tenía nombre». Cuando en la mitología egipcia el dios del aire, Shu, separa el cielo (Nut) de la tierra (Geb), se trata de un acto simbólico de la toma de conciencia del arriba y el abajo. La polaridad espacial se traslada a la estructura social (superior-súbdito, alto-bajo) y a la escala de valores morales (bueno-malo). Arriba está la región de los dioses, de arriba viene la luz vivificadora y la lluvia fecundante; por eso el hombre del antiguo Oriente hacía con particular predilección ofrendas a las alturas y rezaba con las manos y los ojos en alto. Aristóteles estaba convencido de que todos los hombres asignan a la divinidad el lugar más elevado. Lo primero que Dios creó fue el cielo y la tierra (Gn 1,1), un doble concepto que resume la totalidad del mundo. El cielo y la tierra -y sus sinónimos «arriba» y «abajo»- constituyen el límite extremo de la percepción de los sentidos. Con la separación de las aguas de «debajo» de la bóveda celeste de las de «encima» de ella (Gn 1,7), el ámbito terreno queda separado del más allá divino. En Exodo (20,4) aparece una frase de tres miembros, que recuerda antiguas concepciones mesopotámicas : «arriba en el cielo», «abajo en la tierra», «en el agua bajo tierra». El que está «lejos del rocío del cielo» vive apartado del torrente de la bendición divina (Gn 27,39). La tierra-concebida como un ser femenino- necesita los dones del cielo: «Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia» (Is 45,8). Yahvé habita en la altura más elevada y por eso se dice en un canto de peregrinación : «A Ti levanto mis ojos, a Ti que habitas en el cielo» (Sal 123,1). El hombre pecador grita «desde las profundidades» al Señor para que escuche con benevolencia su llamada suplicante (Sal 130,1s). El trono de Dios está «en la altura», desde la que «mira a la profundidad y levanta del polvo al desvalido» (Sal 113,5ss). En el Nuevo Testamento se acentúa la polaridad «arriba-abajo». Jesús mismo dijo a los judíos: «Vosotros pertenecéis a lo de aquí abajo, yo pertenezco a lo de arriba; vosotros pertenecéis a este orden, yo no pertenezco al orden éste» (Jn 8,23). Abajo está todo lo creado, lo terreno, lo transitorio. Sólo quien emprende el camino hacia arriba, puede trascender lo terreno y pasar al otro mundo. El Hijo unigénito de Dios es el que "viene de arriba" y "está más alto que nadie" (Jn 3,11). Sólo el que nace «de arriba» puede contemplar el reinado de Dios (Jn 3,3). Por eso debemos levantar nuestros ojos y elevarlos a Dios. «Estad centrados arriba, no en la tierra» (Col 3,2). Mientras que la Jerusalén terrena vive en la esclavitud -el período de la dominación romana, pero, en sentido figurado, todo deseo de poder terreno-, «la Jerusalén de arriba es libre» (Gál 4,26). La pintura cristiana contrapone en varios temas el arriba divino-celeste y fuente de bendición al abajo creatural-terreno, receptor de bendiciones; así se hace en la anunciación a María (los rayos de luz procedentes de Dios

Padre llegan a la cabeza o al oído de la Virgen: «¡conceptio per aurem»!), o en el acontecimiento de Pentecostés, en el que «de repente resonó un ruido del cielo, como de viento recio» y el Espíritu Santo, en forma de «lenguas como de fuego», descendía sobre los apóstoles (Hch 2,2s). El «levantad los corazones» con que comienza el prefacio podría remontarse a las Lamentaciones (3,41) influenciadas por el pensamiento de Jeremías; la agenda alemana de 1955 para las Iglesias y comunidades evangélico-luteranas tiene a modo de título la expresión «Arriba los corazones». El arriba está dirigido a la luz y a la infinitud, y hasta un poeta mundano como Friedrich Schiller afirma: «Pero la bendición viene de arriba» (canción de la campana). Algunas doctrinas filosóficas de los siglos XVI y XVII sostenían y expresaban plásticamente la idea de que el cielo (masculino; como lo superior, fecunda a la tierra (femenino), como lo inferior, y asi engendra al hombre. El árbol y el monte, la escala y la torre pueden ser símbolos del anhelo del hombre por superar lo terreno. El verdadero cristiano sabe -como ya lo formularon los Padres de la Iglesia- que la verdadera comunión entre el arriba y el abajo sólo se encuentra en el signo de la cruz, es decir, en Cristo. asno Al asno, por una parte despreciado como testarudo y necio, y por otra, apreciado como útil y manso, van unidas concepciones contradictorias. Los egipcios lo consideraban como animal demoníaco, sometido al malvado Set. Para los antiguos indios, era un símbolo de la impureza por su lascivia. En Siria, por el contrario, era objeto de veneración como animal sagrado; sobre él monta la diosa Atirat. Finalmente, el asno pertenece también a la comitiva de Baco, puesto que es la cabalgadura del dios Dionisio. Por su vehemencia sexual, el asno se convirtió en una imagen de la lascivia (Ez 23,20). Cuando ya era inservible, era arrojado sencillamente al montón de la basura. Así se explica que Sansón encontrara «una quijada de asno reciente»; aquella mandíbula pequeña y quebradiza se convirtió en sus manos de hombre consagrado a Dios en un arma temible con la que mató a mil hombres (Jue 15,15). Un terrible castigo de Dios y una vergüenza ante sus conciudadanos fue el hecho de que al rey Joaquín sólo se le concediera una sepultura de asno: «lo arrastrarán y lo tirarán fuera de recinto de Jerusalén» (Jr 22,19). Po otra parte, el asno era también 1: cabalgadura de las personas ilustres «Los que cabalgáis borricas pardas sentados sobre albardas... celebrac las victorias del Señor» (Jue 5,10-11) Como cabalgadura, el asno era un claro signo de distinción; así, del juez Abdón se dice que «tuvo cuarenta hijos y treinta nietos, que montaban sendos pollinos» (Jue 12,14). Para el simbolismo mesiánico del asno fue importante la bendición del patriarca Jacob sobre Judá: «Ata su burro a una viña, las crías a un majuelo» (Gn 49,11). Y en Zacarías se dice: «Alégrate, ciudad de Sión; aclama, Jerusalén; mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde, cabalgando un asno, una cría de borrica» (Zac 9,9). El relato sobre Balaán y su burra pone de manifiesto que la criatura irracional puede estar más cerca de Dios que un hombre obnubilado: «La borrica vio al ángel del Señor», mientras que Balaán, de ordinario tan inteligente, no percibía en absoluto la proximidad de Dios (Nm 22,23-35). Una sola vez relatan los Evangelios que Jesús montó sobre un animal; fue para entrar en Jerusalén. Jesús mandó a dos discípulos con este encargo: «Id a esa aldea de enfrente y encontraréis enseguida una borrica atada, con un pollino; desatadlos y traédmelos» (Mt 21,2). Jesús no llegó en un brioso caballo, sino en un modesto burro, si bien era un burro joven, un pollino Un 12,15), sobre el que nadie se había montado antes. Según S. Ambrosio, el asno es un símbolo del hombre humilde: «Aprende del asno a llevar a Cristo... Aprende con diligencia a ofrecerle la espalda de tu espíritu; aprende a estar bajo Cristo para que puedas estar sobre el mundo». El buey y el asno, que no aparecen en el relato de Navidad, son representados, con el apoyo de un pasaje de Isaías (1,3), en el establo de Belén; una interpretación medieval ve en el buey el

animal del sacrificio (referencia a la muerte de Jesús en la cruz) y en el asno el animal de carga (el Hijo del Hombre llevó en la cruz la carga de los pecados del mundo). En recuerdo de la entrada de Jesús en Jerusalén, era costumbre en la Edad Media, hasta la época del barroco, llevar en la procesión del Domingo de Ramos un armazón con el llamado «asno de palmas», sobre el que iba una imagen de Cristo bendiciendo. En los siglos xv y xv1, el asno fue símbolo de la desidia, así como de la lujuria, de la sensualidad; ya los asnos musicantes del románico hacen referencia a los placeres mundanos. azucena Debido a su color blanco, la azucena era para los pueblos antiguos un símbolo de la pureza y de la luz divina. En Elam, la divinidad lunar era llamada «dios de las azucenas», y la ciudad real de Susa recibió el nombre de esta flor. En Creta, el cetro de azucenas era atributo de la reina y de la diosa. Ciertamente no es mera casualidad que la vestidura dorada del Zeus del Olimpo estuviera adornada con azucenas. Según una creencia griega, los difuntos podrán adoptar la forma de una azucena. En la Sagrada Escritura, la azucena es símbolo de la elección. El organizador de la boda real es contemplado entre azucenas (Sal 45,1). El Señor será rocío para su pueblo «para que florezca como la azucena (Os 14,6). En el lenguaje floral del Cantar de los Cantares, el esposo designa a su elegida como «azucena entre espinas» (Cant 2,2). Y el mismo esposo -símbolo de Cristo- dice que él es «un narciso de Sarón, una azucena de las vegas» (Cant 2,1); según la esposa, su amado baja al jardín, «a los macizos de las balsameras... a cortar azucenas» (Cant 6,2); esta imagen oral expresa la búsqueda de hermosura, de pureza y de descanso. Los capiteles de las columnas del templo de Salomón tenían forma de azucena (1 Re 7,19.22). El hecho de que determinados recintos y objetos cultualmente importantes sean comparados con la azucena -así se dice del depósito de metal que su borde es «como el de un cáliz de azucena» (1 Re 7,26)pone de manifiesto la importancia religiosa atribuida a esta flor. En el sermón de la montaña, Jesús hace referencia a los lirios del campo y dice que «ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como cualquiera de ellos» (Mt 6,28s; Le 12,27). La azucena aparece habitualmente en los prados celestes de los mosaicos de Rávena y Roma y -como símbolo de inocencia- crece a los pies de santos y de vírgenes. En referencia a la maternidad virginal de María, el ángel de la anunciación. lleva en muchos casos una azucena en la mano. El bastón de azucenas, con una azucena heráldicamente estilizada como empuñadura (atributo de ángeles y arcángeles) se convierte, como cetro de azucenas, en signo de soberanía de Dios Padre, de María reina del cielo y de la realeza políticoterrena. En labios del juez universal, la azucena es símbolo de la gracia, de la elección. En la «azucena de los valles» del Antiguo Testamento se creyó reconocer, en contraste con la genuina azucena, el muguete, que, de este modo -en la interpretacíón del Cantar de los Cantares (2,1)- se convirtió en símbolo de Cristo. Babilonia En contraste con el lenguaje de los babilonios, que consideraban su capital como «puerta de Dios», la Biblia relaciona el nombre con «confundir» (Gn 11,9). Ya en la construcción de la torre de Babilonia, este lugar aparece como centro y símbolo de los poderes hostiles a Dios. Los acontecimientos que tuvieron lugar en torno a la construcción de la torre, «cuya cima debía llegar hasta el cielo» (Gn 11,4), son un punto culminante de la osadía humana y de su alienación de Dios. Tras una historia de cambios incesantes, Babilonia experimentó un nuevo florecimiento bajo Nabucodonosor II. Este rey puso fin a la independencia nacional de los judíos y deportó a las familias nobles y a los guerreros a Babilonia (2 Re 24,1216). Los expulsados de su patria se sentaban junto a los torrentes de Babilonia y lloraban pensando en Sión. «¡Capital de Babilonia, criminal! ¡Quién pudiera pagarte los males que nos has hecho!» (Sal 137,8). El enemigo del pueblo elegido

desprecia también la voluntad de Dios; Nabucodonosor decía en su arrogancia: «Esta es Babilonia la magnífica, que yo he construido como capital de mi reino, en un alarde de poder y para honrar mi majestad» (Dn 4,27). Cuando el último rey de Babilonia, Baltasar, mandó traer, embriagado, los vasos de oro y plata del tesoro del templo de Jerusalén y los profanó (Dn 5,2s), colmó la medida de su insolencia; las palabras escritas en la pared por una mano misteriosa fueron interpretadas por Daniel como «contado, pesado, dividido» y anunciaron el fin no sólo de Baltasar, sino también de Babilonia (Dn 5,2528). Ya Isaías (14,4-23) entonó un canto sarcástico al hundimiento del rey de Babilonia; el que quería poner su trono «por encima de los astros divinos» será precipitado en su orgullo a la sima del reino de los muertos. En el Apocalipsis, Babilonia aparece como sede de las potencias anticristianas. Antes de su caída se prostituían con ella los reyes de la tierra, «y los pobladores del orbe quedaron embriagados por el vino de su prostitución». La palabra «prostitución» -sustituida a veces por el término más fuerte «putaísmo»- se emplea ya en los profetas del Antiguo Testamento para caracterizar la vida del hombre que no tiene en cuenta a Dios, en referencia sobre todo al culto idolátrico. El Apocalipsis ve a Babilonia bajo la imagen de una mujer vestida de púrpura y escarlata, que sostiene en su mano una copa de oro llena de abominaciones e inmundicias, «borracha de la sangre de los consagrados y de la sangre de los testigos de Jesús» (Ap 17,1-6). Babilonia -símbolo de la pecaminosidad, del orgullo del hombre y de su lejanía de Dios- es aquí un nombre figurado para indicar la depravada Roma y el uso de su poder contra la comunidad de Cristo. Es la ciudad sobre la que una voz del cielo advierte: «Pueblo mío, sal de ella para no haceros cómplices de sus pecados» (Ap 18,4). En el Medioevo cristiano, se consideró la torre de Babilonia como prototipo de la maldad e incredulidad humanas; la confusión de lenguas resultante se veía como una contraposición en el Antiguo Testamento a la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés y al milagro de las lenguas que con ello se produce. barca Dado que en diversos pueblos se comparaba el cielo con un océano, con frecuencia aparece también la imagen de la barca celeste en la que viajan los dioses (así, por ejemplo, la sumeria Inana). La figura de la media luna, que en Mesopotamia aparece en el firmamento casi horizontal, dio pie a la concepción de la barca celeste del dios lunar Sin. El deseo de los egipcios era poder viajar después de su muerte en la barca del dios solar Re y, de este modo, superar la noche de la muerte. Los griegos y romanos estaban familiarizados con la idea del «viaje en barca de la vida»; la última parte del viaje se reserva en el bote del barquero Caronte. La alegoría de la «barca del estado» se encuentra por vez primera en los griegos; especialmente Platón describe las ventajas de una barca del estado bien articulada por su timonel. La barca de la salvación en el Antiguo Testamento era el arca, en la que Noé se salvó del diluvio con su familia. El arca fue construida de madera resinosa (Gn 6,14); posiblemente no se trata de pino o abeto (como se dice en la traducción de Lutero), sino de ciprés, estrechamente ligado al simbolismo de la vida. Ezequiel (27,5s) menciona las clases de madera empleadas para la construcción de una barca comercial de Tiro: «Con abetos de Senir armaron todo tu maderaje; cogieron un cedro del Líbano para erigir tu mástil; con robles de Basán fabricaron tus remos; tus bancos son de boj de las costas de Chipre». En sentido muy genérico, la barca es un símbolo del viaje, de la travesía, tanto de los vivos como de los muertos. «El camino de la nave por el mar» es una de las cuatro maravillas que el hombre no puede propiamente entender (Prov 30,19), referencia simbólica al camino de la propia vida por los avatares de este mundo. La barquilla de Pedro adquirió la máxima importancia para la simbología posterior. Estando un día Jesús junto al lago de Genesaret, subió a una de las barcas que había a la orilla, «la de Simón, y le pidió que la retirara

un poco de tierra. Desde la barca, sentado, estuvo enseñando a la gente» (Le 5,3). Junto a la otra barca guiada por Pedro en medio de las tempestades (Mt 8,23-27; 14,2434), de ella se pasó a la barca de la Iglesia, a lo que también contribuyó la frase de Jesús sobre los «pescadores de hombres» (Mt 4,19; Me 1,17). En Pablo es frecuente la comparación de la vida con el viaje en barca; el que abandone la fe y la buena conciencia naufragará, es decir, no llegará a la verdadera meta de la vida (1 Tim 1,19). También la esperanza se expresa en un símbolo náutico: es «como un ancla de la existencia, sólida y firme» (Heb 6,19). Los Padres de la Iglesia describen con imágenes que reaparecen sin cesar la barca de la Iglesia, en la que el creyente cruza con seguridad el mar del mundo. Hipólito ve en el experto timonel a Cristo, en el mástil, la cruz, en los dos timones, los dos Testamentos, en la vela blanca, al Espíritu Santo. También se encuentra la interpretación de que toda la barca es un símbolo de Cristo crucificado. Puesto que en la construcción de la barca se emplearon tres clases distintas de madera, varios exegetas hablan de la «triple madera» de la cruz. Sin una barca (de maderas sujetas con clavos) no se podría recorrer el mar, y si Cristo no hubiera sido clavado en la cruz de madera no podríamos vencer el mal de este mundo. En la primera época cristiana, una paloma con un ramo de olivo en conexión con la barca significa el alma que ha encontrado la paz; en el simbolismo sepulcral, un faro es imagen de la feliz llegada al puerto celeste. Hasta mitad del siglo iv el áncora era, en sintonía con la carta a los Hebreos, símbolo de la fe, con frecuencia en conexión con el pez (referencia a Cristo y a la eucaristía). La «Navicella» de Giotto en el atrio de San Pedro de Roma representa la nave de la Iglesia en medio de una tempestad. Arca. beso El beso ha tenido desde siempre un significado que va más allá de lo profano. El motivo original debió ser la transmisión de fuerza, pero también desempeñan un papel la necesidad de unión y la de veneración. En cultos antiguos se daba el beso sagrado al umbral del templo, al altar y a la imagen del dios. En Egipto era costumbre besar los pies del soberano equiparado a Dios. Finalmente, e: beso era también signo de pertenen cia a una federación, como en el caso de los arvales, el colegio sacerdotal romano de doce miembros, al que correspondía la realización de la procesión ritual por los campos. El besa a la piedra negra de la Kaaba constituye todavía hoy en el islam el punto culminante de la peregrinación. El beso es un signo de veneración. Cuando Samuel besó a Saúl, rindió con ello homenaje al rey recién elegido (1 Sin 10,1). En el culto idolátrico se doblaba la rodilla ante Baal y se besaba su estatua (1 Re 19,18). El besar los pies significa sometimiento incondicional: «Servid al Señor con temor, besadle los pies temblando» (Sal 2,11). Una sustitución del beso es el beso con la mano. Job se dejó seducir por el resplandor del sol y por el majestuoso caminar de la luna y les «enviaba besos con la mano» (Job 31,27). En el Cantar de los Cantares la esposa desea que su amado la bese (Cant 1,2). El beso unido al abrazo era el saludo entre iguales; en la reconciliación entre Jacob y Esaú, éste se apresuró a recibir a su hermano, «lo abrazó, se le echó al cuello y lo besó» (Gn 33,4). Cuando -en perspectiva escatológica- el favor de Dios se dirija a su pueblo, el amor y la fidelidad se encontrarán, «la justicia y la paz se besan» (Sal 85,11). Aunque el beso es de suyo un signo de afecto y lealtad, Judas Iscariote invirtió su significado al hacerlo un signo de traición (Mt 26,48s). Pablo exhorta así a las jóvenes comunidades cristianas: «Saludaos unos a otros con el beso ritual» (Rom 16,16; 1 Cor 16,20). Con la misma invitación termina la primera carta de Pedro (5,14): «Saludaos unos a otros con el beso fraterno». Pablo se despidió con un beso de la comunidad de Efeso (Hch 20,37). El beso que se da con frecuencia en la liturgia es símbolo del amor sobrenatural. En el ritual del bautismo y de la confirmación, el beso tiene valor de signo de la recepción en la fraternidad cristiana. El beso al altar durante la celebración de la misa, atestiguado desde el siglo iv, fue

favorecido especialmente por el hecho de que el altar se veía como símbolo de Cristo; pero muchas veces el beso fue relacionado también con las reliquias de los mártires que había en el altar. El abrazo que en la misa solemne sigue al «Cordero de Dios» es signo de amor fraterno; al abrazar al diácono, el sacerdote le dice: «La paz sea contigo»; en algunas regiones, este beso de la paz se transmite a la comunidad que asiste a la celebración mediante la «tabla de la paz», hecha de marfil, de metal o de madera, y de ordinario con la imagen del Crucificado. El besar los pies al Papa como signo de suprema reverencia procede del ceremonial imperial romanobizantino. El beso está también extendido en el lenguaje de la mística; así, por ejemplo, Bernardo de Claraval dice que el creyente no sólo quiere contemplar al esposo celeste, sino también besarlo. blanco Desde tiempos antiguos el color blanco juega un gran papel en el culto y en la superstición. Es el color preferido para los animales dedicados a los dioses. Así, el toro de Adad, el dios babilónico del tiempo, se distinguía por su color blanco, y en Roma se ofrecían animales blancos a los dioses del cielo. En Irán, el blanco era el color de Ahura Mazda, el dios bueno y supremo, que tenía incluso el sobrenombre de «el Señor blanco». Los sacerdotes griegos llevaban vestiduras blancas, como también los «elegidos» de los maniqueos. Debido a la conexión del color blanco con lo sagrado y divino, el blanco se encuentra con frecuencia como símbolo de pureza y perfección éticas. El blanco era el color de la alegría y de la fiesta. Ante el hecho de que la vida humana es incomprensible, el predicador Qohelet da este consejo: «Come tu pan con alegría... lleva siempre vestidos blancos y no falte el perfume en tu cabeza» (Ecl 9,7s). Según la ley mosaica, como material para el uso del santuario se prescribía un lienzo fino y blanco (Ex 26,1; 27,9). También la vestidura de los sacerdotes debía estar confeccionada «en oro, púrpura violácea, roja y escarlata, y lino blanco» (Ex 28,5-8); la túnica y el turbante habían de ser también de lino blanco (Ex 28,39). En la visión de Daniel, Dios aparece como un «anciano»: «su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima» (Dn 7,9). De color blanco era también el vestido de lino del ángel cuyo cuerpo era como crisolito (Dn 10,5). El color de la luz intensa se convirtió en el cristianismo en el color sagrado fundamental. En el monte de la transfiguración, el rostro de Cristo brilló como el sol, «y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz» (Mt 17,2); «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Me 9,3). Los ángeles que presenciaron la resurrección del Señor y se sentaron en su tumba iban «vestidos de blanco» (Jn 20,12). En el Apocalipsis, el color blanco simboliza la pureza total y la gloria inmarcesible. Los que vienen de la gran persecución y entran en la Jerusalén celeste «han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7,13s). En la apertura del juicio solemne, salen del santuario los siete ángeles, «vestidos de lino puro esplendente y ceñidos con fajas doradas» (Ap 15,6). El jinete que se pone en marcha para el combate final va en un caballo blanco (Ap 19,11); las tropas del cielo que lo siguen van también «en caballos blancos, vestidos de lino blanco puro» (Ap 19,14). Los vestidos bautismales que los neófitos llevaban en la primera época cristiana eran blancos; ocho días después del bautismo (por Pascua) dejaban estos vestidos, y por eso ese día se llama «Dominica in albis» («Domingo blanco»). Los vestidos blancos de primera comunión de las niñas y el vestido nupcial blanco de las novias son una referencia simbólica a la inocencia y a la virginidad. En el rito litúrgico romano, el color blanco se utiliza en las fiestas del Señor (exceptuando los días de la pasión), en las de la Madre de Dios, en las de los confesores y en las de las vírgenes. bodas Muchas costumbres nupciales pertenecen a los ámbitos de lo mágico y de lo religioso. E1 ruido y las luces deben ahuyentar a los demonios. En los pueblos que mantienen el culto a los

antepasados, también éstos están incluidos en la celebración nupcial. Según una profunda creencia en el misterio, en las nupcias quedan unidos entre sí los polos del ser: el hombre y la mujer, lo celeste y lo terreno y, en cierto sentido, incluso la vida y la muerte, de la que vuelve a brotar la vida. Isis recibe a Horus del difunto Osiris. En muchos pueblos de la Antigüedad, el deseo de unión con lo divino llevaba al «hieros gamos», a las nupcias sagradas; como representante de la divinidad actuaba el rey, el sacerdote, la muchacha del templo, o sencillamente un extranjero. El salmista, rebosante de gozo por el mensaje divino, describe a las personas principales de una boda real: al esposo, «el más bello de los hombres..., porque Dios te bendice para siempre» (Sal 45,3), y a la hija del rey, «rodeada de esplendor» (Sal 45,14); estas figuras, que se acercan a lo supraterreno, hicieron que generaciones posteriores reconocieran en las nupcias un símbolo mesiánico. La imagen de la boda puede convertirse en compendio de la genuina alegría y del júbilo más profundo (Sal 45,16). Como acción simbólica, el Señor ordena a Oseas que se case con una prostituta, «porque el país está prostituido, alejado del Señor» (Os 1,2); aquí el profeta aparece como representante de Yahvé, mientras que la mujer impúdica representa al Israel infiel y adultero. Posiblemente la acción de Oseas debía ridiculizar también la recepción por el pueblo de Israel de los cultos cananeos de la fecundidad, dado que incluso la prostitución sagrada penetró en el templo de Yahvé, aunque fue enérgicamente suprimida por el rey Josías (2 Re 23,7). Según la actitud que Israel adopta respecto a Yahvé, es llamado esposa, mujer o ramera; y, en correspondencia, su alejamiento de Yahvé es estigmatizado como adulterio. El Israel infiel «se ha ido por todos los montes altos y se ha prostituido bajo todo árbol frondoso» (Jr 3,6), es decir, ha adorado a dioses extranjeros (cf. también Ez 16,15s). Pablo designa la unión de hombre y mujer como un gran misterio y lo aplica expresamente a Cristo y a la Iglesia; desde esta perspectiva hay que entender también la frase: «La mujer debe respetar al marido (Ef 5,31ss). La parábola de las cinco vírgenes necias y de las cinco prudentes es un símbolo de la parusía. Las cinco prudentes salieron con sus lámparas al encuentro del novio, «entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta» (Mt 25,10). El salón de bodas es el cielo, en el que no pudieron entrar las vírgenes necias. En otra parábola el rey llamó a los invitados a la boda, «pero ellos no quisieron ir», no prestaron atención a la buena noticia. Finalmente, los criados del rey reunieron a todos los que encontraron, «malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de comensales». Pero el que no llevaba «traje de boda» fue arrojado por orden del rey a las tinieblas (Mt 22,1-14). De los incrédulos y rebeldes se habla como de una «generación adúltera» (Me 8,38). El júbilo por la unión de Dios con los fieles se expresa en el Apocalipsis en la imagen de la boda: «Hagamos fiesta, saltemos de gozo... porque han llegado las bodas del Cordero. La esposa se ha ataviado». «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 7.9). La boda de Caná Un 2,1-11) fue interpretada con frecuencia en la Edad Media, siguiendo a Agustín, como imagen de la boda de Cristo con la Iglesia; las seis tinajas aludirían a los seis períodos del Antiguo Testamento. Bernardo de Claraval vio en las imágenes del Cantar de los Cantares el gozo del alma unida a Cristo. La imagen de la boda tiene un profundo significado en la virginidad ascética; las «esposas de Cristo» entregan a Cristo no sólo su alma, sino también su cuerpo. Catalina de Siena, que hizo voto de virginidad ya a los siete años, contempla en una visión a Cristo dándole el anillo de esposa. Esposo, esposa. brazo El brazo participa en mayor o menor medida en todas las actividades de la mano, especialmente en aquellas que exigen cierto esfuerzo. Debido a ello, en el lenguaje simbólico, los significados de brazo y de mano se entrecruzan. El brazo levantado es signo de fuerza y caracteriza a los dioses. El Marduk babilónico mata con el brazo

levantado al dragón del caos, el dios sirio del tiempo agita en su mano derecha una maza mientras su izquierda sostiene un haz de rayos, y el dios egipcio del aire, Shu, separa cielo y tierra con sus brazos. El Señor liberó a su pueblo de la esclavitud y lo redimió con brazo extendido y con severos castigos (Ex 6,6). Cuando Moisés repitió a todo Israel los diez mandamientos para recalcárselos de nuevo, le dijo: =Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que te sacó de allí el Señor, tu Dios, con mano fuerte y con brazo extendido» (Dt 5,15). El gesto de protección para el propio pueblo se convierte en gesto de amenaza y de juicio para los enemigos. «El Señor hará oir la majestad de su voz, mostrará su brazo que descarga con ira furiosa y llama devoradora, con tormenta y aguacero y pedrisco» (Is 30,30); en esta visión grandiosa del profeta, las fuerzas destructoras de la naturaleza no son otra cosa que el brazo temible de Dios. En Sal 89,10s se describe cómo el Señor domeña la arrogancia del mar, destroza con su fuerza al espantoso Rahab y dispersa a los enemigos «con brazo poderoso». En una profecía de tono casi inquietante de Isaías, el brazo del Señor se convierte en el siervo doliente de Dios, que lleva nuestras enfermedades, carga sobre sí nuestra maldad y es traspasado (Is 53,1-12). En Juan (12,38), el pasaje de Isaías sobre el brazo del Señor es referido expresamente a Cristo; en él se ha cumplido la palabra del profeta. Cuando María se percató de la grandeza de Dios dijo: «Su brazo interviene con fuerza, desbarata los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes» (Le 1,51s). En el arte cristiano antiguo, que evitaba la representación de Dios, se empleó el brazo o incluso sólo la mano como símbolo de la divinidad. En la famosa «Creación de Adán» de Miguel Angel, aparece el brazo extendido, que transmite la fuerza divina a través de la mano y el dedo índice, como órgano de la Creación. Merece especial mención el motivo de la cruz viviente (empleado en la alta Edad Media), en la que de cada uno de los lados crece un brazo humano; el brazo superior abre el cielo con una llave, el inferior golpea con un martillo el infierno, el derecho (desde la posición del Crucificado) corona a la Iglesia y el izquierdo mata a la sinagoga con una espada. caballo El caballo, el animal más rápido que el hombre podía domesticar, se convirtió muy pronto en imagen de la carrera del sol y de la luna; los caballos blancos hacen referencia a la divinidad de la luz, mientras que los negros son atributo de la diosa de la noche. En la mitología védica se dice que la aurora conduce el caballo blanco, es decir, el sol; en otro pasaje del Rigveda el sol es llamado «semental». El significado solar del caballo se manifiesta en la elección de Darío para ser rey: ante el hecho de que su caballo relincha primero hacia oriente, es nombrado soberano de Persia. Es conocida la representación del dios griego del sol, Helios, viajando por el cielo en una cuadriga blanca. Astarté, la diosa semítica occidental de la fecundidad y de la guerra, era «señora de los caballos». En la mayoría de los pueblos indogermánicos se consideraba al caballo como un animal profético; ya Heródoto habla del oráculo del caballo de los persas. El caballo es imagen del ansia de lucha y del orgullo. «Se apareja el caballo para el combate, pero la victoria la da el Señor» (Pr 21,31). El caballo de guerra escarba en el campo de batalla, gozoso de su fuerza, «con resoplido terrible y majestuoso» (Jb 39,20s). En el anuncio de a caída de Babilonia dice el Señor : «Aunque festejéis bulliciosamente, ladrones de mi heredad, aunque brinquéis como novilla en el prado y relinchéis como sementales, vuestra madre quedará avergonzada... convertida en la última de las naciones» (Jr 50,11). Los sementales pueden aludir también al placer desenfrenado de los sentidos (Jr 5,8). En los Salmos resuena esta clara advertencia: «No seas irracional, como caballo o mulo que hay que domar con freno y bocado antes de acercarse» (32,9). No es bueno confiar en las fuerzas terrenas: «Vana cosa el caballo para la victoria, ni con todo su vigor puede proteger a nadie» (Sal 33,17). Como

animal noble, el caballo puede ser también portador de la revelación de lo divino; así ocurre cuando los cascabeles de los caballos llevan escrito: «Consagrado al Señor» (Za 14,20). Precisamente en el profeta Zacarías el caballo aparece una y otra vez al servicio de Dios; en una visión, el profeta contempla entre los mirtos varios caballos de diversos colores, conducidos por un jinete sobre un caballo alazán: «a éstos los ha enviado el Señor para que recorran la tierra» (Za 1,8ss). Algunos quisieron reconocer poderes angélicos en los caballos enviados por Dios, como también en las cuadrigas que salen a los cuatro vientos y «están al servicio del Dueño de todo el mundo» (Za 6,18). En su calidad de juez, el Señor se sirve del caballo, que, montado por un terrible jinete y espléndidamente enjaezado, ataca con sus patas delanteras al ladrón del templo Heliodoro (2M 3,25). Cinco hombres resplandecientes montando caballos con frenos de oro aparecieron en el cielo y se pusieron a la vanguardia de los judíos en el combate contra los enemigos de Dios (2M 10,29). Bajo el influjo del culto al caballo de los pueblos circunvecinos, los reyes de Judá erigieron estatuas de caballos en honor del sol a la entrada del templo de Judá, pero el rey Josías los hizo desaparecer al abolir la idolatría (2R 23,11). En el Apocalipsis, al abrir los cuatro primeros sellos, aparecen sucesivamente «un caballo blanco: el jinete llevaba un arco, le entregaron una corona y se marchó victorioso para vencer otra vez» (Ap 6,2); «un caballo alazán, a cuyo jinete le dieron una espada grande para quitar la paz» (Ap 6,4); «un caballo negro: su jinete llevaba en la mano una balanza» (Ap 6,5) y, finalmente, un caballo amarillento, cuyo séquito venía del mundo subterráneo (Ap 6,8). Mientras que los tres últimos jinetes significan la guerra, el hambre y la muerte, respectivamente, no está claro si el primero significa también una desgracia o si se trata ya de Cristo mismo, que después aparece como juez: «Vi el cielo abierto y apareció un caballo blanco; su jinete se llama el fiel y el leal», porque juzga y lucha con justicia (Ap 11,9) hasta que todos sus enemigos hayan muerto «con la espada que sale de su boca» (Ap 19,21). En piedras sepulcrales de las catacumbas y en objetos funerarios de la primera época cristiana, las representaciones de los caballos han de entenderse como símbolo de una vida veloz en busca de la meta eterna. En la Edad Media, también el Papa, como «vicario de Cristo», cabalgaba en determinadas ocasiones sobre un caballo blanco enjaezado de rojo y oro; un antiguo símbolo solar se atribuyó conscientemente al «sol invencible» cristiano y a su representante. En cuadros que representan un acontecimiento salvífico -como la crucifixiónlos caballos alejados de Cristo significan la permanencia en la incredulidad. cabello Muchos pueblos consideran el cabello como portador de fuerzas corporales, y con frecuencia también ocultas; a esta creencia contribuyó el observar su crecimiento incesante. El asir los cabellos simboliza el sometimiento de toda la persona, según el principio de «la parte por el todo». Cuando el rey egipcio vencía a un enemigo ilustraba este hecho agarrándolo por el copete. La pérdida del cabello puede equivaler en el mito a la pérdida de la fuerza. Cuando Osiris llora la muerte de Isis se corta un rizo en señal de luto. El corte del cabello -por ejemplo, la costumbre de los sacerdotes egipcios de raparse la cabeza- puede ser también, partiendo de la idea de la ofrenda, un símbolo del sometimiento del hombre al poder divino. Los israelitas llevaban el cabello largo; también en Mesopotamia ésta era una costumbre de los hombres libres e irreprochables. Los que hacían el voto del nazareato de consagrarse al Señor no debían cortarse el cabello mientras duraba su voto (Nm 6,5). Sansón era un hombre consagrado a Dios que, al revelar su secreto y perder sus rizos, perdió también su legendaria fuerza (Jue 16,17ss). En general, la calva se considerab una vergüenza; por eso en una ocasión los niños se burlan de Eliseo (2 Re 2,23). Los hombres se cortaban el cabello y la barba en señal de luto. En Moab, juzgada por el Señor a causa de su orgullo, se oyen gritos de lamento y «todas las cabezas están calvas y las

barbas rapadas» (Jr 48,37). Es un signo manifiesto del juicio la «navaja alquilada al otro lado del Eufrates», con la que el Señor le afeitará a Judá «la cabeza y el pelo de sus partes y le rapará la barba» (Is 7,20); la navaja de la que el Señor se sirve es el rey de Asiria; la pérdida del cabello significa vergüenza, esclavitud y muerte. Entre los levitas la pérdida del cabello tiene otro significado: «se pasarán la navaja por todo el cuerpo» (Nm 8,7). El corte del pelo es aquí expresión de humildad y de disponibilidad para el servicio de Dios. Pablo fue durante largo tiempo nazireo y, como tal, tenía que dejarse crecer el cabello. Cuando fue a Cencreas había expirado el tiempo de su voto y se afeitó la cabeza (Hch 18,18). Dios tendrá cuidado de que no se pierda ni un pequeño cabello de sus fieles. «Pues de vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados» (Mt 10,30). Jesús predice a sus discípulos que serán odiados por todos por creer en él y añade: «Pero no perderéis ni un pelo de la cabeza» (Le 21,17s). El corte de los cabellos de quienes entran a formar parte del estado de los clérigos es expresión de su renuncia al mundo. La tonsura de los benedictinos consiste en dos cortes paralelos del cabello como símbolo de la corona de espinas. Cuando en la leyenda del obispo Amadeo de Maastrich se considera el corte del cabello como un medio para apartar los malos pensamientos, se desconoce ya el significado original de esta acción. cabeza El órgano principal del hombre es la cabeza, que, debido a su orientación hacia el cielo, adquirió muy pronto significado religioso. El estar «cabeza abajo» significa la inversión del orden natural. La cabeza es portadora de la conciencia, del yo; representa a toda la persona. El que lleva una máscara delante del rostro, es decir, se pone otra cabeza, es otro ser. Según una tradición de la antigua Mesopotamia, un dios tuvo que cortarse la cabeza para que de su sangre y de la tierra pudieran ser hechos los hombres y los animales. Atenea nació de la cabeza de Zeus. La cabeza, que conduce y dirige todo el cuerpo, se convierte en una imagen verbal de la soberanía. El victorioso David se llama «cabeza de los pueblos» (2 Sin 22,44). El Señor promete a Israel, si le obedece, «ponerlo a la cabeza, no a la cola; hacer que vaya siempre hacia adelante, nunca hacia atrás» (Dt 28,13). Pero el dominador supremo es Yahvé: «A ti, Señor, la grandeza, el poder, el honor, la majestad y la gloria... Como cabeza, estás por encima de todos» (1 Cr 29,1 l). Dios vencerá a todos sus adversarios y aplastará «las cabezas de sus enemigos, los cráneos de los que han incurrido en reato» (Sal 68,22). La cabeza irradia la esencia de la persona; por eso en el Cantar de los Cantares (5,11) se dice de la esposa celeste: «Su cabeza es del oro más puro». La cabeza juega también un papel importante en el lenguaje de los gestos. La cabeza erguida significa alegría y confianza (Sal 110,7). «Que si era culpable, ¡ay de mí!; que si era inocente, no levantaría cabeza, y me saciaría de afrentas y miserias» (Job 10,15). El que está de luto esparce polvo (Neh 9,1) o ceniza sobre su cabeza (Lam 2,10). El que hace el bien al enemigo reúne carbones encendidos sobre su cabeza, una imagen de la venganza que, en su nobleza, avergüenza al enemigo (Prov 25,22). Según el apóstol Pablo, el hombre es señor de la mujer, pero Cristo «es cabeza de todo hombre... y Dios cabeza de Cristo» (1 Cor 11,3). Puesto que el hombre es «imagen y reflejo de Dios», no debe cubrirse la cabeza para orar (1 Cor 11,7). El Padre celestial puso todas las cosas bajo los pies de Cristo «y a El lo hizo, por encima de todo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, el complemento del que llena totalmente el universo» (Ef 1,22). Cristo es «cabeza de toda soberanía y autoridad» (Col 2,10), es decir, el verdadero soberano universal. Puesto que la cabeza estaba considerada como sede de la vida, la decapitación separaba de la vida no sólo en la realidad, sino también en sentido figurado. En el arte medieval se encuentra la cabeza como atributo de David, en las pinturas de su lucha con Goliat (1 Sin 17,51), y de Judit, que cortó la cabeza a Holofernes (Jdt 13). Una cabeza cortada en una bandeja es

atributo de Juan Bautista (Mt 14,1-12). El mártir que sostiene en sus manos su cabeza cortada hace con ella una última ofrenda a Dios; uno de los más conocidos es Dionisio, obispo de París. La creencia del pueblo sencillo de que en la cabeza de los santos sobrevive una fuerza vital misteriosa condujo a la veneración de las reliquias de la cabeza y de su reproducción (por ejemplo, el motivo de la bandeja de Juan Bautista). La idea de que la cabeza representa a toda la persona se reconoce en la representación de ángeles como cabezas aladas sin cuerpo en el relieve de la Trinidad de Donatello en Florencia (luego San Michele). camino Como todo lo creado, el hombre se encuentra en constante movimiento, y todo movimiento que se produce en el espacio y el tiempo describe un camino. Toda actuación del hombre pertenece al camino de su vida. Los egipcios veían una indicación visible de su propio camino en el curso del sol, que les daba también esperanza en una supervivencia después de la muerte. Todas las religiones tratan de indicar a sus seguidores el camino recto a través de la vida. Hay numerosos ritos que representan las estaciones de la vida de la divinidad venerada como una «imitación de Dios». En la fiesta babilónica de año nuevo se representaba dramáticamente el camino de la vida del dios Bel, su descenso al mundo subterráneo y su retorno. Los egipcios creían ver en el drama de los misterios de Osiris, en su muerte y su resurrección, el camino de su propia vida. En el mundo de las creencias iranias, la imagen del camino se extendió al camino del viaje al cielo. En el Antiguo Testamento, el camino tiene un triple significado. En primer lugar, es el plan divino sobre el mundo, basado en el designio inescrutable de Yahvé. Por eso puede decir el Señor: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). «Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes» (Is 55,9). El segundo significado es el de camino de la vida. Toda la vida del hombre es un camino (Prov 20,24), que no está oculto a Dios (Sal 139,3). «¿No ve El mis caminos, no me cuenta los pasos?» (Job 31,4). Dios tiene en su manos todos los caminos y todas las sendas le pertenecen (Dan 5,23). Finalmente, «camino» significa el comportamiento, la conducta de un hombre respecto a los preceptos de Dios. Abraham fue elegido «para instruir a sus hijos, su casa y sus sucesores, a mantenerse en el camino del Señor practicando la justicia y el derecho» (Gn 18,19). El «camino de la salvación» es la vida según la voluntad de Dios; el que lo siga, encontrará reposo (Jr 6,16). «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas» (Is 2,3). No sólo existe el camino de los justos, sino también la senda de los malvados (Sal 1,6). A Israel se le invita repetidas veces a seguir el camino de Dios, pero, en último término, Dios deja a la libertad del hombre elegir «el camino de la vida» o «el camino de la muerte» (Jr 21,8). La expresión «camino de Dios» designa la conducta humana indicada por Dios (Me 12,14). La imagen veterotestamentaria de los dos caminos, el bueno y el malo, reaparece en el sermón de la montaña: «Ancha es la puerta y amplia la calle que lleva a la perdición, y muchos entran por ellas. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el callejón que llevan a la vida! Y pocos dan con ellos» (Mt 7,13s). El punto culminante del simbolismo bíblico del camino es el testimonio de Jesús sobre sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí» Un 14,6). Jesucristo no necesita ningún camino para ir al Padre, El mismo es el camino. Y no sólo es el camino, sino también la meta, es decir, la vida. «Por su carne», es decir, por sí mismo, abrió ese camino a todos los hombres (Heb 10,20). El que siga el camino de Cristo entrará en el Reino de los Cielos. De esta convicción nació la obra La imitación de Cristo de Tomás de Kempis. En el año litúrgico se hacen presentes sin cesar los misterios salvíhcos del camino de Cristo (nacimiento, muerte y resurrección). Los «viacrucis» que aparecieron en los siglos XV y xvt, con las estaciones -que sólo más tarde se

fijaron en 14- querían recordar el camino de dolor por el que Cristo fue llevado a la crucifixión. A pesar de todo el apego terreno, el creyente espera encontrar la «via sacra», el camino sagrado, el camino de la salvación cuando se acerca al altar a través de las puertas de la Iglesia. Todo peregrinaje recuerda al peregrino que nuestra vida en la tierra sólo es una peregrinación al cielo. campo Los pueblos antiguos percibieron como femenina la tierra que recibe la semilla, el campo. El dios sirio Baal fue llamado «esposa de los campos». Los frutos del campo son, en último término, propiedad de la divinidad. El cultivo del campo se relacionó con la vida humana. Las acciones de labrar el campo, sembrar y cosechar, representadas en las ilustraciones egipcias del Libro de los muertos, son expresión de la esperanza en la supervivencia. La vinculación esencial del hombre y la tierra se manifiesta en que, por el pecado de Adán, el suelo será maldito: «Comerás de él con fatiga mientras vivas» (Gn 3,17). Desde entonces el hombre tiene que alimentarse con el sudor de su frente hasta que vuelva al suelo, del que procede (Gn 3,18). La roturación del campo por el labrado (nueva ruptura) es una imagen de la penitencia y del nuevo comienzo (Jr 4,3). El campo, que está bajo la maldición del pecado original, se convierte en una imagen del mundo terreno. Así se dice en Mateo: «El campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los secuaces del Malo». Los hombres son «campo de Dios» (1 Cor 3,9). En el campo del mundo, el hombre puede encontrar el reinado de Dios como un tesoro oculto (Mt 13,44); es decir, el reinado de Dios no está en una lejanía irreal, sino como valor supremo en medio de nuestra vida. En la Iglesia del medioevo, un campo no cultivado era uno de los símbolos de María. Así como Adán fue formado de la tierra aún no trabajada, así Cristo nace de María virgen. En la Iglesia ortodoxa se lee el día de la Anunciación: «Como un campo sin cultivar, hiciste brotar la espiga divina». --> Suelo ->Tierra. caña El hecho de que la caña sea la primera planta de las regiones cálidas que, después de una sequía, E-~zel••e a brotar en el lecho del río la hizo convertirse en un símbolo de la vida. La raíz de la caña se consideraba en Oriente un afrodisíaco. La fuerza por la que sobrevive a la muerte del tallo es reivindicada en un antiguo texto de las pirámides cuando se dice de Horus que, pasando por encima de dos haces de cañas, traspasa el horizonte, es decir, vuelve a nacer. En la Biblia, la caña aparece con diversas funciones y signifcados. Puede ser «ágil pluma de escribano» (Sal 45,2), pero también servir de «caña de medida» (Ez 40,5). En el Libro de la Sabiduría (3,7), la gloria de los justos en el juicio final se compara con el chisporroteo de una caña ardiendo -frase que se traduce también por «chispas que prenden en los rastrojos»-. En los profetas, la caña es una imagen de debilidad, especialmente de la posición quebradiza del poder de Egipto, que se traduce en desventaja para los que pactan con él: «Porque has sido bastón de caña para la casa de Israel: cuando su mano te empuñaba, te chascaste y le horadaste la mano» (Ez 29,6). Pero la caña puede también hacer referencia a la misericordia de Dios, que no quiebra una caña cascada, como tampoco apaga una mecha humeante (Is 42,3). En el Nuevo Testamento, la caña es una imagen de la falta de solidez interior; las personas inconstantes son como «una caña sacudida por el viento» (Mt 11,7; Le 7,24). En una escena de la pasión de Jesús, los soldados romanos le pusieron en la mano una caña como cetro y con ella le golpearon la cabeza (Mt 27,29ss); la caña es aquí signo de humildad. En el arte cristiano, la caña aparece -en sintonía con el relato de la pasión- en la escena de la burla de los soldados y en la del «Ecce homo». En los siglos Xvi y XVII, la caña se emplea como emblema del nacimiento de la Virgen María (una reaparición del antiquísimo simbolismo de la vida) y de la misericordia de Dios. carbones

Puesto que no se ha demostrado que en el ámbito palestinense se utilizara el carbón mineral en época precristiana, cuando en la Biblia aparecen «carbones» (en la traducción de Lutero, con frecuencia «ascuas»), debe tratarse de carbones de madera. Ezequiel contempló la terrible majestad de Dios como «fuego llameante que inundaba todo el lugar de resplandor»; en él estaban los cuatro seres vivientes, y entre ellos «había como ascuas encendidas» (Ez 1,13). Las ascuas son una imagen de la vida que está contenida en Dios y de la que participa también el altar -como trono terreno del Señor-. En la vocación de Isaías, un serafín voló hacia él, tocó su boca con un ascua que «había cogido con unas tenazas del altar» y le dijo: «Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado» (Is 6,6s). Diversas traducciones de la Biblia hablan simplemente de «una piedra incandescente», como las que se empleaban a diario para cocer el pan. El que acaba con el último vástago de una familia, de modo que no quede ni «apellido ni descendencia sobre la tierra», apaga su última brasa (2S 14,7). Las ascuas pertenecen también a la manifestación de la cólera divina: «de su nariz se alzaba una humareda, de su boca un fuego voraz y lanzaba ascuas al rojo» (2S 22,9). Las ascuas son, en sentido muy genérico, una imagen de lo espantoso, de lo amenazante, y por eso pueden ser un distintivo del Leviatán, el monstruo en forma de cocodrilo; de sus fauces «salen antorchas encendidas... su aliento prende fuego a los carbones» (Jb 40,11s). Los Padres griegos de la Iglesia vieron en el ascua de la visión de Isaías un símbolo de Cristo. En la liturgia de Santiago, el sacerdote dice antes de distribuir los panes consagrados: «El Señor nos bendecirá y nos hará dignos de coger con las tenazas puras de los dedos los carbones encendidos, y de ponerlos en la lengua de los fieles para la purificación y renovación de sus almas y cuerpos». Según una creencia popular, el carbón procedente de la cruz de Cristo o de un árbol quemado por un rayo tiene una especial fuerza benéfica; con él se pintaban cruces en la puerta y, en tiempo de los docenarios, se ahumaba con él para ahuyentar a los difuntos y a los espíritus de alrededor. carne La palabra hebrea para expresar carne («basar») puede significar muy genéricamente el «cuerpo» y con frecuencia se traduce también por «hombre» (cf. Ex 30,32; 1 Re 21,17). Puesto que la descendencia corporal se caracteriza por la carne, la palabra se emplea como eufemismo de «vergüenzas» o, en concreto, del «miembro de la generación». «Cualquier hombre que tenga flujo de su carne es impuro a causa del flujo» (Lv 15,2; con más claridad aún en Ez 16,26 y 23,20). La frase «tú eres mi carne y mi hueso» indica el parentesco desangre o de familia. Cuando Abimelec fue a casa de sus tíos maternos, señaló que procedía de su «carne y hueso» (Jue 9,2). Las tribus de Israel dijeron al rey David: «Mira, somos tu hueso y tu carne» (2 Sin 5,1). La expresión «toda carne» equivale a «todo hombre». Ya al principio de los tiempos, a causa del pecado original, «toda carne sobre la tierra» se había corrompido (Gn 6,12). Puesto que Dios «da alimento a toda carne», su benevolencia durará por siempre (Sal 136,25). Pero la carne también indica la debilidad y transitoriedad del hombre. Dado que los deseos de la carne han vencido sobre el espíritu, el Espíritu del Señor no permanecerá para siempre en el hombre; la vida del hombre está limitada en el tiempo, su carne es mortal (Gn 6,3). «Toda carne se consumirá como la ropa, porque el decreto eterno es "Has de morir"» (Eclo 14,17). Dios ve más que los hombres, no tiene ojos de carne (Job 10,4). El que sólo tiene como aliados «brazos de carne» confía en una ayuda ineficaz (2 Cr 32,8). La expresión oral «carne y sangre» indica la impotencia y la transitoriedad del hombre. Los discípulos de Jesús recibieron una revelación no de la carne y de la sangre, sino de Dios mismo (Mt 16,17). «La carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios, ni lo ya corrompido puede heredarla incorrupción» (1 Cor 15,50). La antigua profecía de que «toda carne», es decir, «todo hombre», verá la salvación de Dios (según Is 40,3-5), se realiza en Cristo (Le 3,6).

La encarnación del Señor es expresada por Juan (1,14) con la conocida frase «Y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». El «cuerpo carnal» de Cristo es su cuerpo humano, mortal, por cuya crucifixión nos redimió («reconcilió») (Col 1,22). Lo carnal significa con frecuencia en Pablo lo natural, lo puramente humano, en oposición a lo sobrenatural, a lo espiritual-celeste. El que sirve en el espíritu de Dios no pondrá su confianza en la carne (Flp 3,3). De aquel en quien se ha sembrado «lo espiritual» se espera en la cosecha algo más que «cosas de la carne» (1 Cor 9,11). «Los que viven sujetos a los bajos instintos ("en la carne") son incapaces de agradar a Dios»; los que sirven a Dios no están sujetos a la carne, sino al Espíritu (Rom 8,8s). La carne y lo carnal aparecen asociados con lo que tiene poco valor, con lo malo. Lo que es carnal está vendido bajo el poder del pecado (Rom 7,14). El «deseo de la carne» aparece como compendio de los vicios del mundo (cf. 1 Jn 2,16). Por eso es comprensible la invitación a crucificar la carne con sus pasiones y deseos (Gál 5,24). carro La concepción de los dioses propia del antiguo Oriente implica que ellos no se desplazan fatigosamente a pie como los seres terrenos, sino que recorren el cielo en un carro. Ya en la antigua Mesopotamia se concebía el recorrido del sol como un viaje en carro del dios Shamash. En mitos hurritas se habla de dos toros, «Día» y «Noche», que tiran del carro del dios del tiempo Teshub. Helios, el dios griego del sol, se traslada de oriente a occidente en un carro tirado por cuatro corceles alados que despiden fuego. En la tierra el carro corresponde al rey. Los sumerios dieron el apelativo de divino al carro de guerra del rey y, conforme a ello, lo consideraron divinizado. Si el soberano aqueménida Darío hizo que lo representaran en un carro de caza lanzando una flecha a un león, esta escena no ha de entenderse solamente como descripción de la caza, sino también como repetición simbólica de la lucha mítica contra el principio del mal. Como instrumento de lucha, el carro es ante todo una imagen del poder y de la guerra (Ex 14,6s). La destrucción del carro de guerra significa la llegada de la paz (Miq 5,9). Dios «destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; destruirá los arcos de guerra y dictará paz a las naciones» (Zac 9,10). La idea frecuente en Babilonia de la manifestación de Dios -en un carro- penetra también en el mundo conceptual de los israelitas que vivían en el exilio. El trono, conocido ya antes de Ezequiel, se convierte ahora en carro del trono, guiado o tirado por los querubines («seres vivientes»). «Al caminar los seres vivientes, avanzaban a su lado las ruedas», más aún, «llevaban el espíritu de los seres vivientes» (Ez 1,19ss; c£ también 10,16). Es cierto que el profeta no llamó «carro» («merkaba») al trono llevado por los querubines, pero los escritores posteriores tomaron este nombre para la visión de Ezequiel. Un pasaje probablemente anterior, según el cual David elaboró «el proyecto del carro de los querubines de oro, que cubren con sus alas el arca de la alianza del Señor» (1 Cr 28,18) no tiene paralelos en los libros de los Reyes y debería tener su origen en el mismo Ezequiel. El carro de Dios de Isaías es más bien una imagen poética: «Porque el Señor llegará con fuego y sus carros como torbellino, para desfogar con ardor su ira y su indignación con llamas» (Is 66,15). Dios hace que las nubes le sirvan de carroza y avanza en las alas del viento (Sal 104,3). La frase «los carros de Dios son miles y miles» (Sal 68,18) significa que el poder de Dios es indescriptible. En uno de sus carros, un carro de fuego con caballos de fuego, subió al cielo Elías (2 Re 2,11). En la patrística aparece la imagen de Cristo como conductor del carro divino; en parte se le considera el único verdadero Helios, que se levanta de la oscuridad (= la tumba) con el carro del triunfo (así Anastasio el Sinaíta), y en parte es el conductor enviado por Dios, que conduce a los creyentes a la inmortalidad (así Clemente de Alejandría). Tiziano pintó el carro triunfal del Cristo, tirado por los cuatro seres simbólicos de los evangelistas. San Francisco se apareció a sus seguidores dirigiéndose al cielo en un carro de fuego.

carroña El israelita no podía comer ni tocar la carne de animales muertos que no fueran matados para los sacrificios o para comida. La carroña, abandonada a la putrefacción, era una imagen de la muerte y, en consecuencia, también de la lejanía de Dios. El cadáver de los incrédulos es designado a veces como carroña o estiércol (2 Re 9,37). Cuando el profeta Ezequiel afirma de sí mismo que nunca ha comido «carne de animal muerto o despedazado por una fiera» y que nunca ha entrado en su boca «carne de deshecho», sus palabras quieren dar testimonio de su fidelidad a la ley y de su adhesión a Dios. La carroña arrojada a los animales del campo y a las aves para que la devoren es una imagen de Egipto, que ha incurrido en el juicio divino (Ez 32,3-5). Así como en el cadáver del león vencido por Sansón se establece un enjambre y se encuentra miel (Jue 14,8), así Dios puede suscitar vida de la muerte y de la descomposición. Según el relato de los evangelistas (Mt 24,28; Le 17,37), al final de los tiempos, el Señor se acercará como un buitre (según otra traducción, como un águila) a los hombres que han caído en el pecado, a la carroña; porque «donde está la carroña, allí se reúnen los buitres». En una interpretación simbólica se deduce de ello que los que confían en Dios no tendrán el hedor de la descomposición, sino el dulce aroma de la vida eterna. casa La casa es el lugar de residencia más importante del hombre <.~>~llr_ado. En su casa el hombre se siente en el centro del mundo; más aún, la casa misma se convierte en imagen del mundo entero. El Awesta llama al cielo una «casa». Según los estoicos, el mundo es la casa común de los dioses y de los hombres. Bajo el techo protector de la casa viene el hombre al mundo. En egipcio, la palabra «casa» era al mismo tiempo una imagen del seno materno; la diosa Hathor es la «casa de Horus». En época anterior, probablemente, el difunto era enterrado también en la casa. Según una creencia egipcia, el difunto debía poder abandonar su ataúd como una casa, y esto se indicaba haciendo una puerta simulada en el sepulcro. Los romanos designaban la tumba como «casa eterna». Por «casa de Dios» hay que entender el lugar de la presencia especial del Señor; en el sentido más amplio, es el pueblo de Israel; así se dice que Dios confió a Moisés «toda su casa» (Nm 12,7). En sentido propio, por «casa de Dios» hay que entender el santuario terreno, sobre todo la tienda de la fundación (Ex 34,26) y el templo. Cuando terminó la construcción del templo, Salomón hizo llevar regalos para su dedicación, oro, plata y vasos, «a la cámara del tesoro de la casa de Dios» (2 Cr 5,1). Todo lugar de una teofanía se convierte en lugar sagrado y así puede ser conocido como morada de Dios. Cuando Jacob despertó del sueño en el que vio una escalera que llegaba al cielo, dijo: «Realmente, el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía... Es nada menos que la morada de Dios (`etEl") y la puerta del cielo» (Gn 28,16s). El ámbito de dominio del faraón se designa como «casa de esclavos» (Ex 13,33; Jos 24,17). El lugar de los muertos se convierte en la «casa eterna». «El hombre marcha á la morada eterna y el cortejo fúnebre recorre las calles» (Ecl 12,5). Finalmente, el concepto de casa se aplica también a sus moradores, a la familia, la estirpe y la tribu; por eso se habla de la casa de David o de la casa de Leví (2 Sin 3,1; Sal 135,20). En el Nuevo Testamento, la comunidad cristiana, la «iglesia», se convierte en la casa de Dios. En la comunión con Cristo «también vosotros sois edificados como casa espiritual, formando un sacerdocio santo» (1 Pe 2,5). Cristo está por encima de su casa; «y esa casa somos nosotros» (Heb 3,6), y los que creen y confían en Cristo ya no tienen que vagar como extranjeros en este mundo, sino que son «conciudadanos de los consagrados y familia de Dios» (Ef 2,19). Él Señor anuncia a sus discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas» Un 14,2); se trata de una referencia al cielo. Cuando se derrumbe «el albergue terreno» (es decir, el cuerpo mortal), recibiremos de Dios «un albergue eterno en el cielo no construido por hombres» (2 Cor 5,1).

En la primera época del cristianismo, la puerta representada en los sarcófagos y las palabras «casa eterna» en las inscripciones funerarias enlazan con la antiquísima concepción de la tumba como casa. casco Como protección de la cabeza, el escudo -originariamente como gorra de cuero y después provisto de guarniciones de metal- era conocido por los babilonios, asirios y sirios, pero no por los egipcios. Dado que protegía la cabeza con sus órganos sensoriales, el escudo adquirió pronto un significado que iba más allá de su finalidad de defensa. Así como se creía que la cabeza tenía una conexión especial con lo celeste-divino, lo mismo se pensaba del casco. Los cascos de los dioses sirios Baal y Reshep están provistos de cuernos. La armadura de Palas Atenea incluye, además del escudo y la lanza, el casco; en las monedas el casco estaba con frecuencia adornado por una estrella. Como arma terrena, incluso un casco de bronce es inútil en la lucha por bienes superiores, como pone de manifiesto la lucha entre el filisteo Goliat y David (1 Sin 17,5.38-51). Sólo en Dios mismo puede el casco ser perfecto. En la lucha contra los enemigos de Sión, el Señor «se puso por coraza la justicia y por casco la salvación» (Is 59,17). La armadura divina, en la que rebota todo lo malo, se convierte en bendición para su pueblo. También los seguidores de Cristo son hostilizados por los poderes de las tinieblas, pero obtendrán la victoria con las armas de la fe. Por eso Pablo les dice: «Tomad por casco la salvación» (Ef 6,17). «En cambio, nosotros, que pertenecemos al día, estemos despejados y armados: la fe y el amor mutuo sean nuestra coraza; la esperanza de la salvación, nuestro casco» (1 Tes 5,8). El amito, un ornamento litúrgico que se pone envolviendo primero la cabeza, es designado, según los textos citados de Isaías y de Pablo, como «casco de la salvación»; y, dado que después envuelve el cuello, se convierte también en un símbolo de la «castigatio vocis», de la contención de la voz. En algunas representaciones medievales, la Iglesia aparece armada con casco y escudo, que son las armas de la fe. castillo El castillo, levantado de ordinario sobre una colina para su defensa, es una imagen de lo inaccesible e imperturbable. Así como el castillo, o la ciudad fortificada, debe ofrecer seguridad frente a los ataques enemigos, así también los israelitas esperaban encontrar en Dios refugio frente a todo mal de este mundo. En una oración de acción de gracias, David alaba al Señor como «mi roca, mi alcázar» (2 Sin 22,2). Esta imagen reaparece continuamente en los Salmos. «Sé mi roca de refugio, alcázar que me salve; porque Tú eres mi peña y mi alcázar» (Sal 31,3s). El que cree en Dios, puede sentirse seguro. «Tú que habitas al amparo del Altísimo, que vives a la sombra del Todopoderoso, di al Señor: "Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti"» (Sal 91,1s; cf. también 71,3; 144,2). Cuando es sentenciado el castigo sobre los incrédulos y tiemblan el cielo y la tierra, «el Señor será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas» (Jl 4,16). También el gran adversario de Yahvé se llama «el dios de la ciudadela», pero los que lo sirven no reciben la recompensa celeste, sino tesoros terrenales y, por tanto, perecederos., (Dn 11,38s). Según Juan Crisóstomo, la te cristiana protege, como los muros y las torres, contra los poderes del mal. La imagen aplicada a Dios en los Salmos inspira uno de los más famosos cantos de la Reforma: «Nuestro Dios es un castillo fortificado». Como reflejo infernal, también el reino de Satanás -rodeado de resplandor de fuego- se representa como castillo; en el cuadro del juicio final de Stephan Lochner se asocian abismo infernal y castillo. Cuando se renuncia a una clara traducción del castillo -como en el tema de la liberación de las almas del mundo subterráneo por obra de Cristo- su imagen es sugerida con frecuencia por los restos de muros esparcidos por el suelo, los batientes de las puertas y los cerrojos. caza, cazador La caza, ligada a multitud de costumbres mágicas, puede tener dos significados que

exceden lo cotidiano; en primer lugar, el dar caza o matar al animal en cuestión puede equivaler al sometimiento o destrucción de poderes peligrosos y malvados; en segundo lugar, el animal cazado puede ser también guía para buscar un bien deseable, e incluso personificar lo divino. Entre los antiguos egipcios la acción de cazar se asemejaba a veces a un drama cultual en el que el animal perseguido ejercía el papel del enemigo y era símbolo del mal; en algunos relieves aparece el dios Horus cazando a Seth, bajo forma de caballo del Nilo, y matándolo con una lanza. Determinadas inscripciones del sur de Arabia permiten afirmar que, en época preislámica, se llevaban a cabo cazas rituales de animales sagrados, que en cierto sentido representaban a su divinidad. Un antiguo mito indogermánico habla de la caza del ciervo solar, motivo que más tarde reaparece bajo otra forma en la leyenda cristiana. El primer cazador mencionado en la Biblia fue Nemrod, de quien se afirma que fue «el primer soldado del mundo». Después se dice que fue «un intrépido cazador ante el Señor» (Gn 10,8s); por el texto no está del todo claro si esto ha de entenderse en sentido positivo o negativo. Es perfectamente posible que Nemrod, subyugador de los pueblos vecinos, fuera utilizado por el Señor como instrumento. En general, Dios tiene mayor estima por el pacífico pastor que por el cazador, como parece deducirse también de la preferencia por Jacob, que solía vivir en tiendas, frente al «experto cazador» Esaú (Gn 25,27). El cazador, que pone trampas y lazos para los animales, se convirtió en imagen de la persecución. El mar agitado y turbulento de los pueblos es «cazado como tamo por el viento, como vilano por el vendaval» (Is 17,13). Hablando del Israel pecador, el Señor dice que enviará muchos cazadores «a cazarlos por montes y valles, por las hendiduras de las peñas» (Jr 16,16). El mismo Yahvé puede aparecer bajo la imagen de un cazador, como cuando Jacob se queja de que Dios ha echado sus redes alrededor de él (Job 19,6). Precisamente porque el Señor es el verdadero gran cazador, puede salvar también al hombre «de la red del cazador, de la peste funesta» (Sal 91,3). En el Medioevo cristiano la caza se utilizó con frecuencia como símbolo de la caza del alma por el diablo; sobre todo en la arquitectura románica, los centauros con arco han de interpretarse como seres amenazadores y malvados. Por otra parte, en el maestro Eckhart aparece la imagen del alma que persigue a Cristo. La leyenda habla del apasionado cazador Eustaquio -y, en términos parecidos, de Huberto-, a quien, estando un día de caza, se le apareció un gran ciervo con una cruz entre los cuernos y le gritó: «¿Por qué me persigues? Yo soy Cristo y te he perseguido largo tiempo». cedro E1 cedro, que se caracteriza por crecer derecho y alcanzar gran altura y por su aroma, era un árbol muy apreciado; su madera preserva de la polilla y en la Antigüedad se consideraba incorruptible. En la epopeya de Gilgamés se dice que este árbol era sagrado para Enlil, el «Señor del destino». El dios Tammuz habría nacido bajo un cedro. Los árboles siempre verdes del cedro y del ciprés se convirtieron en una referencia simbólica a la vida permanente. Amplios bosques de cedro constituían «el esplendor del Líbano», que Isaías (35,2) ve como símbolo del reino de Dios. Los Salmos hablan con toda naturalidad de «los cedros de Dios» (Sal 80,11). El vástago frágil que el Señor planta «en el monte de Israel» y que extiende sus ramas y da fruto se convertirá en un «cedro altísimo» (Ez 17,22s). La sabiduría divina creció «como cedro del Líbano» (Eclo 24,13), pero también el justo es comparado con un cedro del Líbano que alcanza gran altura (Sal 92,13). El vidente Balaán alaba las moradas de Israel: «¡Qué bellas las tiendas de Jacob!... como áloes que plantó el Señor o cedros junto a la corriente» (Nm 24,5s). En el Cantar aparecen de nuevo juntos el cedro y el Líbano cuando se alaba la hermosa y noble figura del esposo humano-divino (Cant 5,15). Si en la preparación del agua lustral (que se utilizaba para la purificación después de haber tocado un cadáver) jugaba un papel la madera de cedro (Nm 19,6), era sin duda porque estaba presente

la idea de la incorruptibilidad. El hecho de que el cedro pueda ser también una imagen del mal y de la pequeñez moral corresponde a la ambivalencia de todos los símbolos genuinos. El Señor habló a Ezequiel (31,3ss) del faraón como de un «cedro del Líbano de magnífica fronda, tupido y umbroso, de estatura gigante», pero que por «haber erguido su cima hasta las nubes y haberse engreído por su altura», fue entregado «a merced de la nación más poderosa para que lo tratara según su maldad» (Ez 31,10s). El día del juicio final el Señor pronunciará sentencia «contra todo lo orgulloso y arrogante... contra todos los cedros del Líbano» (Is 2,13). Según Cirilo de Alejandría, la madera de cedro era una figura de la carne incorruptible de Cristo. Dado que el interior del templo de Salomón estaba revestido por completo de madera de cedro (1 Re 6,18) y, por tanto, esta madera noble cubría también el «santo de los santos» (con el arca de la alianza), algunos cantos antiguos alababan a María como cedro, porque había sido elegida para llevar a Cristo, el santo de los santos. ceguera Junto a la ceguera corporal, existe también la espiritual; ambas son independientes entre sí. Más aún, en el mito y en la fábula se encuentra la idea de que la invidencia física es un presupuesta para el presentimiento sabio que brota de la profundidad, para el vaticinio. Tirsias, herido por Hera con ceguera eterna, recibió de Zeus el don de prever el futuro. Según la fábula egipcia de «la verdad y la mentira», ésta pide a los dioses cegar a la verdad y ponerla como guardiana de la puerta. La ceguera ocupaba el primer lugar entre las deficiencias físicas que hacían imposible el estado sacerdotal (Lv 21,18). «No ofreceréis al Señor reses ciegas..., ni las colocaréis sobre el altar en oferta al Señor» (Lv 22,22). El autoengaño y el pecado conducen a la ceguera espiritual. El que no obedezca a la voz del Señor será herido por El de locura, ceguera y turbación del espíritu. «Andarás a tientas a mediodía, como a tientas anda un ciego en su tiniebla. Fracasarás en todos tus caminos... y no habrá quien te salve» (Dt 28,28s). En imágenes de conjuro, el profeta Isaías habla del «pueblo ciego, aunque tiene ojos», y de los que adoran a los ídolos y no ven «porque tienen los ojos cerrados» y su mente no los hace entender (Is 43,8; 44,18). Sansón, por estar ofuscado por los encantos y la astucia de Dalila, reveló su secreto y fue cegado por los filisteos; al apagarse la luz de sus ojos, su interior se abrió de nuevo a la luz de Dios, que le devolvió su antigua fuerza (Jue 16). Uno de los signos del tiempo de la salvación que despunta es que los ciegos volverán a ver. «El Señor, que hizo el cielo y la tierra... abre los ojos al ciego» (Sal 146,6.8). «Aquel día oirán los sordos las palabras del Libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos» (Is 29,18). Jesús calificó a los letrados como «guías ciegos», que filtran un mosquito y se tragan un camello (Mt 23,24). Los causantes de la ceguera del corazón y de la mente son los poderes de las tinieblas. «Quien odia a su hermano está en tinieblas y camina en tinieblas sin saber adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos» (1 Jn 2,11). Los incrédulos han sido cegados por el dios de este mundo «y no distinguen el resplandor de la buena noticia del Mesías glorioso» (2 Cor 4,4). Una de las cuatro tareas del Mesías es devolver la luz de los ojos a los ciegos (Lc 4,18). A partir de aquí hay que entender las curaciones de los ciegos de Jesús. Jesús no era simplemente médico, sino que es el Salvador y Redentor. En los ciegos y en su curación deben manifestarse «las obras de Dios» Un 9,3). Los que con sus ojos sanos sólo ven lo terreno, lo mundano, no contemplarán la gloria de Dios. El mismo Jesús dijo: «Yo he venido a este mundo para abrir un proceso; así, los que no ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos» Un 9,39). Al que está ciego para los bienes de este mundo, se le abrirán los ojos en el cielo. La curación de Tobit, ya anciano y ciego, por su hijo Tobías (Tob 11,7-13) se convierte en el arte medieval, por ejemplo en la puerta norte de la catedral de Chartres, en una prefiguración del Cristo que cura a los ciegos. Isidoro de Sevilla percibe la curación de la ceguera como símbolo

de la iluminación de la humanidad hundida en las tinieblas espirituales y en las sombras de la muerte. Dado que con «iluminación» (en griego, photismos) se puede también designar el bautismo, diversas representaciones de curaciones de ciegos pueden considerarse como imagen del bautismo. Por el bautismo se concede al que es ciego espiritualmente la luz interior de la gracia. Como signo de su ceguera (más exactamente, de su ofuscación), la sinagoga es representada con los ojos vendados. ceniza Los restos incombustibles de la cremación de materia orgánica tienen dos significados en la fenomenología religiosa: primero, sirven como signo exterior de luto o de penitencia; segundo, la ceniza procedente de animales sacrificados o de cadáveres humanos puede tener carácter numinoso y emplearse como materia supuestamente dotada de poder en ritos de purificación o en usos apotropaicos. En el parsismo, cuando se produce la visita del fuego sagrado, el creyente recibe un poco de ceniza, con la que se marca la frente como signo de humildad, movido por el pensamiento de la transitoriedad de su cuerpo, procedente de la tierra. El gesto de luto, extendido en el ámbito mediterráneo, de echarse ceniza en la cabeza está también atestiguado en Homero. En inscripciones sepulcrales antiguas, la ceniza designa la caducidad del hombre. La ceniza puede ser también -como en el caso de la tradición griega del ave fénix- símbolo del nuevo nacimiento. En la época del Antiguo Testamento, el que se contaminaba por tocar un cadáver tenía que purificarse con ceniza de la vaca roja, mezclada con agua pura (Nm 19). La ceniza de un animal sacrificado no era un producto de desecho, sino materia purificada; el sacerdote la llevaba «fuera del campamento a un lugar puro» (Lv 6,4). Cuando sin intervención humana el altar se rompe y se dispersa la ceniza (1 Re 13,3ss), este hecho anuncia el juicio de Dios. Para castigar la desobediencia del pueblo, Dios emplea la lluvia de polvo y ceniza (Dt 28,24). El Señor habla así al príncipe arrogante de Tiro, manchado por la culpa: «Hice brotar de tus entrañas fuego que te devoró; te convertí en ceniza sobre el suelo, a la vista de todos» (Ez 28,18). El que está dispuesto a la penitencia se cubre «de saco y ceniza». Daniel, dirigiendo su rostro a Dios, oraba y ayunaba vestido de saco y ceniza (Dn 9,3). Pero el Señor no se complace en una mera actitud externa, no le basta que el hombre doble la cabeza como un junco y se acueste sobre saco y ceniza; son más importantes las buenas obras (Is 58,5s). La ceniza es una imagen de la fugacidad de la vida. Abraham sabe que él es «sólo polvo y ceniza» (Gn 18,27). También en Job (30,19), ceniza y polvo se emplean como sinónimos. «Al que se apacienta de ceniza -es decir, adora la nada, al venerar a dioses extranjeros- una mente ilusa lo extravía» (Is 44,20). Finalmente, el resto que sobrevive a la cremación después de extinguirse el fuego es una imagen de luto y de lamento. Tamar, deshonrada por su hermanastro, «se echó ceniza a la cabeza, se rasgó la túnica» y se fue lanzando gritos de dolor por el camino (2 Sam 13,19). «Comer ceniza como pan» significa tener una gran pena (Sal 102,10). Sin embargo, al profeta se le concede «proclamar el año de gracia del Señor... para consolar a los afligidos... para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta» (Is 61,2s). Si ya la sangre de animales sacrfts, cados y «unas cenizas de becerra, cuando rocían a los impuros, los consagran confiriéndoles una pureza externa», cuánto más podrá la sangre de Cristo purificar a la humanidad (Heb 9,13s). Aunque las ciudades de Corazoin y Betsaida fueron testigos oculares de muchos milagros de Jesús, no quisieron convertirse; por eso el Señor les dijo estas palabras: «Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia, cubiertas de sayal y ceniza» (Mt 11,21). Cuando se produzca la caída de la pecadora Babilonia, sus adeptos llorarán y se lamentarán y esparcirán polvo (ceniza) sobre su cabeza (Ap 18,19). La ceniza, que por su ligereza y finura recuerda el polvo de la tierra, suscita en el hombre el

conocimiento de su origen terreno y lo exhorta a la humildad y a la penitencia. Tertuliano recomienda «velar con sayal y ceniza» como costumbre de la disciplina penitencial. En la Edad Media, los penitentes confesaban con frecuencia sus pecados, vestidos con un manto cubierto de ceniza. La bendición de la ceniza, que se remonta más allá del siglo x, hace de ella un sacramental. En la Iglesia católica, el miércoles de la primera semana de cuaresma se esparce ceniza sobre la cabeza del clero y de los fieles o se les marca con ella la frente con estas palabras: «Recuerda, hombre, que eres polvo y en polvo te convertirás». Para los penitentes, la ceniza es símbolo de la caducidad de todo lo creado, pero también de la purificación y de la resurrección que por ella se origina. Respiración-Viento. cerdo En diversos pueblos antiguos, el cerdo era un símbolo de la fecundidad y por eso era sacrificado a determinados dioses. En Egipto, el cerdo tenía una relación especial con la luna, era degollado en las fiestas lunares y ofrecido a Osiris. También en tribus sirias el cerdo era un animal sagrado y estaba consagrado a la diosa de la fecundidad Astarté. Por otra parte, dada su costumbre de hozar en el fango y en la basura, se lo consideraba un animal impuro; según una concepción egipcia, pertenecía al séquito del malvado Set, quien en forma de un verraco negro atacaba al Horus celeste. En la Biblia, el cerdo pertenece a los animales impuros (Lv 11,7); su carne no debe comerse ni su cadáver debe tocarse (Dt 14,8). Los que comen carne de cerdo pertenecen al «pueblo rebelde que andaba por mal camino» (Is 65,2-4). La suciedad externa del cerdo se convirtió en imagen de la mancha interior del hombre; así, de la mujer hermosa pero sin sentimientos se dice que es «anillo de oro en jeta de puerco» (Prov 11,22). Los jabalíes, que salen de noche de la espesura y devastan los campos, son en los Salmos (80,14) símbolo de los pueblos paganos que acosan a Israel, la vid: «La pisotean los jabalíes y es pasto de las alimañas». En el sermón de la montaña, Cristo menciona este animal impuro como imagen de los hombres que ensucian la enseñanza divina: «No déis lo sagrado a los perros ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen» (Mt 7,6). Cuando se dice que el hijo pródigo tuvo que apacentar cerdos (Le 15,15), es decir, llegó al nivel más bajo que fiabía para un judío fiel a la ley, se expresa con ello su degradación total. E1 cerdo que depués de bañarse se revuelca de nuevo en el fango (2 Pe 2,22) es símbolo del hombre que vuelve a caer en sus antiguos pecados. En el arte cristiano, el cerdo hace referencia al pecado, especialmente a la impureza y a la intemperancia; como montura de la sinagoga, sirve para caracterizar el judaísmo en contraste con la doctrina cristiana. Como atributo de San Antonio el ermitaño, el cerdo no es tanto una alusión a las tentaciones diabólicas cuanto una referencia a la agricultura practicada por los monjes antonianos, con el privilegio de la cría de cerdos; San Antonio fue nombrado patrón de los animales domésticos. chacal El conocimiento directo de especies de perros que devoraban cadáveres hizo que en diversos pueblos los canes se convirtieran en símbolos de la muerte y en acompañantes al mundo subterráneo. Así, el dios egipcio de los muertos, Anubis, y el señor de la necrópolis de Abydos, Jontamenti, aparecen bajo la figura de chacales. Todavía en nuestro siglo los bereberes consideraban al chacal como animal de mal agüero, que, según una antigua tradición, robó un trozo de luna, revelándose así no sólo como animal nocturno, sino también como enemigo de la luz. El aullido lastimero del chacal desgarrando la placidez de la noche sirve de elemento de comparación a Job, perseguido por la desgracia, cuando escribe que se ha vuelto «hermano de los chacales» (Job 30,29). El chacal es mencionado varias veces como habitante de desiertos y lugares en ruinas. En las ruinas del palacio de Babilonia, destruida por Dios, aúllan demonios y chacales (Is 13,22). Por su

costumbre de vivir en las tinieblas, aparecen como distintivo de la muerte. Enfurecido por la mentira y el engaño de su pueblo, dice el Señor: «Convertiré a Jerusalén en escombros, en guarida de chacales, arrasaré los pueblos de Judá dejándolos deshabitados» (Jr 9,10). La palabra hebrea «sual» (zorro) se entiende en varios casos como chacal, partiendo del supuesto de que los zorros no son carroñeros; así en el Sal 63,11: los enemigos de David son entregados al poder de la espada y sus cadáveres han de ser «pasto de chacales». También en el relato de Sansón (Jue 15,4), «sual» se traduce con frecuencia por «chacal», porque el zorro no aparece en grandes manadas. ciervo Cada año el ciervo muda su cornamenta perdiendo la llamada corteza, que antes de caerse queda colgando en jirones sangrantes. Los pueblos antiguos relacionaban el color rojo con el fuego y el sol. Debido a la pérdida y nuevo nacimiento de su cornamenta, el ciervo se convirtió en imagen del ciclo de la naturaleza, del incesante morir y nacer. Para los hititas el ciervo estaba asociado al dios de la caza y de la felicidad, Rundas, llamado también «dios de la doble lanza», es decir, dios de la cornamenta. La caza y el flechazo al ciervo divino se remontan a época precristiana. Cuando el dios Krishna (Asia Menor) había cumplido su misión en la tierra y estaba un día meditando en el bosque, un cazador lo confundió con un ciervo, debido a su edad, y lo hirió de muerte en el único punto vulnerable que tenía. En la Antigüedad estaba extendida la creencia de que el ciervo era hostil a las serpientes. La elegancia y agilidad del Siervo originaron diversas comparaciones. Después de una batalla victoriosa, el creyente da gracias a Dios por haber dado a sus pies la ligereza de las ciervas (Sal 18,34). El amado del Cantar de los Cantares es como un gamo o un cervatillo: «¡Oíd, que llega mi amado saltando sobre los montes, brincando por los collados!» (Cant 2,8s). Y en el libro de los Proverbios se habla de la sabiduría -en forma de la esposa amada- con la expresión afectuosa «una cierva encantadora». Tiene especial importancia para la exégesis posterior el Salmo 42-43,2 (según otra numeración, 41,1): «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío». El Physiologus habla de que el ciervo, con su aliento o con su saliva, saca de una grieta y devora a una serpiente (o a un dragón) que ha huido de él; «así también nuestro Señor mató al gran dragón, el diablo, con las aguas celestes, es decir, la doctrina salvífica»; el ciervo se convierte, pues, en símbolo de Cristo. A ello hay que unir las leyendas de los santos Eustaquio y Huberto, a quienes, estando de caza, se les apareció un ciervo que llevaba entre sus cuernos al Crucificado. El Padre de la Iglesia Agustín habla del ciervo como imagen de la búsqueda de Dios, en la línea del salmo citado. En este sentido aparecen en el arte longobardo dos ciervos junto a una vasija que contiene agua de la vida, y en las pinturas de libros medievales, dos ciervos se acercan al pozo de ?.~ t:-ida; la representación del ciervo en la «fuente de vida» ha de entenderse como símbolo del bautismo. cinturón Debido a su forma cerrada a manera de círculo, el cinturón fue considerado como portador especial de fuerza. Guarnecido con frecuencia lujosamente y adornado con símbolos o signos apotropaicos, se convirtió en imagen del dominio y del poder, de la castidad y de la consagración, pero también en un instrumento mágico. Entre los persas y los griegos existe la creencia de que en el firmamento hay un cinturón bordado de estrellas. En el Avesta se veía el cinturón celeste en la Vía Láctea. Posiblemente el cinturón homérico de Afrodita es también un símbolo de dominio cósmico, en caso de no ser un requisito del encanto del amor. El llevar cinturón se consideraba en la Antigüedad como signo de decoro y de moralidad. En el parsismo, el cinturón («kusti») es símbolo de la división del cuerpo humano en una parte superior, noble, y otra inferior, carente de nobleza. Para los israelitas, el cinturón era símbolo de fuerza, justicia y fidelidad. Por ello se daba

especial importancia al hecho de ceñir con la faja el vestido sacerdotal (Ex 29,9). Del Mesías se dice: «La justicia será cinturón de sus lomos y la lealtad, cinturón de sus caderas» (Is 11,5). David se refiere sin duda a estas dos cualidades cuando afirma que Dios «lo ciñe de valor» y le hace seguir fielmente su camino (Sal 18,33). Cuando Joab «manchó con sangre inocente el cinturón» (1 Re 2,5), profanó la justicia con violencia y con maldad. La comida pascual debía hacerse con la cintura ceñida y los pies calzados (Ex 12,11), como símbolo de la disponibilidad. Así, en el Salmo 45,4 se invoca de este modo al Rey-Mesías: «Cíñete al flanco la espada, valiente: es tu gala y tu orgullo». Dios mismo está «ceñido de poder» (Sal 65,7) y de fuerza (Sal 93,1). Todo poder terreno se desvanece cuando Dios «afloja el cinturón de los robustos» (Job 12,21). El creyente debe estar siempre vigilante y preparado para esperar al Señor. «Vuestros lomos deben estar ceñidos y vuestras lámparas encendidas» (Le 12,35). Al cinturón del guerrero deben estar sujetos el puñal y la espada y, con frecuencia, también la honda y la aljaba. También el cristiano necesita armas para poder resistir a los embates del diablo. «Conque en pie: abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la honradez» (Ef 6,14). A Pedro se le pide disponibilidad extrema para confesar la verdad y mantenerse fiel al Señor: «Si de joven tú mismo te ponías el cinturón para ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los brazos y será otro el que te ponga un cinturón para llevarte a donde no quieres» (Jn 21,18). El vidente de Patmos contempla al Hijo de Hombre «vestido de túnica talar con una faja dorada a la altura del pecho» (Ap 1,13); este símbolo del soberano del mundo tiene ciertamente un significado cósmico; es el vínculo que -por el amor de Dios- abarca y sostiene el mundo. El cíngulo usado en la liturgia católica para ceñir el alba se considera como signo de la disponibilidad para la milicia espiritual, pero especialmente como símbolo de la pureza, porque estrecha los riñones, sede de la concupiscencia. En la imposición del hábito de la orden benedictina, se añade al texto citado del evangelio de Juan: «Que la justicia sea el cinturón de tus riñones. Recuerda que será otro el que te ceñirá para llevarte a donde no quieres». En la toma de hábito de las monjas se habla del «ceñidor de la justicia y del cinturón de la pureza». Significativamente, en la Edad Media estaba prohibido a las prostitutas llevar cinturón. En Baviera y Austria, las comunidades conservaban el ceñidor de la novia y sólo se les prestaba a las novias intactas. ciprés El ciprés, con su estrecha figura elevada hacia el cielo, se encuentra ya en los sellos de rollo de la antigua Mesopotamia con significado religioso y estaba considerado en Persia como árbol sagrado. Este árbol siempre verde se convirtió en una referencia simbólica a una vida permanente; quizá se le consideró en la Antigüedad como árbol de los muertos (y sigue siendo aún un árbol frecuente en los cementerios) porque evocaba la esperanza en la supervivencia después de la muerte. Varias veces se menciona al ciprés como árbol majestuoso del Líbano (2R 19,23); en la nueva Jerusalén entrará el esplendor del Liibano, el abeto y el ciprés adornarán la morada santa de Dios (Is 60,13). Junto a los cedros y plátanos, hay también cipreses en el jardín de Dios (Ez 31,8). En el profeta Oseas (14,9, en la versión original hebrea) dice el Señor de sí mismo: «Yo soy como un ciprés siempre verde». Salomón revistió la nave principal del templo «con madera de ciprés y la adornó con figuras engarzadas en oro fino» (2 Cr 3,5). El ciprés, con su altura, representa la elevación de la sabiduría (Prov 24,13). No es seguro que también la palabra hebrea «gopher» haya de traducirse por ciprés; en ese caso el arca de Noé se habría construido con madera de ciprés (Gn 6,14) y este hecho concordaría bien con el significado simbólico de este árbol como portador de la vida. En el arte bizantino los cipreses juegan un papel especial como «árboles de la vida»; de ordinario flanquean la cruz o constituyen la vegetación de la Jerusalén celeste. Dado que la madera de

ciprés se empleó para la ornamentación del templo de Salomón, el ciprés se convirtió en símbolo de María, cuyo cuerpo -en analogía con las paredes del temploenvolvió al Santo de los santos. círculo En la línea del círculo que vuelve sobre sí misma, todos los puntos están a la misma distancia del centro; no hay delante ni detrás. Así pues, tenemos aquí el símbolo más sencillo de lo cerrado en sí mismo, de lo ilimitado, de lo eterno. El círculo cósmico primigenio se encuentra iconOgráficamente en la imagen de la serpiente que se muerde la propia cola. La forma redonda era para los pueblos antiguos un símbolo de la armonía cósmica; los egipcios designaban el mundo como aquello «que rodea el sol». Del círculo se construyen todas las otras figuj=z!= ~,e4,métricas, del mismo modo que de la infinitud de Dios se desprendieron todas las criaturas. En la línea de esta concepción, el círculo es símbolo de la creación del mundo y de su Creador. El círculo, relacionado con el simbolismo del centro, se encuentra en el anillo de «piedras de fuego» colocadas alrededor del monte sagrado de Dios (Ez 28,14). Como creación de Dios, también la tierra es buena en sí; en lenguaje simbólico, es redonda; así surgió la imagen y el concepto del globo terráqueo (Sal 33,8). El circundar está ligado a concepciones de origen mágico. Por el hecho de circundar durante siete días la ciudad de Jericó, sus murallas se derrumbaron (Jos 6). Se circundan objetos o lugares sagrados para participar de su fuerza salvífica. «Me lavo las manos en prueba de inocencia y doy vueltas en torno a tu altar» (Sal 26,6). Hasta el Señor de los ejércitos es contemplado en la imagen de lo redondo; en sentido figurado se dice de El, en efecto, que será «corona enjoyada, diadema espléndida» (Is 28,5). El trono de la majestad divina está circundado por un «halo radiante de múltiples colores», y «en círculo, alrededor del trono, había otros veinticuatro tronos» en los que estaban sentados los veinticuatro ancianos (Ap 4,3s). Al final de los tiempos, el gran dragón, «que extravía a todo el círculo de la tierra», será precipitado por Dios (Ap 12,9). Buenaventura habla de Dios como «círculo cuyo centro está en todas partes y cuya periferia no existe»; esta idea reaparece en varios místicos. El círculo celeste, en el que habita Dios y desde el que actúa, encontró una elevada representación artística en los mosaicos de las cúpulas bizantinas, de las que es un buen ejemplo el Cristo Pantocrátor de Dafne. Como obra de Dios, también su Creación es al principio perfecta, redondeada en sí misma; el paraíso tiene forma circular, como aparece, por ejemplo, en el libro de las horas Trés Riches Heures, famoso por sus ilustraciones. La imagen del mundo religiosamente centralizada sufrió su derrota cartográfica en las representaciones medievales de Jerusalén como ciudad dividida en cuatro partes. circuncisión La circuncisión, todavía hoy practicada entre los judíos y en varios pueblos primitivos, pertenece a los ritos de iniciación que, en la mayoría de los casos, se llevan a cabo en la época de la madurez sexual. En ello no influyen, o sólo lo hacen secundariamente, motivos higiénicos o medicinales. En el último período del antiguo Egipto, se consideraba la circuncisión como signo de pureza ritual, por lo que los sacerdotes tenían que someterse a ella. Entre los cananaítas, se practicaba sólo cuando el hombre se casaba; probablemente debía ser un medio para asegurar la fecundidad masculina. Con la circuncisión puede también ir unida la idea de ofrenda, como en el caso de la ofrenda del primogénito. Entre los israelitas, la circuncisión se realizaba a los ocho días del nacimiento para asegurar ya al neonato las bendiciones esperadas. Como signo de la alianza contraída con Dios, «todo varón será circuncidado». Un hombre incircunciso debe ser expulsado de su pueblo porque ha roto la alianza con Dios (Gn 17,9-12.14). La antigüedad de esta costumbre se reconoce en la utilización de cuchillos de piedra para efectuarla (Jos 5,3). Cuando el Señor quiso matar a Moisés en un albergue del camino, Séfora tomó «un pedernal

y le cortó el prepucio a su hijo» como compensación por la vida de su marido, al que llamó «marido de sangre» porque lo había rescatado con la sangre de la circuncisión (Ex 4,24ss). En el Deuteronomio se habla simbólicamente de una circuncisión de los corazones (Dt 10,16): «el Señor, tu Dios, circuncidará tu corazón y el de tus descendientes para que ames al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, y así vivas» (Dt 30,6). Los oídos incircuncisos son una imagen para expresar la inutilidad o pecaminosidad de este órgano. «Tienen oídos incircuncisos, incapaces de atender» (Jr 6,10). En tiempo de Jesús, a la circuncisión va unida la imposición del nombre (Lc 1,59). Dado que con la circuncisión los judíos apelaban tan intensamente a su padre Abraham, Pablo señala en su carta a lo-s Romanos (4,9-13) que ya en el caso de Abraham lo primordial era la fe y que sólo después recibió «el signo de la circuncisión», «como sello de la rehabilitación obtenida por la fe». La «carne incircuncisa» (Col 2,13) es símbolo del pecado; el que cree y recibe el bautismo, es circuncidado «con una circuncisión no hecha por hombres, mediante el despojo del cuerpo carnal por la circuncisión en Cristo» (Col 2,11). Así pues, el signo de la pertenencia a la alianza en el Antiguo Testamento es sustituido por el bautismo en el Nuevo Testamento. La circuncisión sola no puede llevar a la salvación, «pues como cristianos da lo mismo estar circuncidado o no estarlo; lo que vale es una fe que se traduce en amor» (Gál 5,6). Aunque para la fe cristiana la circuncisión perdió su significado originario, se mantuvo entre los etíopes y nestorianos sirios. Según la leyenda, Jesús fue circuncidado para ocultar al diablo el misterio de la encarnación y para hacerle creer que también Jesús, como todos los niños, estaba afectado por el pecado original y, por tanto, necesitaba la circuncisión. ciudad Con el nacimiento de las ciudades comienza el desarrollo de la cultura. Según una tradición babilónica, los hombres vivían al principio como animales hasta que el dios Oanes les enseñó la agricultura, la construcción de las ciudades y la escritura. La construcción de las ciudades es un regalo de los dioses, y la ciudad terrena es un reflejo de la celeste. Para los babilonios, su capital era el centro del mundo, en el que confluyen tierra y cielo. Las antiguas ciudades indias se trazaban según un determinado ritual de fundación, puesto que la ciudad era considerada como reí'tejo del cosmos, y su centro, elevado sobre ella, como monte del universo. En el centro de las ciudades residenciales iranias estaba el palacio del rey, que tenía el título de «Eje del mundo»; su capital era la proyección de las relaciones celestes con la tierra. Las más antiguas colonias romanas quizá fueron trazadas en forma circular como reflejo de la «tierra» limitada por el horizonte; a favor de ello está, entre otras cosas, la equiparación etimológica «urbs-orbis». La ciudad de Jerusalén es llamada todavía hoy entre los árabes El Kuds, «la santa». La importancia de Jerusalén en la Antigüedad como capital de Israel y de Judá no se debe sólo a su favorable situación geográfica, sino también -según la tradición- al deseo de Yahvé: «Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre» (1 Re 8,29). El nombre hebreo de la ciudad, «Yerushalayim», significa casa, morada («yeru») de la paz («shalom»). A su elección como centro político-religioso pudo contribuir también el hecho de que -todavía con el nombre de Salem- fue la ciudad del rey-sacerdote Melquisedec (Gn 14,18). En el extremo sur de la colina oriental estaba el castillo de Sión, que era necesario defender bien estratégicamente y que se convirtió en símbolo de una fortaleza inexpugnable de la santidad. El nombre «Sión» (propiamente «castillo») se amplió al monte y al recinto del templo y, finalmente, se empleó como equivalente de Jerusalén, la ciudad santa. «Altura hermosa, alegría de toda la tierra es el monte Sión, vértice del cielo, capital del gran rey» (Sal 48,3). La santidad del templo se extiende a toda Jerusalén, la «ciudad del Señor de los ejércitos», «la ciudad de nuestro Dios», cuyos habitantes afirman vivir en medio del

santuario (Sal 48,9s). Allí está el centro del mundo, porque sólo allí, en Jerusalén, tiene su trono el Señor (Sal 135,21). Al final de los tiempos todos los pueblos peregrinarán al monte del Señor, «porque de Sión saldrá la ley, de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,2s). Los profetas se refieren con fecuencia a esta ciudad como «hija de Sión» (así, Is 1,8). Tiene ya significado escatológico la piedra angular preciosa que el Señor ha colocado en Sión (Is 28,16); es una alusión al Mesías, que construirá la nueva Jerusalén, la celeste. La ciudad humillada y zarandeada en la tierra tendrá un día «cimientos sobre zafiros», almenas de rubí y puertas de ,berilo. «Todos tus constructores serán discípulos del Señor» (Is 54,11s). En visiones inspiradas por Dios, Ezequiel contempló cómo se construía una nueva ciudad santa (Ez 40,2ss). «Las puertas de Jerusalén serán renovadas con zafiros y esmeraldas... resonarán con cantos de júbilo y todas sus casas aclamarán: ¡Aleluya!» (Tob 13,17s). Como capital del país, Jerusalén fue designada con frecuencia sencillamente como «la ciudad» (c£ Mt 21,17s; Le 19,41). La caída de la antigua Jerusalén es la condición para que la Jerusalén celeste descienda a la nueva tierra (Ap 3,12). Pablo fue el primero en advertir que en el lugar de la antigua ciudad surgiría una nueva; a la Jerusalén terrena, que vive con sus hijos en la esclavitud-en el símbolo de la esclava Agar- se contrapone «la Jerusalén de arriba» -en el símbolo de la libre Sara (Gál 4,2227)-. Los ciudadanos de la ciudad celeste son la verdadera semilla de Abraham, que, en su profunda fe, esperó en la promesa, en «la ciuda< con cimientos, cuyo arquitecto y cons tructor es Dios» (Heb 11,10). El deseo de esta ciudad es incompatible con metas terrenales, «puesto que aquí no tenemos ciudad permanente, andamos en busca de la futura» (Heb 13,14). La Jerusalén celeste que desciende del cielo está «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2); es la esposa virginal del Cordero y la imagen opuesta a la prostituta Babilonia, que sólo ansía las cosas terrenas. La Jerusalén adornada con piedras preciosas y llena de la gloria de Dios es la ciudad del paraíso, regada por el agua viva (Ap 22,1), símbolo de felicidad eterna. La interpretación medieval distingue una cuádruple Jerusalén, que, desde la perspectiva de Dios, constituye una unidad, pero en el proceso de la historia de la salvación se manifiesta en cuatro estadios. Primero, la ciudad veterotestamentaria, con el templo; segundo, la Iglesia de la nueva alianza, formada por almas vivas, con su centro en Roma; tercero, la morada viviente de Dios en el hombre -así, la «ciudad de Dios» es símbolo de la Virgen Maríay, cuarto, la ciudad celeste del Apocalipsis. En pinturas cristianas antiguas aparecen con frecuencia dos ciudades (o casas); son Jerusalén y Belén como referencia simbólica a los dos grupos de cristianos de los que se compone la Iglesia: los convertidos del judaísmo y los llegados del paganismo. Ya en la primera época cristiana la ciudad de Dios se convirtió en el ideal encarnado por la construcción de las iglesias; especialmente las basílicas romanas y las catedrales góticas son puentes entre la respectiva ciudad terrena y la ciudad celeste, y reflejo de una y otra. Babilonia. cojera Según una concepción del antiguo Oriente, todo lo anormal y enfermizo es impuro en sentido cultual. La cojera se puede presentar también como entumecimiento. En el mito griego, la cojera aparece como consecuencia de un castigo impuesto por un ser superior a causa de la negación de obediencia o rebelión del hombre. Hay que hacer referencia especialmente a Hefesto, el dios de la fragua, que fue expulsado del Olimpo por Zeus porque quería asistir a su madre Hera contra la voluntad de su padre. Si alguien tiene un defecto corporal, no debe hacer ninguna ofrenda a su dios; la ceguera y el entumecimiento incapacitan para el servicio sacerdotal (Lv 21,18). Los animales cojos o con algún otro grave defecto no deben ser sacrificados (Di, 15,21). La cojera de los sacerdotes de Baal en torno al altar (1 Re 18,26) era probablemente una forma específica de ejecutar su danza cultual, pero era interpretada

por los israelitas en tono de burla. La cojera es una expresión de debilidad, de ceguera espiritual; por eso Elías se dirige al pueblo que vacila entre Baal y Yahvé con estas palabras: «¿Hasta cuándo vais a estar cojeando a un lado y al otro?» (1 Re 18,21). En su lucha con el ángel de Dios, el patriarca Jacob no es vencido, pero durante la pelea el ángel le disloca la articulación del muslo (Gn 32,26). Ante el «rostro de Dios» (en hebreo, «penuel», como llamó Jacob al lugar del encuentro) el patriarca se despertó y «cojeaba de su muslo» (Gn 32,32). Los profetas llaman al resto miserable del pueblo, que será restablecido, los «inválidos» (Miq 4,6). El Señor hará desaparecer de su pueblo todo lo débil; por eso le dice: «¡Exulta, hija de Sión!», porque yo «salvaré a los inválidos, reuniré a los dispersos... os daré fama y renombre en todos los pueblos del mundo, cambiando vuestra suerte ante sus ojos» (Sof 3,19). En el Nuevo Testamento se habla muy genéricamente de la parálisis, no sólo de los que tienen paralizado el pie o la pierna. Entre las siete pruebas de que E1 es «el que tenía que venir», Jesús encarga decir al Bautista que también los cojos andan (Mt 11,5). Que la parálisis en el lenguaje de la Biblia puede ser algo más que una simple disminución corporal queda de manifiesto en la exhortación del apóstol Pablo a la perseverancia en el sufrimiento: «Fortaleced los brazos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, plantad los pies en sendas llanas para que la pierna paralítica no se disloque, sino se cure» (Heb 12,12x). Según las palabras de Jesús con ocasión de una comida en casa de un fariseo, los pobres y lisiados, los cojos y los ciegos forman parte de los huéspedes invitados que comen en el Reino de Dios (Le 14,13.21). Según la creencia popular, el diablo cojea de un pie, debido a su caída culpable del cielo. También en el Fausto de Goethe, Mefistófeles cojea de un pie. colores Los colores que aparecen en el mito y en el culto no suelen ser casuales, sino que tienen un significado concreto, aun cuando con frecuencia no es conocido. Los antiguos egipcios designaron con la misma palabra «color» y «ser»; cuando se dice de los dioses que no se conoce su color, se expresa la naturaleza insondable de su ser. La pintura blanca de Amun indica su pertenencia a los poderes cósmicos; otros dioses egipcios llevan pelucas blancas y barbas blancas. Los dioses hinduistas Krishna y Shiva tienen igualmente color azul o azul claro. En varios pueblos de Asia cuatro colores simbolizan los cuatro puntos cardinales; el hecho de que en China el color blanco se asocie al norte parece deberse a la misma concepción existente en el parsismo, que designa el norte como morada de los demonios malos. El hebreo no tiene designaciones específicas para los colores, sino que las toma de las cosas características de los colores correspondientes. Así, la leche designa el color blanco, el terreno de cultivo, el color rojo, el zafiro, el azul claro del cielo, y las plantas, el verde. Los cuatro colores del culto mosaico son el rojo escarlata claro, el rojo púrpura oscuro, el púrpura azul (o púrpura violeta) y el blanco; las envolturas y las cortinas de la tienda de la Fundación estaban tejidas a cuatro colores (Ex 26,1.31). El manto del sacerdote era «todo él de púrpura violeta» y en la orla llevaba «granadas de púrpura violeta, roja y escarlata, y alternando con ellas, cascabeles de oro» (Ex 39,22ss). El color púrpura designa muy genéricamente la dignidad real (Est 8,15). En Is 1,18, el color blanco de la inocencia se opone al color rojo del pecado. Cuando el cielo se oscurece y se pone negro, es inminente la desgracia (Jr 4,28). Por su culpa, la hija del pueblo de Yahvé fue despojada de sus nobles, que irradiaban blancura; ahora «están más negros que el hollín» (Lam 4,7x). Los corceles de los cuatro carros que recorren la tierra son rojo, negro, blanco y pardo; los colores están dispuestos (en el simbolismo de significado negativo) en sentido contrario al curso del sol: el rojo al poniente, el negro al norte, el blanco a levante y el pardo al sur (Zac 6). El púrpura es el color de la riqueza (Le 16,19) y de la dignidad regia. Los soldados que se burlaron de Jesús como rey de los judíos le

pusieron una corona de espinas en la cabeza y «lo vistieron con un manto color púrpura» Un 19,2). En el Apocalipsis (6,28), los colores no están dispuestos como en Zacarías, pero, en el fondo, también giran hacia atrás; los cuatro corceles -blanco, rojo, negro y pardollevan cuatro calamidades al mundo; el significado del jinete del caballo blanco no es seguro; los otros jinetes significan la guerra, el hambre y la muerte. Un canon explícito del simbolismo de los colores se estableció sólo en los colores litúrgicos, cuando el papa Inocencio III prescribió los colores básicos de los ornamentos, que, en parte, siguen todavía vigentes: el blanco, en las fiestas del Señor, de la Virgen y de los santos no mártires, y en sus octavas; el rojo, en Pentecostés con su octava y en las fiestas de la santa cruz y de los mártires; el verde, en los domingos y días ordinarios del año después de Epifanía y después de Pentecostés; el violeta, en tiempo de Adviento y de Cuaresma, en las témporas y en las vigilias ordinarias; el negro, en Viernes Santo, el día de todos los difuntos y en las misas de difuntos. En virtud de consideraciones puramente pictóricas, el uso de un simbolismo de los colores en la pintura cristiana sólo es constatable con cierta regularidad en determinadas personas. En Cristo y en la Virgen dominan el azul y el rojo, que son los colores del cielo y de la aurora; el último indica el amor universal y misericordioso y la pasión de Jesús. El verde no es sólo el color de la esperanza, sino también el de los elegidos, que «tienen color verde como el olivo»; verde las con frecuencia la vestidura del evangelista Juan. Probablemente el tono oscuro de todas las «madonnas negras» no se debe al paso del tiempo, a las velas y al incienso, sino que fue pintado así en alusión al Cantar de los Cantares (1,5): «Tengo la tez morena, pero hermosa». columna La columna puede ser un elemento que sostiene una construcción, pero también puede elevarse sola. En este caso, la columna, el pilar y el tronco son intercambiables en su valor simbólico. El poste sagrado central en la casa de muchos pueblos es -prolongando la equiparación de la casa con el universo- el árbol del universo. El santuario nacional de los antiguos sajones, el Irminsul, tenía el significado de la columna del universo. Según una antigua concepción, las columnas de Hércules sostenían el cielo. Los obeliscos egipcios estaban considerados como sede del dios del sol; su erección por parejas desde el reino nuevo se extendió al simbolismo del sol y de la luna, es decir, las columnas eran portadoras del día y de la noche y, por tanto, de todo el universo. Como símbolo de los dos árboles que había en la puerta del cielo, los sumerios plantaban dos palmeras o erigían dos columnas ante la entrada de sus templos. El Talmud interpreta las dos columnas levantadas ante el templo de Salomón como el sol y la luna. El simbolismo cósmico se encuentra también en la Sagrada Escritura, en la que se habla de las columnas de la tierra y del cielo (Sal 75,4). Job habla del poder del Señor, «que estremece la tierra en sus cimientos, y hace retemblar sus columnas (Job 9,6); incluso «las columnas del cielo retiemblan, asustadas, cuando él brama» (Job 26,11). Tienen especial importancia las dos columnas de bronce que Salomón hizo erigir a la entrada del pórtico del templo (1 Re 7,15-22). Tenían los nombres de «Yajin», es decir, «El (Yahvé) sostiene», y «Boas», es decir, «En El está la fuerza». Las columnas son, pues, símbolo de la solidez y de la fuerza; en el culto pudieron tener la función de grandes luminarias, como parecen indicar sus «capiteles en forma de esfera» (1 Re 7,41) para contener el aceite. Las columnas que no tenían la función de sostener servían también -como piedras levantadas- de monumento. «Absalón ya se había erigido en vida una columna como monumento» (2 Sin 18,8). Son importantes para la interpretación posterior las columnas de plata del palanquín real («andas») de Salomón (Cant 3,10). Las piernas del esposo del Cantar son expresión de su firmeza invencible: «Sus piernas, columnas de mármol apoyadas en plintos de oro» (Cant 5,15). Dios convirtió a Jeremías en «columna de hierro» (Jr 1,18), es decir, en fuerza que sostiene la fe.

En el Nuevo Testamento, los apóstoles son llamados columnas de la fe. En carta a los Gálatas (2,9), Pablo dice de Santiago, Pedro y Juan que son «respetados como columnas». Cuando en otro lugar se designa a la Iglesia del Dios viviente como «columna y base de la verdad» (1 Tim 3,15), en ello se transparenta de nuevo el antiquísimo signifcado cósmico, puesto que el mundo y la verdad se complementan mutuamente. La Edad Media, amante de los símbolos, vio en las columnas que sostienen los templos a los apóstoles y a sus sucesores, lo que influyó en la arquitectura de numerosas iglesias; en las doce columnas de la nave central se pueden ver con frecuencia todavía las estatuas de los apóstoles. Las «columnas de plata» del Cantar de los Cantares (3,10) aluden a la palabra, anunciada por los apóstoles, de los cuatro evangelistas que llevan el trono de Dios. Las siete columnas sobre las que se levanta la casa de la sabiduría (Prov 9,1) aluden a los siete sacramentos, o a los siete dones del Espíritu Santo. En las columnas «Yajin» y «Boas» del templo de Salomón algunos quisieron ver prefigurados el judaísmo y el paganismo. comer La importancia cultual de la alimentación está en la recepción de fuerza (vital) que ella proporciona. Numerosas costumbres -como la antropofagia o el comer la carne cruda del animal sacrificado- están motivadas por ello. Por la comida sacramental de las religiones mistéricas, el hombre recibe fuerza de otro mundo en su existencia terrena amenazada. El simbolismo elemental de la comida se presenta de forma espléndida en los antiguos textos religiosos de la India; en ellos aparece el alimento como el más antiguo de los seres; el dios (Brama) es alabado como el que alimenta al mundo; más aún, él mismo es alimento; por otra parte, los hombres dan alimento a la divinidad como ofrenda, todo el mundo sirve de alimento simbólico a los dioses. En los textos de las pirámides de Egipto se dice del difunto transfigurado (= resucitado) que ha arrebatado a los dioses sus corazones y se come a todo el que lo encuentra; esto significa únicamente que se apropia su esencia. Cuanto más está una comida común bajo una idea central, tanto más se unen entre sí los que participan en ella; la oración y el sacrificio hacen que Dios esté también presente como comensal (invisible). En los cultos antiguos, los animales del sacrificio no tenían sólo el valor de don a la divinidad, sino que más bien el hombre veía en ellos a la divinidad (su fuerza), a la que quería dar cabida en sí para hacerse divino, es decir, inmortal. La imagen de la alimentación puede servir -aun en nuestras lenguas- para expresar fenómenos no materiales; se dice que lo espiritual «se asimila», que el trabajo «consume», que la enfermedad «corroe» y que la muerte «devora». Como todo lo que el hombre hace, también la alimentación está sometida al orden del Creador. A Adán y Eva se les prohibió comer del árbol del conocimiento (Gn 2,17); el hecho de que, a pesar de ello, comieran (Gn 3,1-6) simboliza su separación de la unidad paradisíaca con Dios. Al comer el fruto prohibido, el hombre adquiere el conocimiento y la experiencia del bien y del mal, del varón y de la mujer, de la vida y de la muerte. La acción física de asir el fruto y comerlo es propiamente una comprenáión intelectual de conocimientos que hasta ahora estaban vedados al hombre para su propio bien. Si hasta entonces el hombre podía comer de todos los árboles, con una sola excepción y, por tanto, estar en el jardín de Dios como huésped sin tener que esforzarse (Gn 2,16), ahora tiene que fatigarse durante toda su vida para comer, como le indican las palabras de castigo del Señor: «Con sudor de tu frente comerás el pan» (Gn 3,17ss). La comida en común significa para un huésped ser recibido en la comunidad familiar. El honor más grande es poder comer siempre a la mesa del rey (2 Sin 9,7). Cuando Jeconías alcanzó el favor del rey de Babilonia, pudo «comer a su mesa mientras vivió» (2 Re 25,29). El israelita piadoso es consciente de que vive bajo la mirada de la divinidad y se alimenta de sus dones. Por eso se dice en el Deuteronomio (12,7): «Allí comeréis tú y tu familia, en la presencia del Señor, vuestro Dios, y festejaréis

todas las empresas que el Señor, tu Dios, haya bendecido». En la línea de la frase (con mucha frecuencia mal interpretada) de que el hombre es aquello que come, se puede decir que el que sólo consume lo terreno sucumbe a la tierra y a la muerte, pero el que come lo celeste vivirá para siempre. «¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien» (Is 55,2). El comer puede significar la incorporación, la apropiación de contenidos espirituales. La comida del rollo por Ezequiel -«Hijo de Adán, come lo que tienes ahí; cómete este rollo» (Ez 3,lss)- simboliza la recepción de la palabra de Dios como presupuesto de la función profética. A pesar de su igualdad exterior, la comida del justo y la del malvado se diferencian; mientras que «el honrado come a su satisfacción, el vientre del malvado pasa hambre» (Prov 13,25). Quien, contra su propio bien, olvida al Señor como fuente de todos los dones, podrá sembrar mucho, pero recogerá poco; «coméis, pero no os saciáis» (Ag 1 6). La comida en común tiene para los participantes una fuerza de unión. Por eso los fariseos, extrañados, preguntaron a los discípulos de Jesús: «¿Se puede saber por qué come vuestro maestro con recaudadores y descreídos?» (Mt 9,11). La traición de Judas es más detestable por el hecho de que poco antes se había recostado a la mesa con su Señor; Jesús vio en ello el cumplimiento de la Escritura (Sal 41,10): «El que come de mi pan me ha puesto la zancadilla» (Jn 13,18). La comida festiva es una imagen de la alegría, de la afirmación de la vida y, en último término, de la vida misma; en la parábola evangélica del banquete real se habla de la comunión de vida con Dios; el que queda excluido de ella cae en «las tinieblas exteriores» (cf. Mt 22,1-14). En sentido espiritual, Jesús habla de comer su carne y de beber su sangre. «Pues sí, os aseguro que si no coméis la carne y no bebéis la sangre de este Hombre no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53); es decir, el que no está dispuesto a recibir los dones de Dios, más aún, a Dios mismo («el pan vivo bajado del cielo», Jn 6,51), sucumbirá a la muerte. La promesa del misterio eucarístico que contienen estas palabras se cumplió en la celebración de la última cena. Durante la comida, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a los discípulos diciendo: «Tomad y comed; esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). En la concepción paulina, la eucaristía aparece como un sacrificio; el pan y el vino proporcionan la «comunión» con el cuerpo y la sangre de Cristo (1 Cor 10,16). Al que, con espíritu de fe, salga victorioso de la lucha terrena de la existencia se le concederá «comer del árbol de la vida, que está en el jardín de Dios» (Ap 2,7). Cuando el ángel, al entregar al vidente del Apocalipsis el librito de la revelación, le ordena comérselo (Ap 10,9), esta orden significa que debe recibir por completo la palabra de Dios. La comida sacramental no sacia el apetito del cuerpo, sino que es un alimento místico. Una vez que Cristo se ha acomodado al modo de ser material de los comulgantes, se comunica a sí mismo en el pan y en el vino, y con ello hace posible que el hombre participe de la esencia de la divinidad. Un padre latino de la Iglesia, Ireneo, escribe (en Aduersus haereses): «El cuerpo humano se alimenta de la carne y de la sangre de Cristo y así se hace inmune a la descomposición». La comunión eucarística es propiamente una comida sacrihcial; sólo por la ofrenda de sí mismo realizada por Jesús fue y es posible la transustanciación. En la celebración de la eucaristía se hace sacramentalmente presente la muerte en cruz de Cristo como compendio de la salvación que tuvo lugar en ella. La recepción de la divinidad por la «comida» corresponde a la forma original de la integración y es lo opuesto al acto de comer el fruto prohibido en el paraíso, por el que el hombre perdió la comunión con Dios. En algunas representaciones de la baja Edad Media (por ejemplo, de Berthold Furtmayr) aparecen bajo un árbol Eva y María; mientras que la primera da a comer el fruto del pecado original y de la muerte, la segunda reparte el pan de la vida tomado del árbol, interpretado ya éste simbólicamente como cruz. Pan. copa y cáliz

La copa y el cáliz son vasos en los que el hombre bebe el líquido que necesita para vivir. Por eso, el vaso de beber se convierte en un medio de comunicación en sentido simbólico: es transmisor de la vida porque ofrece al individuo, «a su gusto», el agua (o el jugo) de la vida. En las pinturas sepulcrales egipcias, junto al pan, las uvas y la carne de ave, aparecen también vasos, en cierto modo como fuerza mágica, para prolongar así en la eternidad la posesión de los bienes necesarios para la vida. La copa está cerca de los dioses -Istar incluso se transformó una vez en copa- y por eso ejerce un papel especial en el mantismo (predicción de la copa). El contenido de la copa puede ser bueno o malo; los vasos mencionados en la Biblia, en un contexto históricosalvíiico, pueden traer bendición, pero también ruina. Todos los malvados de la tierra tienen que beber de la copa que el Señor tiene en la mano; está «llena de vino drogado» y «se lo hace beber hasta las heces» (Sal 75,9). Es la copa de la ira divina, que tienen que beber los pecadores. También Jerusalén tuvo que apurar «de la mano del Señor la copa de su ira, el cuenco del vértigo» (Is 51,17), y la copa de Samaria es llamada un vaso «de espanto y aturdimiento» (Ez 23,33). En la imagen de la copa s ':~ ' puede expresar también la bendito de Dios. El Señor aparece como buen€-~`°` anfitrión: «Me preparas una mesa... mi copa rebosa» (Sal 23,5). «Alzaré mi copa por el triunfo invocando al Señor» (Sal 116,13). El hombre piadoso tiene la firme esperanza de que será apartado del reino de los muertos: «El Señor tiene en su mano mi copa con mi suerte y mi lote» (Sal 16,5); la copa es aquí una metáfora para expresar la suerte otorgada. Quien invoque los poderes del mal, «beberá del vino del furor de Dios, escanciado sin diluir en la copa de su cólera» (Ap 14,10; 16,19). Propiamente, toda la vida del hombre es un camino de un cáliz que se llena y ha de beberse hasta el fondo. También la vida terrena del Salvador fue un cáliz: «¿Voy a dejar de beber el cáliz que me ofrece el Padre?» (Jn 18,11). Jesús dice a los hijos del Zebedeo: «¿Sois capaces de beber el cáliz que yo voy a beber?» (Mt 20,22); y en Getsemaní oró así al Padre en su angustia mortal: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz» (Le 22,42). El cáliz de la pasión del Señor se convirtió en el cáliz eucarístico de la Iglesia. En la última cena, Jesús tomó un cáliz y lo pasó a sus discípulos diciendo: «Bebed todos, que ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,27s; Me 14,23s). Pablo escribe a los Corintios: «Cada vez que bebéis de ese cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que él vuelva» (1 Cor 11,26). Precisamente en el retorno de Cristo se fundamenta la esperanza en la supervivencia del hombre; así, el vaso de la última cena se convierte en el cáliz de vida eterna. Según la poesía medieval del Grial, José de Arimatea recogió en el cáliz de la última cena -originariamente la copa de cristal de la corona de Lucifer caído- la sangre del costado de Cristo; llevado a un país occidental, se convirtió en el grial, que proporciona a sus custodios comida y bebida e incluso puede ayudar a obtener la inmortalidad. En el arte cristiano, el cáliz es ante todo símbolo del sacrificio de Cristo; su modelo en el Antiguo Testamento es la ofrenda de pan y vino de Melquisedec (Gn 14,18), reproducida con frecuencia en la pintura medieval como pareja de la última cena. Como puntos de cristalización del acontecimiento neotestamentario, el cáliz y la cruz se convirtieron en atributos de la Iglesia, la contrafigura de la sinagoga. corazón En la creencia de los pueblos el corazón ocupa desde el principio un puesto central. Designa la totalidad del hombre interior, en oposición al exterior de la persona. El héroe de la antigua Mesopotamia, Gilgamés, busca la hierba de la vida, porque «el miedo a la muerte ha entrado en su corazón». Para los egipcios el corazón era el centro de todos los impulsos espirituales; era la sede de la inteligencia, de la voluntad y de los sentimientos; más aún, era símbolo de la vida. Sin este órgano central no era imaginable la supervivencia después de la muerte; mientras que para el embalsamamiento se quitaban todos

los órganos internos, el corazón permanecía en su sitio. El dios primigenio Ptah concibió el universo primero en su corazón antes de darle forma mediante su palabra creadora. La verdadera esencia del hombre no está en su exterior, en la belleza o la fuerza, sino en su interior. Por eso Dios «no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón» (1 Sin 16,7). David sabe que Dios sondea el corazón (1 Cr 29,17). Puesto que también los riñones eran una imagen del interior del hombre, se dice que finalmente serán examinados «su corazón y sus riñones» (Jr 11,20). La actitud del corazón marca a todo el hombre: «Corazón contento alegra el semblante, corazón abatido desalienta» (Prov 15,13). En época más antigua los sentimientos del hombre se trasladaban a Dios; por eso se lee que el Señor «sintió pesar en su corazón» (Gn 6,6) y que se ha buscado un hombre «que agrade a su corazón» (1 Sin 13,14). Como el faraón no tomó en serio las súplicas y amenazas de Moisés (Ex 7,23), el Señor «endureció» su corazón (Ex 9,12). La afirmación de que el Señor vio «que en la tierra crecía la maldad del hombre y que todos los pensamientos de su corazón eran siempre perversos» (Gn 6,5) está cargada de pesimismo. Precisamente porque el hombre es capaz de pecar, debe amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (Dt 6,5). El hombre que vive conforme a los preceptos de Dios puede exclamar como Ana: «Mi corazón se regocija por el Señor» (1 Sin 2,1). Quien recibe un corazón nuevo ha experimentado un cambio interior; el Señor puede arrancar del hombre «el corazón de piedra» y ponerle un «corazón de carne» (Ez 36,26). También en el Nuevo Testamento el corazón designa el centro anímicoespiritual. Pablo escribió «por una gran angustia y congoja del corazón» (2 Cor 2,4). La fe no es cuestión del pensamiento o del sentimiento, sino únicamente del corazón (Rom 10,10). El corazón «que nos acusa» no es otra cosa que la conciencia» (1 Jn 3,19ss). Pedro exhorta a las mujeres a que su adorno no consista en lo exterior, en peinados artificiosos, en aderezos y vestidos, «sino que esté en lo oculto del corazón, con el valor inalterable de un carácter suave y sereno» (1 Pe 3,3ss). Dado que el corazón es el punto de partida de toda acción humana, Dios inscribirá sus leyes en los corazones (Heb 8,10). «El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5). El corazón se convierte en el órgano de la «religión», de la vinculación retrospectiva a Dios; por la fe Cristo vive en el corazón del hombre (Ef 3,17). En el Medioevo cristiano, el corazón se convirtió cada vez más en un símbolo del amor, tanto en sentido profano como religioso. En algunas representaciones, San Agustín aparece con un corazón en llamas, a veces también taladrado por flechas, como imagen de su ardiente amor a Dios. El escritor litúrgico Durando (siglo xili) designó el corazón como un altar místico en el que los impulsos carnales son consumidos por el fuego del Espíritu Santo y se ofrecen como sacrificio las obras purificadas por el amor. La veneración al corazón de Jesús, que ya aparece en algunos místicos, se extiende a círculos más amplios hacia el final de la Edad Media en imágenes meditativas con el corazón traspasado como símbolo del amor y de los sufrimientos del Salvador. Las visiones de María Margarita Alacoque (hacia 1674) son determinantes para la difusión gene ral de la veneración al Corazón de Jesús. Al final del siglo xvii aparecieron las imágenes del Corazón de María, que, según la profecía del anciano Simeón («una espada te traspasará el corazón», Le 2,35), aparece traspasado por una espada. cordero y carnero Por su candidez y docilidad, la oveja se convirtió en imagen del hombre piadoso y está en correspondencia con otra metáfora del lenguaje religioso: el pastor divino. La cría de la oveja era símbolo de la fecundidad. El dios creador egipcio Chnüm fue representado como hombre con cabeza de carnero. El cordero y el carnero fueron en el antiguo Oriente y en los países mediterráneos los animales más empleados para los sacrificios. La saga griega habla de Frixo, el hijo del rey, destinado al sacrificio, a

quien salvó de la muerte un carnero enviado por la divinidad; el carnero fue después sacrificado a Zeus en representación del hombre. Los sacrificios del año nuevo tenían una importancia especial; así ocurría en Frigia, donde, durante los misterios de Atis, se degollaba un carnero en el abeto talado; probablemente existía una relación con la adoración del sol y con la esperanza en el retorno de la estación cálida y fecunda del año. Ya los hititas sacrificaban al dios del sol un cordero blanco. En la Biblia, la docilidad de la oveja y su dependencia del pastor son una imagen de la relación del hombre con Dios: «Que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Nm 27,17). Dios apacienta la multitud de sus rebaños: «como un pastor..., su brazo los reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres» (Is 40,11). El cordero, que como ningún otro animal se deja llevar sin resistencia al matadero, era el animal preferido para los sacrificios; todos los días eran ofrecidos en el altar dos corderos, uno por la mañana y otro por la tarde, como sacrificio matutino y vespertino (Ex 29,38s). En perspectiva simbólica, estos corderos de la ofrenda de la antigua alianza son un símbolo del cordero único de la nueva alianza, que se ofrece a sí mismo por la humanidad entera. Isaías dice del siervo de Dios estas palabras realmente proféticas: «Maltratado, se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero... enmudecía y no abría la boca» (Is 53,7). No es meramente casual el hecho de que, en arameo, las palabras para designar «siervo» y «cordero» sean idénticas. Ya en el relato de Abraham e Isaac aparece claramente que el cordero enredado por los cuernos en la maleza, que Abraham sacrificó a Dios en el altar del holocausto (Gn 22,13), fue una ofrenda representativa. También el sacrificio del cordero pascual en la tarde anterior a la noche terrible en la que el ángel de Dios mató a los primogénitos de los egipcios (Ex 12,1-14) tuvo carácter representativo, pues el Señor pasó de largo por las casas de los israelitas cuyas jambas estaban marcadas con la sangre del cordero. La sangre del cordero no sólo era medio de expiación para detener la cólera de Dios, sino también distintivo de los fieles que, en la comida pascual, se unían formando una comunidad sacramental. Es significativo el pasaje en el que se dice que del cordero degollado que se ha de consumir ,,,,no se romperá ningún hueso (Ex 12,46). La celebración de la pascua debía repetirse cada año para recuerdo perenne; por eso todos los años, en la tarde del 14 de Nisán, los padres de familia ofrecían en el atrio de Jerusalén un cordero añal e inmaculado, establecido por Dios misM`Wcomo signo de salvación, que reconcilia y vincula a su pueblo con El. Junto al cordero sacrificial, también el chivo expiatorio hace referencia a Cristo: «Aarón presentará el macho cabrío vivo. Con las dos manos puestas sobre la cabeza del macho cabrío vivo, confesará las iniquidades y delitos de los israelitas, todos sus pecados; se los echará en la cabeza al macho cabrío, y después, con el encargado de turno, lo mandará al desierto» (Lv 16,21). Para salvar a los hombres liberándolos de su culpa, el chivo, cargado con los pecados, es expulsado al desierto, a la muerte, a los brazos del adversario divino. Juan Bautista reconoció a Jesucristo como el siervo de Dios que sufre y como el verdadero cordero pascual cuando dijo: «Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del múhdo» Un 1,29). Poco antes de su prendimiento, Jesús celebró la cena > pascual con sus discípulos y en ella instituyó la eucaristía; de sus palabras se deduce que se entendió a sí mismo como el cordero pascual: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo... Bebed todos, que ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,26ss). Jesús murió a la misma hora en que eran degollados los corderos en el templo para la fiesta de la pascua. Del mismo modo que no se debían quebrar los huesos de los animales sacrificados para la pascua, tampoco debían serlo los de Jesús, «porque esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura» (Jn 19,3136). Pablo lo arma con toda claridad: «Porque Cristo, nuestro cordero pascual, ya fue inmolado» (1 Cor 5,7). Pedro señala que los fieles no son

rescatados con cosas perecederas, «sino con la sangre preciosa del Mesías, cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe 1,19). También en el trono de gloria del Apocalipsis el Cordero lleva las marcas de su sacrificio: «estaba de pie, aunque parecía degollado» (Ap 5,6). En el último juicio, los poderosos y los ricos de la tierra clamarán atemorizados: «Ocultadnos... de la cólera del Cordero» (Ap 6,16). Pero los que han lavado y blanqueado sus vestiduras «con la sangre del Cordero» serán apacentados por «el Cordero que está ante el trono» y llevados a las fuentes de agua viva (Ap 7,14-17). La consumación del Reino de Dios es comparada con una boda en la que Cristo, bajo la imagen del Cordero, se une para siempre con su esposa, la comunidad de Dios (Ap 19,7). La imagen veterotestamentaria del pastor que protege a su rebaño es recogida por Jesús cuando le dice a Pedro: «Lleva mis corderos a pastar» (Jn 21,15). En el juicio final, el Hijo del Hombre separará a los pueblos entre sí, «como un pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,32). El cordero como símbolo de Cristo que penetró en la liturgia se menciona en el himno «Gloria a Dios en las alturas», inmediatamente ant,~s de la comunión y especialmente en la liturgia pascual; de este modo celebra la Iglesia una pascua permanente para el recuerdo continuo del «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo>. La comparación paulina de Cristo como cordero pascual tuvo también su expresión en la costumbre popular, de la que dan testimonio las figuras hechas de pan en forma de corderito de pascua. Desde el comienzo de la era cristiana el «Cordero de Dios» es la representación simbólica de Cristo como cordero con el nimbo de la cruz, con la cruz o el estandarte de la cruz y el cáliz. -En' el cuadro de los hermanos van Eyck que hay en el altar de Gante, el cordero es el centro del culto eucarístico. Como atributo, el cordero pertenece a Juan Bautista, que remitió al Cordero de Dios. La lana del cordero (Jue 6,37-40) es interpretada por los exegetas como símbolo mariano; María «concibió al Señor de tal manera que lo recibió con todo su ser, pero sin sufrir lesión corporal alguna» (Máximo de Turín). corona La corona es el signo exterior de la dignidad soberana; su rica ornamentación de piedras preciosas y perlas simboliza la plenitud del poder. La corona, como la pieza más importante de las insignias, fue el tesoro, cuidadosamente custodiado, de todo un pueblo. El que es coronado está bajo la protección de los dioses. Los egipcios veían en la corona el ojo del dios del sol, o también la llama que protegía al rey. La corona de oro es ella misma divina y símbolo del sol y de la luz. Teseo recibe de Ariadna una guirnalda o una corona, cuyo resplandor ilumina el laberinto. La corona de los dioses indica su poder soberano sobre el cosmos; la diosa persa Anaitis lleva una corona de estrellas, y una tradición judía extrabíblica menciona una corona del mesías David, adornada con el sol, la luna y las doce imágenes del zodíaco. La corona del rey es signo de su poder y majestad. En el canto de acción de gracias a Dios por la coronación del rey se dice: «Te adelantaste a bendecirlo con el éxito, has puesto en su cabeza una corona de oro» (Sal 21,14). La caída de Judá es comparada con la caída de la corona de la cabeza del rey (Jr 13,18). La pérdida de la corona es consecuencia de una conducta malvada: «se nos ha caído la corona de la cabeza: ¡ay de nosotros, que hemos pecado!» (Lam 5,16). La corona otorga dignidad y prestigio, y ambas cosas se pierden con el propio honor. Job (19,9) se queja de que Dios lo ha despojado de su honor y le ha quitado la corona de la cabeza. Dios corona a los piadosos con benevolencia y misericordia (Sal 103,4). El sumo sacerdote lleva una «filacteria de oro puro», en forma de diadema, en la que se ha grabado, como en un sello, «Consagrado al Señor»; deberá llevarla siempre para reconciliar a su pueblo con el Señor (Ex 28,36.38). Tiene significado mesiánico la corona hecha de oro y plata que será puesta en la cabeza del sumo sacerdote Josué; es propiamente la corona que pertenece al hombre llamado «Germen», que es quien construirá el templo del Señor (Zac 6,lls). La palabra griega stephanos, que en la traducción de la Biblia por Lutero se traduce por

«corona», designa propiamente una guirnalda de hojas naturales o de metal, como la que se entregaba a los que vencían en las competiciones (1 Cor 1,25). De verdaderas coronas (en griego, «diadema») se habla en el Apocalipsis. El dragón rojo, en una imitación diabólica de Dios para hacer creer en su dignidad, lleva en sus siete cabezas siete coronas (Ap 12,3). En la lucha final aparece el que combate por la justicia -Cristo- sobre un caballo blanco «llevando en su cabeza muchas coronas» (Ap 19,12). Como ocurre en las fuentes escritas, también en el arte cristiano la guirnalda y la corona son intercambiables. En algunos mosaicos de basílicas cristianas antiguas, la mano de Dios Padre ofrece desde las nubes un anillo de oro adornado con gemas, o una guirnalda de hojas de oro resplandeciente, con una gran piedra preciosa en el centro, destinada a Cristo o a un santo titular. La imagen de la coronación de María no está atestiguada en la Biblia; se quisieron ver relaciones tipológicas en el enaltecimiento de Betsabé por su hijo el rey Salomón (1 Re 2,19) y en la coronación de Ester por Asuero (Est 2,17). En ocasiones solemnes extralitúrgicas, el Papa llevaba la tiara, que consta de un triple aro en forma de corona. El primer aro designa la soberanía mundana, el segundo el poder espiritual y el tercero, que no fue añadido hasta el siglo xlv, quizá podría indicar que el poder del Papa conforme a las palabras de Cristo a Pedro, «lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo»- se extiende también al cielo. Figuras femeninas coronadas simbolizan las virtudes teológicas fe y esperanza, y también la Iglesia. La sinagoga es representada con una corona torcida o caída, como signo de que ha sido destronada y ha llegado al ocaso. cosecha En la Antigüedad, todas las acciones del hombre, especialmente las encaminadas a la alimentación, como cazar, pescar, sembrar y cosechar, tenían significado simbólico. Entre las fiestas más antiguas están las de la agricultura, y de nuevo especialmente las de la cosecha, con sus usos mágicos y religiosos. Los egipcios llevaban los primeros frutos recogidos al templo del dios de la ciudad como ofrenda de acción de gracias. A partir del sentimiento de unidad con la naturaleza, el hombre relacionaba con su propia vida las imágenes de semilla y de cosecha. Después del equinoccio de otoño, cuando se recogía «el producto de la tierra», los judíos celebraban la fiesta de las chozas (Lv 23,39). Con este motivo, debía venerarse a Yahvé como Señor de la cosecha. El ramo festivo que se llevaba al altar, hecho de «árboles de adorno, palmas, ramas de árboles frondosos y de sauces» (Lv 23,40) es una expresión adecuada de agradecimiento por la cosecha, como se dice en un salmo dedicado a la fiesta de las chozas: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor» (Sal 118,29). La cosecha es fruto de la sementera; no hay cosecha sin esfuerzo (Prov 20,4). Las imágenes de la semilla y la cosecha se transfieren una y otra vez al campo ético. «El que siembra maldad cosecha desgracia» (Prov 22,8); pero «el que siembra según justicia cosecha el fruto del amor» (Os 10,12). Cuando la maldad del hombre ha alcanzado su punto culminante, los arados se convierten en espadas, las podaderas en lanzas y se hace un llamamiento a los guerreros de Dios: «Mano a la hoz, madura está la mies» (Jl 4,10-13). El Señor anuncia así el juicio inminente sobre Babilonia: «La capital de Babilonia era una era en tiempo de trilla: muy pronto llegará el tiempo de la siega» (Jr 51,33). En la carta a los Gálatas (6,7), la semilla y la cosecha aparecen como imágenes complementarias: «Con Dios no se juega; lo que uno siembre, eso cosechará». De la semilla de la carne, sólo puede crecer corrupción; pero «el que cultiva el espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna» (Gál 6,8). Jesús ve su obra como trabajo en la cosecha de Dios, para la que faltan braceros (Mt 9,37s). Los apóstoles son llamados a cosechar lo que Jesús siembra; «porque en eso tiene razón el refrán, que uno siembra y otro siega» (Jn 4,37). En la parábola de la cizaña en el sembrado, la cosecha es el fin del mundo, «y los segadores son los ángeles» (Mt 13,39). El

vidente de Patmos ve el juicio futuro como cosecha de Dios. El que estaba sentado sobre una nube «acercó su hoz a la tierra y la segó», y un ángel «vendimió la viña de la tierra y echó las uvas en el gran lagar del furor de Dios» (Ap 14,14-19). Semilla. cruz, crucifixión La cruz, caracterizada por el número cuatro, es símbolo de la unión de los opuestos (arribaabajo, derecha-izquierda). Como signo cósmico -del sol y su curso o de los cuatro puntos cardinales- aparece en forma de cruz de rueda o de cruz de gancho; así era conocida entre los sumerios, en la antigua India y en el neolítico de la región del Danubio. Como signo de salvación o de protección, aparece en numerosos sellos y amuletos antiguos. En una estela asiria, el rey Samsi-Adad (824-810 a.C.) lleva una «cruz cuadrada» en una cinta que rodea su cuello. El castigo de la crucifixión, que procede de oriente -especialmente de Persia- fue aceptado por los cartagineses y los romanos; era la forma de morir más despreciable y se aplicó sobre todo a los esclavos. Tanto la palabra griega como la latina designan ante todo un palo vertical, al que se ataba a los condenados a muerte. Entre el madero de la cruz y la cruz cósmica no había ninguna relación conceptual en la época precristiana. En el Antiguo Testamento no se conocía la crucifixión; sin embargo, se colgaban los cadáveres de los ejecutados para aumentar su ignominia. Después de apedrear a un condenado a muerte, se le colgaba de un árbol (Dt 21,21ss; cf. también Gn 40,19). La serpiente sujeta a una estaca por orden del Señor se convirtió en la época del Nuevo Testamento en tipo de Jesús crucificado; «los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Nm 21,8). Se suele aceptar que Jesús fue crucificado en la «cruz desplegada», cuyo brazo superior sobresalía de la cabeza, porque el título de la muerte de Jesús se puso por encima de su cabeza (Mt 27,37). En Juan (3,14) se encuentra la referencia tipológica: «Lo mismo que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también el Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto para que todos los que creen en él tengan vida eterna». Entre las interpretaciones simbólicas de la cruz hay que destacar sobre todo la de la carta a los Efesios (2,16): por la cruz son reconciliadas dos partes opuestas entre sí, lo que, en último término, no sólo vale para dos épocas o dos formas de fe, sino también para el cielo y la tierra. Las cuatro dimensiones de la cruz indican la universalidad de la salvación; refiriéndose a la crucifixión, Jesús dijo: «Pero yo, cuando me levanten de la tierra, tiraré de todos lacia mí» (Jn 12,32). La cruz es ante todo signo de la muerte; Jesús «murió por todos» (2 Cor 5,14) y en su muerte «el hombre que éramos antes fue crucificado con él» (Rom 6,6). Pero la ambivalencia de la cruz hace que sea también símbolo de la redención y, por tanto, de la vida. «Con su sangre derramada en la cruz» Cristo establece la paz y reconcilia consigo el universo, «lo terrestre y lo celeste» (Col 1,20). «Por haber muerto con Cristo creemos que también viviremos con él» (Rom 6,8). Para los que creen, la cruz es un signo del «poder de Dios», por el que se salvan,.H Cor 1,18). Es el signo último y supremo de la victoria. «Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme más que en la Cruz de nuestro Señor, Jesucristo, en el cual el mundo quedó crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14). La disposición para llevar la cruz -un mandado para los discípulos del Señor- es una imagen de la entrega del propio yo; «porque si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia, la salvará» (Me 8,34s). Al final de los tiempos «aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre» (Mt 24,36). Ya los Padres de la Iglesia buscaron textos del Antiguo Testamento susceptibles de interpretación tipológica; así por ejemplo, Justino mártir vio en el árbol de la vida de Gn 2,9 una referencia a la cruz. Melitón de Sardes fue el primero que vio el sacrificio de Abraham, a quien Dios le pidió la ofrenda de su hijo Isaac (Gn 22), como tipo del sacrificio de Cristo en la cruz. Efrén de Siria recomendó la cruz como signo de

victoria sobre los malos espíritus. En Gregorio de Nisa y en Agustín se encuentra ya una interpretación cosmológica de la forma de la cruz. El hombre con los brazos extendidos -una de las actitudes más antiguas de oración; cf. Ex 17,11- se convirtió, en perspectiva simbólica, en imagen de la cruz y del Crucificado. Muy pronto surgió la costumbre de sellar al neófito en nombre de Cristo trazando una cruz sobre su frente; este signo de la cruz es propiamente el sello de los servidores de Dios, según Ap 7,3. Al poner la piedra angular de una iglesia, se coloca en el lugar del futuro altar una cruz de madera. La construcción en forma de cruz de numerosas iglesias (nave horizontal y nave tr~ar~ ~;evsal` se interpreta desde el principio dei siglo xiv como símbolo del Cruc:fcado, que con sus brazos extendidos abarca el mundo entero. La cruz no fue objeto de representación artística hasta después de que, bajo el emperador Teodosio el Grande, fuera def( nitivamente abolida la crucifixión como castigo y, por tanto, no evocara ya asociaciones negativas. Las primeras representaciones del Crucificado (la puerta de Santa Sabina de Roma, del siglo v) fueron sin duda una reacción contra el monofisismo, que negaba la capacidad de sufrimiento de Cristo. Toda la literatura y el arte medievales ponen de manifiesto que, en la fe cristiana, la cruz histórica sigue actuando soteriológicamente, como signo de la presencia de la salvación, y escatológicamente, como signo de la esperanza en la salvación. La cruz, que representa a Cristo como el Señor resucitado y glorificado, aparece desde el siglo xi sobre el altar del templo. cuatro El cuatro indica la totalidad cósmica; hay cuatro puntos cardinales, cuatro vientos, cuatro estaciones del año y -según una tradición antiguacuatro elementos. Conforme a la enseñanza sobre los dioses del egipcio Hermopolis, antes del nacimiento del mundo reinaban cuatro pares de dioses. La cosmología babilónica afirma que hay cuatro puntos universales en el curso del año. Los antiguos persas distinguían cuatro períodos del mundo; Hesíodo, cuatro edades. En conexión con Dios, el cuatro simboliza el reinado de lo divino sobre lo terreno; el escultor griego Fidias colocó a los pies del trono de su gran estatua de Zeus a cuatro diosas de la victoria como signo de su gobierno sobre el mundo material. En la Biblia el cuatro alude al mundo creado por Dios. El río que nacía en el jardín de Edén se dividía en cuatro brazos (Gn 2,10). Los cuatro querubines de la visión de Ezequiel (1,4-14), que pueden caminar hacia todos los lados, son una imagen de la actividad de Dios, que se extiende a todas las direcciones; su nombre revelado en el tiempo y el espacio es -en grafía consonántica YHWH- un tetragrama. Cuatro es el número de lo material, de lo terreno; la tierra tiene «cuatro extremos» (Ez 7,2). Los «cuatro vientos del cielo» (Dn 11,4) son expresión del orden divino en la tierra y el universo. Contra su pueblo infiel el Señor envía cuatro castigos: «La espada para matar, los perros para despedazar, las aves del cielo para devorar, las bestias de la tierra para destrozar» (Jr 15,3). Cuando Cristo retorne, «enviará a sus ángeles y reunirán a sus elegidos de los cuatro vientos» (Mt 24,31; Me 13,27). El autor apocalíptico del Nuevo Testamento ve alrededor del trono de Dios a «cuatro vivientes» (Ap 4,6), símbolos del mundo creado por Dios. Mientras que el cielo se ve en la figura del círculo -la figura geométrica perfecta- la tierra está unida con frecuencia a la representación de un cuadrado. Al término del reinado de mil años, Satanás «saldrá para engañar a las naciones de los cuatro lados de la tierra» (Ap 20,8). Cuando se abren los cuatro primeros sellos, Juan ve a los cuatro jinetes que el Señor envía como castigo a la tierra (Ap 6,18). Así como los ríos del paraíso regaban Edén, del mismo modo los cuatro evangelistas llevan el agua de la Revelación a todos los puntos cardinales. También en el número de las letras del nombre Adán algunos quisieron ver una alusión a los cuatro puntos cardinales. Según Durando, los cuatro elementos están corrompidos en el hombre pecador, pero son santificados de nuevo por la cruz (que emite cuatro rayos). La literatura enciclopédica de la

alta Edad Media desarrolló todo un sistema de grupos análogos de cuatro, en el que se relacionó a los cuatro elementos con los cuatro vientos, las cuatro estaciones del año, los cuatro ríos del paraíso, los cuatro grandes profetas del Antiguo Testamento, los cuatro evangelistas, los cuatro grandes Padres de la Iglesia y, finalmente, con las cuatro virtudes cardinales, los cuatro temperamentos, etc. Puntos cardinales. cuerno (cuerno de animal) Para los pueblos antiguos, el cuerno, temido como arma de ataque y de defensa, era símbolo de fuerza física y de poder sobrenatural. En el antiguo Egipto, la cornamenta unida a la corona servía de tocado a muchos dioses, y para el pueblo sencillo era un compendio del espanto que rodea lo sobrenatural. Entre el cuerno y el sol se estableció una especial relación simbólica. Algunas imágenes norteafricanas de roca representan carneros y búfalos que llevan entre sus cuernos el disco solar. La diosa del cielo Ator lleva en su cabeza la cornamenta del toro con el disco del sol. En el arte mesopotámico las divinidades están adornadas con una corona de cuernos, que son en cierto modo símbolo de su poder sobrenatural. En la época helenista algunos soberanos hicieron acuñar en monedas su imagen con cuernos en la frente. También en la Biblia el cuerno es un signo de poder y fortaleza. El Señor dará a su pueblo cuernos de hierro y cascos de bronce «para que tritures a muchos pueblos y consagres sus riquezas al Señor» (Miq 4,13). El Señor levanta el cuerno del hombre piadoso (Sal 92,11), una imagen vigorosa para indicar la gracia divina. El hombre que teme a Dios y camina según sus preceptos verá su «cuerno levantado en gloria» (Sal 112,9). Mientras que el Señor levanta el cuerno de su pueblo (Sal 148,14), el cuerno de Moab es arrancado (Jr 48,25), es decir, queda roto su poder. «Quebraré todos los cuernos de los impíos, y los cuernos del justo se alzarán» (Sal 75,11). El Señor mismo es designado como «cuerno de salvación» en un canto de acción de gracias después de batallas victoriosas (Sal 18,3). Se consideraban como un signo especial del poder divino los cuernos de metal que había en los cuatro ángulos del altar de los holocaustos y del altar del incienso de la tienda de la fundación (Ex 27,2; 30,2). También en el altar de los holocaustos del templo de Salomón «sobresalían cuatro cuernos» (Ez 43,15). Al untar los cuernos con la sangre de los animales sacrificados se subrayaba especialmente la entrega de la vida a Dios. Ya Aarón y sus hijos recibieron este encargo con ocasión de su cor:sagración sacerdotal: «Tomando sangre de la res, untarás con el dedo los cuernos del altar» (Ex 29,12). Cuando el Señor arranca los cuernos del altar haciéndolos caer por tierra (Am 3,14) se trata de un castigo terrible. Si un acusado conseguía huir al templo y allí tocaba los cuernos del altar, se ponía bajo la protección de Dios y -si no había cometido deliberadamente asesinato- se salvaba (1 Re 1,50-53). En la línea de los Salmos, se dice en Lucas: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido El a liberar a su pueblo, suscitándonos un cuerno de salvación en la casa de David, su siervo» (Le 1,68s). El Cordero apocalíptico «tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a la tierra entera» (Ap 5,6). Los siete cuernos del Cordero simbolizan la omnipotencia de Cristo, mientras que los diez cuernos del gran dragón rojo (Ap 12,3) expresan la fuerza de la maldad satánica, que finalmente se manifiesta como impotencia. Recogiendo concepciones antiguas, el diablo adquirió en el arte y en la creencia popular una serie de rasgos animales; entre ellos, los cuernos subrayan el poder del mal. La representación de Moisés «con cuernos», cuya figura más conocida es la escultura de Miguel Angel, se debe a una traducción latina errónea del texto bíblico hebreo (Ex 34,29s); no se dice que salían cuernos de su rostro («facies cornuta»), sino rayos. Pero la plasmación artística de este malentendido de la Vulgata subraya la fuerza expresiva del antiguo símbolo, ya que en la figura de Moisés con cuernos se creía reconocer la fuerza que Dios le había transmitido. cuervo

Por su color negro azabache y su graznido, el cuervo era para los pueblos antiguos un ave de mal agüero. Se creía que estaba cerca de los dioses y conocía el destino de los hombres. Según la leyenda, dos cuervos indicaron a Alejandro Magno el camino hacia el santuario de Amón. En la leyenda mesopotámica del diluvio, las aves enviadas en primer lugar por Utnapishtim (una paloma y una golondrina) volvieron, mientras que el cuervo se posó en la tierra que emergía de las aguas. Pero también se consideró a los cuervos y cornejas como aves que anunciaban desgracias; en el calendario babilónico existía el aciago mes bisiesto, el decimotercero del año, bajo el signo del cuervo. Este animal capaz de aprendizaje era el acompañante de Apolo, el dios de la luz y del oráculo, y designaba el primer grado de consagración a los misterios de Mitra. En la Biblia, el cuervo se menciona por primera vez en el Génesis. Antes de salir del arca con los suyos, Noé soltó un cuervo, «que voló de un lado para otro hasta que se secó el agua en la tierra» (Gn 8,7). Noé esperó en vano la vuelta del cuervo, que no encontró un lugar donde posarse y por eso voló de un lado a otro hasta que bajaron las aguas- pero sí alimento suficiente en los cadáveres arrastrados por el agua. Como ave carroñera, el cuervo pertenece a los animales impuros (Lv 11,15) y saca los ojos a sus víctimas (Prov 30,17). Según el anuncio de los profetas, los cuervos y las lechuzas heredarán el país de Edom, que el Señor devastará a causa de los pecados de sus habitantes (Is 34,11). El amor solícito de Dios no se detiene ante ninguno de los seres de su creación: «da su alimento al ganado y a las crías de cuervo que graznan» (Sal 147,9); más aún, elige al cuervo como instrumento suyo para hacer llegar comida al profeta Elías, escondido junto al torrente de Carit (1 Re 17,4ss.). Jesús dice a sus pusilánimes discípulos: «Fijaos en los cuervos: ni siembran ni siegan, no tienen despensa ni granero y, sin embargo, Dios los alimenta. Y ¡cuánto más valéis vosotros que los pájaros!» (Lc 12,24). Cuando, al anunciar la caída de Babilonia, se dice en el Apocalipsis que la ciudad pecadora se ha convertido «en guarida de todo espíritu impuro, en guarida de todo pájaro inmundo y repugnante» (Ap 18,2), detrás de estas palabras está sin duda la misma imagen que en el anuncio del Antiguo Testamento sobre el juicio a Edom. En los Padres de la Iglesia, el cuervo es símbolo de los pecadores. San Hilario interpreta ya así el cuervo soltado por Noé, que se posó en las vanidades del mundo en vez de volver al arca (= la Iglesia). En la representación gráfica de los vicios aparece ocasionalmente el cuervo como atributo de la avaricia. Según Jerónimo Bosch, el cuervo, temido en la creencia popular como ave del patíbulo, es una imagen del lado oscuro de la vida e incluso hace referencia a la muerte. En sentido positivo, junto a San Meinrad aparecen dos cuervos que persiguen a los asesinos del santo hasta su captura. cueva Ya en tiempos prehistóricos las cuevas servían para acciones mágicas de culto. A la cueva, que por su naturaleza es un lugar adecuado para sepultar a los muertos, estaba unida la concepción del reino de los muertos. Según una antigua concepción sumeria, el difunto, después de cruzar el río de los muertos, llegaba al monte, es decir, a la cueva del monte del universo. La región de las necrópolis de la ciudad egipcia Licopolis era llamada «apertura de la cueva». La cueva, estrechamente ligada al arquetipo de la «Magna Mater», es tanto lugar de nacimiento como ámbito de muerte. Los egipcios creían que el agua vital del Nilo procedía de una cueva. Zeus nació en una cueva de Creta; Hermes, en una cueva del monte Kilene. La cueva oscura de la tierra es el lugar mítico del «hieros gamos» (como en los casos de Júpiter y Juno). Las cuevas mencionadas varias veces en la Biblia no suelen tener significado simbólico; los animales se detenían en ellas, pero también los hombres las habitaban o huían a ellas. Sin embargo, hay algunos pasajes en los que también la cueva ha de atribuirse al lenguaje simbólico. Significativamente, la cueva o la hendidura de la roca está en conexión con la epifanía de Dios. El Señor dijo a Moisés: «Cuando pase mi gloria te meteré en una

hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado» (Ex 33,22). Cuando Elías pasó la noche en una cueva del monte de Dios, el Horeb, «el Señor le dirigió la palabra: ¿Qué haces aquí, Elías?». Y de nuevo resonó la misana pregunta cuando el profeta, cubriéndose el rostro con el manto, se puso en pie a la entrada de la cueva (1 Re 19,8-13). El arca de la alianza, salvada de los enemigos, fue escondida en una cueva del monte Nebo «hasta que Dios se vuelva propicio y reúna la comunidad del pueblo» (2 Mac 2,47). La cueva es entrada y tránsito a otro mundo. Es también el lugar en el que, de forma misteriosa, se engendra vida; en la Biblia, contra las leyes de la naturaleza: de la relación incestuosa de las hijas de Lot con su padre borracho en una cueva nacieron dos nuevos pueblos, los moabitas y los amonitas (Gn 19,3038). Finalmente, la cueva es una imagen del mundo subterráneo. Los cinco reyes que huyeron de Josué a una cueva son representantes del poder tenebroso, abismal, que fueron sacados, matados y arrojados de nuevo a la cueva, a cuya entrada se colocaron grandes piedras (Jos 10,17-27). También la cavidad del pozo puede aludir al mundo subterráneo, como en el caso de José, arrojado al pozo por sus hermanos (Gn 37,20-24). El salmista implora con profunda angustia: «Que no me trague el torbellino, que el pozo no se cierre sobre mí» (Sal 69,16). Cueva, fosa y tumba son sinónimos. El que yace «en lo hondo de la fosa» está en el reino de las tinieblas, de la muerte (Sal 88,7); allí está el «sheol» hebreo. El que la tumba de Lázaro fuera una cueva cerrada con una losa (Jn 11,38) no es insólito en un país montañoso, pero, desde una perspectiva histórico-salvífica, adquiere un sentido más profundo: de la cueva brota la vida. La misma tumba de Cristo puede concebirse como una especie de cueva que José de Arimatea «había hecho excavar en la roca» y ante la que hizo rodar una gran piedra. La entrada en la tumba de roca significa el descenso de Cristo al mundo subterráneo, al reino de la muerte, del que se levanta el primer día de la semana (Mt 27,60; 28,1-15). En los evangelios no hay referencia alguna al nacimiento de Cristo en una cueva, pero ya en el apócrifo «Protoevangelio de Santiago» se habla ampliamente de ello, y también Orígenes, en su obra contra Celso, se refiere al pesebre de una cueva junto a Belén. En contraste con las representaciones occidentales, en las que aparece el establo, en el arte bizantino-oriental el lugar del nacimiento de Cristo es casi siempre una gruta o una cueva oscura en la roca. En Hab 3,3 vieron algunos autores una referencia tipológica: Dios viene del Monte Farán = Madre de Dios, cuyo seno es su lugar de nacimiento. La aparente contradicción entre los dos lugares de nacimiento se resuelve al considerar que en Palestina era frecuente utilizar como establo en las regiones de pastos determinadas cuevas. Según la leyenda, fue nada menos que el mismo arcángel San Miguel el que estableció un lugar de culto en una cueva del monte Gargano. Debido a las apariciones marianas en una gruta, de la que mana un agua milagrosa, Lourdes se convirtió en un famoso centro de peregrinación. danza En muchas religiones, la danza es, junto al sacrificio, la acción cultual más importante. La danza puede ser una exteriorización inmediata de lo que mueve interiormente al hombre; así, por ejemplo, es expresión de alegría. En el culto egipcio a los difuntos, la danza es un símbolo de la esperanza en la resurrección; los danzarines, adornados con coronas de junco, acudían «a la puerta de la tumba» al encuentro del difunto, que había sido equiparado a Osiris, y lo saludaban con júbilo. En los círculos proféticos cananeos, la danza era un medio de entrar en éxtasis; en la danza místico-extática, se diría que el cuerpo vence la fuerza de gravedad. En Fenicia, Baal Markod era el «Señor de la danza», y en la India, Shiva es el «rey de los danzarines», que en sus movimientos simboliza el ritmo del universo. El escritor griego Luciano designa el baile de los cuerpos celestes como prefiguración de la danza en la tierra. La danza era un signo general de alegría y agradecimiento. Después de la travesía del Mar Rojo, María, hermana de Moisés, dirigió entre cantos y toque de timbales el baile de las

mujeres (Ex 15,20). «Cambiaste mi luto en danza, me desataste el sayal Y me has vestido de fiesta» (Sal 30,12). Los guerreros victoriosos eran recibidos a su vuelta «con panderos y danzas» (Jue 11,34). Aunque en la ley mosaica no se encuentra ninguna prescripción sobre las danzas religiosas, éstas no eran insólitas. Un típico ejemplo de danza procesional lo encontramos en el traslado del arca de la alianza: «David iba danzando ante el Señor con todo entusiasmo. . Así iban llevando David y los israelitas el arca del Señor entre vítores y al sonido de las trompetas» (2 Sin 6,15). Los hijos de Sión deben alabar al Señor con danzas y tañer para él panderos y cítaras (Sal 149,3; 150,4). Las danzas alrededor del becerro de oro han de entenderse como acción cultual en torno a un objeto sagrado (Ex 32,19); mediante su movimiento circular, la multitud, en su error, esperaba poder participar del centro, supuestamente cargado de poder. La importancia de la danza para los israelitas se pone de manifiesto en que la palabra hebrea usual para fiesta («hag») significaba en su origen «rodeo», «danza en corro». La danza es un elemento de las promesas del tiempo salví %co venidero: «Te reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel; de nuevo saldrás enjoyada a bailar con panderos en corros» (Jr 31,4). En la parábola del hijo perdido, su retorno a la casa paterna es celebrado con una fiesta gozosa, de la que forman parte la música y la danza (Le 15,25). Cuando el rey Herodes dio un banquete con motivo de su cumpleaños, entró la hija de Herodías a bailar y su danza gustó mucho al rey; su deseo de complacerla lo llevó a ordenar la muerte de Juan Bautista (Me 6,2129). En recuerdo de la danza alrededor del becerro de oro y del baile de Salomé ante Herodes -el relato bíblico no menciona el nombre de la bailarina-, pero también para marcar distancias respecto a ciertas orgías paganas, el cristianismo primitivo se mostró con trario a esta forma de movimiento corporal. De Juan Crisóstomo procede la frase: «Donde se baila, allí está el diablo». A pesar de ello, la danza no desapareció por completo de las concepciones y costumbres religiosas. El doctor de la Iglesia Hipólito designó al Logos como «sagrado bailarín en corro». La mística Mechtild de Magdeburgo hablaba de la «danza del alma». Las danzas ejecutadas en la Edad Media por el clero en el crucero de las catedrales eran una prefiguración de los gozos esperados en el cielo. La danza sacral que todavía hoy ejecutan los seises en la catedral de Sevilla fue aprobada por una bula papal en 1439. Del rito matrimonial de la Iglesia bizantina forma parte una vuelta con paso de danza que el sacerdote y los contrayentes dan al altar y al facistol con una imagen sagrada. derecha e izquierda La importancia de la oposición derechaizquierda se remonta a la experiencia cotidiana del hombre con sus manos. La gran mayoría de ellos son diestros, y por eso la mano derecha es la «correcta» y preferida, y de ella se espera éxito y felicidad. La mano izquierda es desmañada y «torpe», y puede traer desgracia. En consonancia con el principio «similia similibus», la mano izquierda servía en el antiguo Oriente para alejar a los demonios; en Egipto se llevaba en las procesiones la mano izquierda de Isis. En muchos pueblos antiguos, la mitad derecha del cuerpo se consideraba masculina y dirigida al cielo; la mitad izquierda, femenina y perteneciente a la tierra. A la derecha está el lado del sol, a la izquierda, el de la luna. Los dos acompañantes del dios supremo de Palmira, Bel, eran el dios lunar a su izquierda y el dios solar a su derecha. Como conceptos antitéticos, derecha e izquierda están ya atestiguados en el libro primero de Moisés. Cuando Jacob bendijo a sus nietos, la imposición de la mano izquierda sobre la cabeza de Manasés implicaba una bendición inferior; Efraín, el pequeño, recibió los derechos que correspondían a su hermano y por eso se dice: «Será más grande que él y su descendencia será una multitud de naciones» (Gn 48,13-19). Cuando Raquel estaba a punto de morir en el parto de su hijo, lo llamó «Ben-Oni», es decir, «hijo de la desgracia»; «pero su padre lo llamó

Benjamín, hijo de la derecha» (Gn 35,18), que significa «hijo de la salvación». La mano derecha de Dios, «dextera Dei», se emplea como imagen de la fuerza y de la soberanía. «Tu diestra, Señor, es fuerte y magnífica; tu diestra, Señor, tritura al enemigo» (Ex 15,6). Dado que el puesto de honor es el derecho, Salomón hizo que la reina madre Betsabé se sentara a su derecha (1 Re 2,19). A1 rey le corresponde un puesto de honor a la derecha de Dios (Sal 110,1). La dicha y la salvación vienen del lado derecho. El que confía en Dios tiene constantemente al Señor ante sus ojos: «tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré» (Sal 16,8). Finalmente, derecha e izquierda son también, como conceptos contrarios, imágenes del bien y del mal, respectivamente. Cuando se dice que los habitantes de Nínive «no distinguen la derecha de la izquierda» (Jon 4,11), se indica que no reconocen la diferencia entre el derecho y la injusticia. Cuando las mujeres que hicieron luto por la muerte de Jesús entraron en su sepulcro, «vieron a un joven vestido de blanco, sentado a la derecha», que les anunció la resurrección (Me 1,5). El lugar a la derecha no ha de entenderse aquí tanto como puesto de honor, sino como afirmación de que Jesús está al lado derecho (divino) y de que sus palabras son rectas, es decir, verdaderas. El lado de honor -precisamente porque es el buenofue asumido por Cristo después de su resurrección cuando «se sentó a la derecha de Dios» (Me 16,19); con ello se cumple una predicción del Antiguo Testamento sobre el Mesías (cf. Le 20,41s). El juicio final tiene significado escatológico; el Hijo del Hombre vendrá y pondrá a las ovejas (= los justos) a su derecha y las recibirá en su reino; pero a las cabras (= los malditos) las apartará a su izquierda y las entregará al diablo (Mt 25,3341). El punto cardinal que mira a la salida del sol, y el sur, que corresponde al día, se consideraban el lado bueno, acertado, derecho; el oeste y el norte, el lado aciago, izquierdo, que mira al ocaso y a la noche. Sobre la base de Ez 47,1, según el cual el agua de la salvación fluía del templo hacia levante y al sur del altar, la herida del costado del Redentor fue representada en el lado derecho, aunque el corazón está a la izquierda. En la crucifixión con tres clavos, el pie derecho está siempre sobre el izquierdo, indicando la soberanía del bien sobre el mal, de lo espiritual sobre lo sensitivo. Las personas y cosas que había a la derecha de la cruz (María, el ladrón arrepentido, el sol) se convirtieron en figura de la «Iglesia», mientras que en las del lado opuesto (Juan, el mal ladrón, la luna) se vieron figuras de la sinagoga. En los templos se distinguió hasta entrado el siglo xx el lado izquierdo, de las mujeres o del evangelio, y el derecho, el de los hombres o de la epístola. desierto En el lenguaje religioso, el desierto es una tierra de poderes hostiles a la vida, una tierra de muerte; aparece como un retroceso de la fecundidad originariamente querida por Dios. Es una región en la que innumerables peligros -como hambre y sed, tormentas de arena y serpientes- acechan a los hombres. Entre Osiris, el dios egipcio de la fecundidad, y Seth, el dios del desierto, hay una hostilidad irreconciliable. Los desplazamientos del pueblo elegido entre el Eufrates y el Nilo estaban siempre «amenazados por la espada del desierto» (Lam 5,9). Los israelitas tuvieron que pasar por el «terrible desierto» (Dt 1,19) antes de ser conducidos al país que rebosaba leche y miel. El recorrido por el desierto (Ex 15,22-19,2) se convierte en un símbolo de prueba y de purificación. Oseas considera la marcha de Israel por el desierto como medio de purificación espiritual: para conseguir que su pueblo, la esposa infiel, se convierta, Dios lo llevará al desierto (Os 2,16). Cuando una tierra se transforma en un desierto significa que retrocede al estado del caos originario (Jr 4,23-26). Así habló el Señor: «El país quedará desolado, pero no lo aniquilaré» (Jr 4,27). Como lugar del que Dios está alejado, en la tierra destruida, devastada por Dios habitan los fantasmas y los animales malignos: «anidará allí el avestruz y los chivos brincarán» (Is 13,21). Al desierto, en el que habita Azazel, es empujado el macho cabrío (Lv 16,10). Cuando Dios quiere, puede hacer

fecundo incluso el desierto. «El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa» (Is 35,1),«porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial» (Is 35,6-7). Aunque el desierto es inaccesible, puede también convertirse en un lugar de alejamiento del mundo. Con Juan Bautista se cumplió el anuncio de Isaías (40,3) sobre «el que clama en el desierto» y prepara el camino del Señor (Me 1,3). En la tentación de Jesús, el desierto aparece como morada del Malo (Mt 4,1); el sentido de la permanencia durante cuarenta días en el desierto no es tanto la ascesis cuanto una prueba en la lucha contra el adversario divino (Le 4,1-13). El espíritu inmundo expulsado de un hombre «va atravesando lugares resecos buscando un sitio para descansar, pero no lo encuentra» (Mt 12,43). Según Pablo, Dios abatió a muchos miembros de su pueblo en el desierto porque no le agradaron. «Todo esto sucedió para que aprendiéramos nosotros, para que no estemos deseosos de lo malo, como ellos lo desearon» (1 Cor 10,5s). El que lleva en sí el Espíritu de Dios no será abandonado aunque esté en soledad. Ciertos pintores del Medioevo tardío (como Geertgen tot Sint Jans) trasladan a Juan Bautista, que en el alejamiento del desierto se prepara para su función profética, a una región paradisíaca. Para los santos el desierto pierde su carácter espantoso. Pablo el Ermitaño, el «padre de la vida eremítica», pasó varias décadas en el desierto, entregado por completo a la oración y la contemplación. desnudez El estar desnudo indica la falta de ataduras humanas; el hombre ligado a la naturaleza espera poder servirse de fuerzas mágicas y ahuyentar a los demonios deshaciendo nudos y ataduras. La desnudez es como una entrega inerme a los poderes superiores esperando de ellos una disposición favorable. El vestido y el calzado -como cosas hechas por el hombrepueden ser un estorbo en el contacto con lo sagrado. En el antiguo Oriente era usual la desnudez sagrada en la oración, en los sacrificios y en la profecía. Los sacerdotes sumerios aparecen desnudos ante la divinidad. Los que se iniciaban en el misterio de Mitra eran despojados de sus vestidos en el rito de iniciación. El dejar desnuda la parte superior del cuerpo, el quitarse las sandalias o la prenda que cubre la cabeza son acciones sustitutorias de la desnudez completa. La desnudez es una característica de la situación del hombre: desnudo viene al mundo y desnudo lo abandona (Job 1,21). «Como salió del vientre de su madre, así volverá: desnudo; y nada se ]levará del trabajo de sus manos» (Ecl 5,14). Antes del pecado original, Adán y Eva estaban en la desnudez natural (Gn 2,25) que corresponde a la inocencia. A1 salir del estado primigenio surgió el sentimiento de pudor (Gn 3,7). Desde entonces la voluntad de encubrir pertenece a la esencia del hombre (caído). La desnudez se convierte en expresión de la vergüenza más profunda (Is 20,4; 47,3), pero también en signo de la pobreza. Jacob describe la miseria social de los más pobres: «Pasan la noche desnudos, sin ropa con que taparse del frío» (Job 24,7). El Señor amenaza a los que se apartan de la fe diciéndoles que pasarán hambre y sed y tendrán que vivir en la desnudez y la privación (Dt 28,48). En la esfera religiosa, la desnudez aparece en el éxtasis profético. Cuando el espíritu de Dios llegó a Saúl, «entró en trance... Se quitó la ropa y estuvo en trance delante de Samuel, tirado por tierra, desnudo, todo aquel día y toda la noche» (1 Sin 19,23s). Para hablar con el Señor, Moisés se quitaba el velo de la cara (Ex 34,33ss), gesto que ha de interpretarse como desnudez parcial. También en el Nuevo Testamento la desnudez indica una «amarga privación»; en las cartas paulinas se habla conjuntamente de z:._=frznientt . hambre y desnudez (Rom 8,35; 2 Cor 11,27). Se debe ayudar al que tiene hambre y está desnudo (Mt 25,35s). En sentido figurado, la desnudez significa lo que es «plenamente reconocible»; ninguna criatura puede ocultarse a Dios, «todo está desnudo y vulnerable a sus ojos» (Heb 4,13). En el Apocalipsis, finalmente, la desnudez es la imagen de la falta de

disposición espiritual; en cierto modo es un atributo de los que no están revestidos de buenas obras. «Dichoso el que está en vela con la ropa puesta, así no tendrá que pasear desnudo dejando ver sus vergüenzas» (Ap 16,15). E1 que pertenece a los vencedores debe ponerse vestiduras blancas para que no se vea su «vergonzosa desnudez» (Ap 3,18). El descubrirse la cabeza durante la oración (1 Cor 11,4.7) es, en último término, un signo visible de la entrega del hombre a la majestad de Dios. En la liturgia cristiana del bautismo se encuentra una especie de desnudez sacral. Cirilo de Jerusalén decía a los neófitos: «¡Qué admirable! Estábais desnudos ante los ojos de todos y no os avergonzábais; en realidad, llevábais la imagen del primer hombre creado, que estaba desnudo en el paraíso y no se avergonzaba». En la mística, la desnudez se convirtió en imagen de la purificación; según Dionisio Areopagita, la desnudez y los pies descalzos significan «la purificación de todo aquello que se adhiere a lo exterior del alma, el asemejarse a la sencillez divina». Las figuras desnudas en las representaciones del juicio final (como las de Hans Memling) indican la desnudez metafísica de las criaturas ante Dios. diamante El diamante, de gran rareza, era considerado ya en la Antigüedad como la piedra preciosa de más valor y por eso se le dio el sobrenombre de «regina gemmarum». Se le atribuía fuerza apotropaica y se creía que podía neutralizar venenos. Plinio creyó verlo misterioso de esta piedra preciosa en que, por una parte, es tan dura que ni siquiera el hierro y el fuego pueden deteriorarla, pero, por otra, se disuelve mediante la sangre fresca de un venado. El diamante es símbolo de la dureza, de la firmeza y de la tenacidad en la fe; así, Dios hace la frente del profeta «como el diamante, más dura que el pedernal» (Ez 3,9). Las calles de la Jerusalén reconstruida son pavimentadas con berilo y diamante (Tob 13,17). La dureza de esta piedra preciosa tiene también su lado negativo, como cuando el pueblo obstinado endurece su corazón como un diamante para no oir la palabra de Dios (Zac 7,12). El pecado de Judá «está grabado en la tabla del corazón con punta de diamante» (Jr 17,1); esto significa una culpa tan grave que no puede borrarse. En el Fisiólogo se designa al diamante como «claro ejemplo de Cristo»; al que lleva esta piedra preciosa en su corazón, no le ocurrirá nada malo. Para los poetas medievales, el diamante era un símbolo de la fidelidad; como piedra ornamental del trono del emperador, indicaba la firmeza y audacia de su portador. diez El diez es uno de los llamados «números redondos», es decir, constituye un todo cerrado; la base racional son los diez dedos, la primera tabla matemática de la humanidad. En la doctrina budista hay diez preceptos, cinco de ellos para los laicos y cinco para los monjes. Entre los pitagóricos, el diez jugaba un papel como suma de los cuatro primeros números (1+2+3+4=10), que juntos eran una referencia a la plenitud. La cábala judía cuenta diez «sephirot» como irradiaciones de la infinitud de Dios. Como base del sistema numérico empleado en Israel, el diez o un número múltiplo -carente de significado simbólicoaparece en las indicaciones de medida y de número de la tienda de la fundación y del templo. Pero el diez puede ser además el número preferido para indicar un todo redondo. Después de que los israelitas fueran liberados de la esclavitud de Egipto mediante las diez plagas (Ex 7-12), Dios resumió en los diez mandamientos todas sus exigencias (Ex 20,1-17). El día diez del séptimo mes «haréis penitencia y no trabajaréis»; es el día de la expiación, de la purificación de los pecados (Lv 16,29s), algo así como el viernes santo de la antigua alianza. Abraham entregó a Melquisedec «el diezmo de todo» (Gn 14,20). También Yahvé exige esta entrega básica: «Los diezmos del campo, de la siembra y de los frutos pertenecen al Señor y son sagrados» (Lv 27,30). El diez puede aparecer también en conexión con poderes hostiles a Dios, y expresa entonces la totalidad del mal; así hay que entender los diez cuernos de la fiera espantosa que aparece en la

visión de Daniel, aun cuando los cuernos se interpretan como símbolo de reyes (Dn 7,7.24). Como número redondo, el diez aparece también en los evangelios; recuérdense los diez talentos, las diez vírgenes y los diez leprosos curados por Jesús (Le 17,12-19) . La comunidad de Esmirna tiene que padecer tribulación durante diez días (Ap 2,10). De nuevo aparecen los diez cuernos en sentido negativo y son expresión de los poderes satánicos: «Apareció en el cielo otra señal: un gran dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos»; también la fiera que sale del mar y la «fiera escarlata cubierta de títulos blasfemos» aparecen descritas con diez cuernos (Ap 12,3; 13,1; 173). E1 diez es para los Padres de la Iglesia el número de la perfección cristiana. Según Orígenes, el origen y el sentido de todos los números se reducen al diez, y Agustín escribe: «El número diez significa toda la sabiduría». El tres divino y el siete humano -piénsese en la división correspondiente del decálogo- se resumen en el diez. Honorio Augustodunense enumera, conforme a los miembros de la esposa ensalzados en el Cantar (7,1-10), los diez miembros de la Iglesia. doce El doce es un número importante bajo varios aspectos. Los doce signos del zodíaco dividen el firmamento en doce regiones. Un número redondo de 360 días al año y 30 días al mes arroja el número doce, en el que se compenetran el tres divino y el cuatro terreno. A ello se añade su importancia como número básico del sistema sexagesimal. La epopeya de Gilgamés está dividida en doce tablas; el templo de ardul en Babilonia tenía doce puertas. Los egipcios atribuyeron al sol, conforme a su curso de doce horas de luz, doce formas distintas de manifestación; el mundo subterráneo fue distribuido en doce regiones. Diversas religiones antiguas tenían doce dioses; en el mercado de Atenas estaba el altar de los doce dioses como centro de la ciudad. La ley de las doce tablas constituía la base del derecho romano. El número completo del pueblo de Dios se manifiesta con especial claridad en los doce hijos de Jacob (Gn 35,22-26), de los que proceden las doce tribus de Israel. Moisés envió a un explorador de cada tribu al país que tenían delante (Dt 1,23). En su peregrinación por el desierto el pueblo encontró doce manantiales (Nm 33,9). En su primer asentamiento en Canaán, después de haber cruzado felizmente el Jordán, los israelitas levantaron por orden divina doce piedras como memorial, una por cada tribu; el lugar fue llamado Guilgal, es decir, círculo (de piedra) (Jos 4,1-8.20). El sacerdocio fue articulado en doce más doce secciones (1 Cr 24). Doce es el número de los llamados «doce profetas». En las doce piedras preciosas del escudo del «efod» -que aluden también a las doce tribus (Ex 28,21)se trasluce probablemente ya en el Antiguo Testamento un simbolismo cósmico: la equiparación de piedra y estrella, que también era conocida en el antiguo Oriente. Recuérdense también los doce toros que sostenían el «mar de bronce», orientados en grupos de tres a los cuatro puntos cardinales (1 Re 7,25). El antiguo significado simbólico del doce resuena sin duda en el número de los apóstoles elegidos por Jesús (Mt 10,2ss), que se convirtieron en las columnas de apoyo de la cristiandad. En el Apocalipsis el doce es el número de la plenitud. La mujer revestida de sol lleva «una corona de doce estrellas» (Ap 12,1); cada estrella representa una imagen zodiacal. Alrededor del trono divino se sientan doce más doce ancianos con vestiduras blancas (Ap 4,4). Doce mil marcados de cada una de las doce tribus, es decir, ciento cuarenta y cuatro mil en total, adoran al Cordero (Ap 7,4-10). La nueva Jerusalén tiene doce puertas con los nombres de las doce tribus de Israel, y la muralla de la ciudad «tenía doce basamentos con doce nombres grabados: los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21,12ss). El significado cósmico trasladado del zodíaco al curso del año se manifiesta en el árbol de la vida, que «da doce cosechas, una cada mes del año» (Ap 22,2). San Agustín explica el número doce de los apóstoles por la unión de los cuatro evangelios (para las cuatro partes de la tierra) con la

Trinidad que ellos anuncian. El símbolo apostólico (confesión de fe) contiene doce artículos, y la regla de San Benito enumera doce grados de humildad. En la alta Edad Media, como en el caso de Inocencio III, se encuentra un encadenamiento formal de sistemas que constan de doce elementos; a los doce apóstoles corresponden no sólo los doce profetas, los doce patriarcas, los doce exploradores enviados por Moisés, los doce hijos de Jacob y las doce tribus, sino también los doce leones de Salomón (1 Re 10,18-21), los doce toros del «mar de bronce», los doce meses del año y los doce signos del zodíaco. El motivo de las doce ovejas, recurrente en el antiguo arte cristiano, alude igualmente a los doce apóstoles, así como a su figura veterotestamentaria de las doce tribus. dragón Por su misma figura, que contradice a la naturaleza, el dragón se encuentra en la mayoría de las religiones del Próximo Oriente como un ser hostil a Dios. La victoria sobre el dragón significa en los mitos y fábulas la victoria sobre el caos y las tinieblas. El dios babilónico Marduk vence a Tiamat, la personificación del mar primigenio (= la materia primigenia), y de sus dos mitades crea el cielo y la tierra. El adversario del monstruo suele ser el dios del sol o el dios de la luz; en el mito griego se cuenta cómo Apolo aniquila con sus flechas de rayos al dragón Pitón, que tiene forma de serpiente. Tiene significado escatológico -según la concepción mazdeísta- el dragón soltado por Ahrimán (personificación del mal), que devora a un tercio de la humanidad. En la cosmogonía israelita se encuentran también vestigios del dragón, llamado Leviatán o Rahab, que tiene una relación llamativa con el mar. Dios hendió «el mar con su fuerza», destrozó «las cabezas del dragón marino» y aplastó «las cabezas del Leviatán» (Sal 74,13s). Con su poder sacudió «el Mar, con su destreza machacó al Caos; a su soplo, el cielo resplandece, y su mano traspasó la serpiente huidiza» (Job 26,12s). El dragón y la serpiente son intercambiables en el lenguaje simbólico. Muchas veces se ha avanzado la hipótesis de que ya en el Génesis se hace referencia al dragón primordial como personificación del mar primordial, cuando se habla del abismo originario (en hebreo, «tehom», en analogía con el «tiamat» acádico-babilónico), sobre el que se cierne el aliento de Dios (Gn 1,2). Isaías evoca este tiempo primigenio cuando invoca así a Dios: «Despierta, despierta;... despierta como antaño, en las antiguas edades. ¿No eres tú quien destrozó al monstruo y traspasó al dragón?» (Is 51,9). El hecho de que el Señor sometiera el mar primigenio a su dominio, aplastara al dragón del caos y venciera a los poderes de las tinieblas da a los creyentes la firme esperanza de que también en el futuro los enemigos de Dios serán aniquilados (cf. Sal 89,1Os). Jeremías designa al rey de Babilonia Nabucodonosor como dragón (Jr 51,34), y Ezequiel llama al faraón un dragón en el océano (Ez 32,2). En el Apocalipsis, el dragón es el símbolo del adversario divino, que trata de impedir desde el principio la obra del Mesías. Es de color rojo y, con sus siete cabezas y diez cuernos, aparece como un monstruo antinatural (Ap 12,3). «Su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó a la tierra. El dragón se quedó delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo cuando naciera» (Ap 12,4). En la «mujer envuelta en el sol», probablemente está simbolizada la comunidad de Dios; después se vio en ella una referencia a María. Miguel y sus ángeles precipitaron a la tierra «al gran dragón, a la serpiente primordial que se llama Diablo y Satanás» (Ap 12,9). Para que el dragón no extravíe a los pueblos, es arrojado al abismo y encadenado para mil años (Ap 20,2); dejado suelto por última vez, finalmente es arrojado para siempre al lago de fuego y azufre (Ap 20,10). Hasta la alta Edad Media no aparece una imagen fija para el dragón: un reptil con alas y escamas, a menudo con cabeza de cocodrilo o de lobo. Los motivos del dragón empleados en el románico y en las iniciales de libros simbolizan siempre la derrota del mal. En el siglo xv se concibe al dragón apocalíptico como dragón de

los pecados mortales: las siete cabezas simbolizan los siete pecados. La figura del dragón puede también transformarse en la del basilisco, que, con sus alas, garras en las patas y cabeza de ave, recuerda a un gallo; pero, por lo demás, se parece a una serpiente. Un tema preferido del arte cristiano es la victoria sobre el dragón, que se convierte por ello en un atributo del arcángel Miguel y de los santos Jorge y Margarita. escala La idea de una escala que unía la tierra y el cielo era familiar a los egipcios. La escala se aplicó ante todo a Osiris, el dios de la resurrección y de la ascensión. Osiris mismo es una simbólica escala celeste para los creyentes. En los templos de Mitra, una especie de escala de ocho torres superpuestas evocaba el camino que el alma tenía que recorrer antes de llegar al cielo supremo, una vez liberada de todos los defectos y de toda sensualidad. En un texto midrásico se compara el árbol de la vida con una escala por la que suben y bajan las almas de los justos. Cuando Jacob, huyendo de Esaú, se paró a descansar, tuvo un.sueño: «Una escala que arrancaba del suelo y tocaba el cielo con la cima. Mensajeros de Dios subían y bajaban por ella. El Señor estaba en pie en lo alto» (Gn 28,llss). Aunque seria más correcto traducir la palabra hebrea «sullám» por «subida en escalera», ello no cambia en nada el significado simbólico de la subida y de la conexión entre el cielo y la tierra. Escala, escalera y peldaños conducen hacia arriba; en interpretación simbólica, al supremo ser accesible. Aquí hay que recordar también los peldaños del templo de Salomón (1 Re 10,19) y los del templo de Ezequiel (Ez 40,26.31). Arriba, a mucha altura, está el cielo con sus nubes, su luz y su inmensidad. La elevación del ánimo, la ascensión del espíritu y el viaje al cielo forman parte de los deseos más antiguos del hombre. «Estad centrados arriba, no en la tierra» (Col 3,2). La imagen de la escala o escalera, aunque no está explícitamente mencionada, reaparece también en el Nuevo Testamento. Jesús mismo hace esta predicción: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar por el Hijo del Hombre» (Jn 1,51). Varios Padres de la Iglesia vieron en la escala de Jacob una referencia a la cruz de Cristo, por la que el hombre puede subir al cielo. La mártir cartaginesa Perpetua tuvo en la cárcel la visión de una escala alta, de bronce, que llegaba hasta el cielo. Las 15 gradas del templo de Jerusalén se interpretaron como una alusión a las 15 virtudes, en las que se veía también la misteriosa escala de Jacob. Como camino hacia Dios, los monasterios cistercienses y cartujos fueron llamados «scala Dei». escorpión El escorpión, que en Oriente puede medir hasta 15 centímetros, con sus pinzas de cangrejo y su cola provista de un aguijón venenoso, se convirtió en un símbolo de los poderes oscuros y peligrosos, e incluso de la muerte. En la epopeya de Gilgamés aparecen dos potentes hombres-escorpión como guardianes de la entrada del infierno. Ovidio cuenta que Faetón, el hijo del sol, se espantó de tal manera al ver un escorpión que soltó las riendas de la yunta solar, provocando con ello que la carroza estuviera a punto de precipitarse a toda velocidad a la tierra y que fuera necesaria la intervención divina para evitarlo. También en Palestina el escorpión era uno de los animales más temidos. El Eclesiástico (39,30) dice que el escorpión y la víbora -lo mismo que la espada vengadora- fueron creados por Dios para aniquilar a los malvados. En Ezequiel, los israelitas rebeldes aparecen como plantas con espinas y escorpiones venenosos, aunque el profeta enviado por Dios no debe tenerles miedo (Ez 2,6). El escorpión es una imagen de lo temible, de lo malo, de lo diabólico. Jesús dijo en una ocasión a sus discípulos: «Os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y sobre todo el ejército del enemigo: y nada podrá haceros daño» (Le 10,19). Las serpientes y escorpiones simbolizan el abismo, la muerte. Así como el pan y la piedra indican la mitad de la vida y de la muerte de nuestro ser, así la indican también el huevo y el escorpión. El mismo Jesús contrapone ambas realidades: si un hijo (= el

creyente) le pide a su padre un huevo (= vida), su padre (= Dios) no le dará un escorpión (= muerte) (Le 11,12). La visión del Apocalipsis que tiene lugar cuando suena la quinta trompeta describe cómo se abrió el pozo del abismo y saltaron langostas a la tierra «y se les dio ponzoña de escorpiones» (Ap 9,3); durante cinco meses debían atormentar a los hombres que no llevaran en la frente la marca de Dios: «el tormento que causan es como picadura de escorpión» (Ap 9,5). Debido a su picadura mortal, se vio en el escorpión un símbolo de la herejía y del diablo. Cuando en la pintura aparece el escorpión en los estandartes y escudos de los soldados que toman parte en la crucifixión, alude a los verdaderos responsables de aquella acción. escudo En todo el ámbito mediterráneo y del antiguo Oriente el escudo era un signo de invulnerabilidad y seguridad, que, en las manos de los dioses, debía preservar también a sus protegidos de los enemigos y de los demonios. Según un antiguo texto, Ishtar se designó a sí misma ante Arbela como «escudo de favor» del rey asirio Asarhadón. El símbolo del culto de la diosa egipcia de la guerra Neith era, un escudo estilizado con dos flechas cruzadas detrás. La diosa Alat, especialmente venerada en Palmira, era considerada la diosa protectora de la ciudad y fue representada -como la griega Palas Atenea- con casco, lanza y escudo. En la Biblia, el escudo es una imagen de la protección otorgada por Dios. El Señor dijo a Abraham: «No temas, yo soy tu escudo» (Gn 15,1). El pueblo que tiene al Señor mismo como escudo puede considerarse realmente dichoso (Dt 33,29). Después de una victoria sobre los filisteos, David entona un canto de acción de gracias a Dios y lo llama «escudo», «fuerza salvadora» y «baluarte» (2 Sin 22,3). Mientras que, normalmente, un escudo sólo protege por un lado, el escudo de Yahvé cubre por todas partes; así hay que entender la frase del Salmo 3,4: «Tú, Señor, eres escudo a mi alrededor». Pero sólo los hombres que se han comprometido con el bien son protegidos por Dios. «El atesora acierto para los hombres rectos, es escudo para el de conducta intachable» (Prov 2,7). Ellos no deben temer el espanto de la noche, ni la flecha que vuela de día, porque el Señor es su escudo y su armadura (Sal 91,4). El creyente debe ponerse «la armadura de Dios» para poder superar todos los peligros. «Tened siempre embrazado el escudo de la fe, que os permitirá apagar todas las flechas incendiarias del malo» (Ef 6,16). También aquí el escudo es una imagen, nacida de una profunda confianza en Dios, de la protección divina. Enlazando con la carta a los Efesios, Juan Crisóstomo compara la fe con un escudo; así como en éste rebotan todos los dardos incendiarios, del mismo modo lo hacen en la fe todos los males. En el arte cristiano, el escudo es atributo de los santos guerreros (por ejemplo, San Jorge) y del arcángel Miguel en su calidad de luchador contra Satanás o contra los dragones apocalípticos. espada De la espada, como de otras armas, se creía que era también portadora de fuerzas misteriosas; se pensaba que tenía una misteriosa relación con el fuego y el sol, y su rápido golpe mortal fue comparado repetidas veces con el relámpago. Los dioses del tiempo de Asia Menor tienen una espada como atributo; del mismo modo, el señor de los muertos de la antigua Siria, Mot, fue representado con una espada. E1 derecho sobre vida y muerte se llamaba en la antigua Roma «ius gladii», el derecho de la espada. Después de la expulsión de Adán y Eva del paraíso, Dios «colocó a los querubines y la espada llameante que oscilaba, para cerrar el camino del árbol de la vida» (Gn 3,24); la espada se convierte aquí en símbolo de la separación. Esta arma es también muchas veces símbolo de la guerra. Para infundir a sus tropas confianza en la victoria, Judas Macabeo les contó que, en una ocasión, se le apareció el profeta Jeremías y le entregó una espada de oro diciéndole: «Toma la santa espada, don de Dios, con la que destruirás a los enemigos» (2 Mac 15,16). Con imágenes escalofriantes Jeremías

(46,10) describe cómo la espada devora, se sacia, se emborracha con la sangre de los caídos. En la mano del Señor de los ejércitos la espada se convierte en terrible instrumento de castigo. «¡Atención!, que yo mando la espada contra vosotros para destruir vuestros altozanos» (Ez 6,3). En el llamado «canto a la espada» (Ez 21,13-22), se profetiza que Dios, después del tiempo de la prueba, dirigirá la espada contra los hombres: «¡Espada, espada afilada y además bruñida! Afilada para degollar, bruñida para fulgurar... Para que el corazón tiemble y haya muchos caídos, contra todas sus puertas enderezo la punta de la espada, hermanada con el rayo, desnuda para la matanza. Da estocadas a diestra y tajos a siniestra: donde tu hoja sea requerida». De ahí la advertencia de Job (19,29) de guardarse de la cólera de Dios y de su espada. Las palabras traicioneras y maliciosas se parecen a una espada afilada (ver Sal 57,5; 64,4). Con significado positivo, la espada afilada puede ser una imagen de la capacidad de penetración de la palabra de Dios proclamada por los profetas (Is 49,2). En los Salmos (45,4), la espada se convierte en símbolo mesiánico: «Cíñete al flanco la espada, valiente»; la espada es aquí el arma victoriosa de Cristo rey, del Señor sobre la vida y la muerte. «La palabra de Dios es viva y enérgica, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión del alma y el espíritu, de órganos y médula» (Heb 4,12). Jesús apunta a las imágenes de la separación y de la disensión terrena -el único camino para alcanzar la unidad que supera la muerte- cuando dice de sí mismo: «No he venido a sembrar paz, sino espadas» (Mt 10,34). La espada es propiamente un doble símbolo de vida y de muerte, conforme a su propiedad y su uso. Según una profecía del anciano Simeón, el corazón de María, la madre del Señor, será traspasado por una espada -referencia simbólica a los sufrimientos que le esperan (Lc 2,35)-. En una descripción del «Hijo del Hombre», el vidente de P'atmos menciona «una aguda espada de dos filos» que salía de su boca (Ap 1,16; también 2,12). En las representaciones del juicio universal de finales del Medioevo, sale de la boca de Cristo una espada de dos filos, símbolo de la sentencia judicial que alcanza a los condenados. Como combatiente de Dios y vencedor de los poderes infernales, el arcángel San Miguel sostiene con frecuencia una espada en las manos. Según el pontifical romano, la espada tenía un significado sacramental en el rito de la consagración del rey y, haciendo referencia al Salmo 45,4, era entregada al rey por el obispo. Cuando se representa al apóstol Pablo con. dos espadas, la primera alude a la forma de su martirio, y la segunda, como «espada del Espíritu», a la fuerza de su fe y al anuncio de la palabra de Dios. espejo El significado del espejo en la historia de las religiones tiene su raíz en la creencia de que la imagen del espejo es idéntica a la imagen original. En Egipto, el disco solar sirvió desde el reino medio como modelo de la placa de cobre del espejo. La diosa de la antigua Asia Menor, Hebat, la «reina del cielo», sostiene en la mano un espejo como atributo. Ya en la Antigüedad era común la idea de que la creación visible era un espejo de Dios. En los misterios dionisíacos se esperaba reconocer en la imagen del espejo el alma separada del cuerpo, que había pasado a la existencia inmortal; por eso se ponía en la tumba el espejo «consagrado». En el espejo del oráculo se pone de manifiesto su significado solar y mágico: como el sol, también el espejo revela la verdad, tanto en los pueblos antiguos del Mediterráneo como en el cuento de Blancanieves. Para Séneca, el espejo era símbolo del autoexamen moral. Sin imagen original no hay imagen del espejo. En el libro de la Sabiduría (7,26), la unidad esencial entre la sabiduría divina -e1 Logos- y Dios mismo se designa como «reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad». El espejo es también una imagen de la vanidad y del egoísmo; a los adornos de las «mujeres sedientas de placer» pertenecen, junto a los pendientes y ajorcas de los pies, los «espejitos» (Is 3,23). Cuando las mujeres israelitas ofrecieron sus espejos para la

fabricación del barreño de cobre en la tienda sagrada (Ex 38,8), esta acción puede entenderse como ofrenda simbólica de su egoísmo. En el Nuevo Testamento se recoge la idea de que el Logos es imagen del Padre celestial. Jesús mismo dijo: «Quien me ve a mí está viendo al Padre» (Jn 14,9). Cuanto más se sumerge uno en una imagen, tanto más esta imagen se transforma en uno y uno mismo se hace imagen. «Y nosotros, que llevamos todos la cara descubierta y reflejamos la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; tal es el influjo del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18). A1 que mira con paciencia y con fe al espejo, éste le muestra no sólo el aspecto externo, sino también su ser interior; pero el que abandona el espejo se olvida de su verdadero ser (Sant 1,23ss). Diversos Padres de la Iglesia rechazaron el simbolismo del espejo sobre todo por su uso en las creencias supersticiosas y en los cultos dionisíacos (así, por ejemplo, Firmicus Maternus). Pero otros insignes representantes recogieron la antigua imagen del espejo. El hombre ha de tener un alma pura como un espejo resplandeciente para ver a Dios (Gregorio de Nisa). En la Edad Media, la Iglesia consagraba espejos como símbolo de la luz; el pueblo creyente confiaba en que ellos podrían curarles las enfermedades de los ojos. Según el místico Johannes Tauler, Cristo es un «espejo de la divinidad»; en los siglos XV y XVI la virgen María fue considerada como «espejo sin mancha». Pero el espejo puede ser también, en su ambivalencia, símbolo de la vanidad, como ocurre en el arte renacentista. espinas y abrojos Después de que Adán, seducido por Adán, comiera el fruto prohibido, Dios maldijo el suelo diciendo: «Comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti maleza y espinas» (Gn 3,17s). Según otra traducción, en lugar de «maleza» se habla de «abrojos». Las plantas espinosas que crecen en el desierto se convirtieron en símbolo del castigo del pecado. La maldición de Dios alcanza, en la imagen de la viña, al pueblo de Israel que se ha apartado de Dios: «¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?... La dejaré arrasada..., crecerán zarzas y cardos» (Is 5,4ss). Cuando los israelitas, en una época de bienestar, erigieron lugares de culto a dioses extranjeros, el Señor amenazó con que haría crecer en sus altares espinas y abrojos (Os 10,8). La hacienda de los malvados arderá como espinas (Miq 7,4), y los pueblos destinados a la ruina «serán calcinados, como cardos segados arderán» (Is 33,12). En sus últimas palabras, David compara a los «impíos» con espinas del desierto que serán consumidas por el fuego (2 Sin 23,6s). La zarza ardiente que Moisés vio en el monte Horeb es una imagen de la humanidad (o de Israel) pecadora que sufre las consecuencias de su pecado; el hecho de que la zarza no fuera consumida por las llamas (Ex 3,2s) indica la misericordia de Dios. La carta a los Hebreos (6,8) compara al hombre que se ha apartado de la fe con un campo que produce espinas y abrojos. En la parábola del sembrador, la maleza impide que la semilla germine: ««Lo que cayó entre zarzas» son ésos que escuchan, pero con los afanes y riquezas y placeres de la vida poco a poco se ahogan y no maduran» (Le 8,14). Según el papa Gregorio Magno, cada pecado es una espina. Y las espinas, a su vez, se convierten por el toque de Dios- en símbolo de la redención; así, en el Antiguo Testamento, la zarza ardiente y, en el Nuevo, la corona de espinas (Jn 19,2). Mientras que Agustín ve en la coronación de espinas ante todo el sufrimiento y la humillación, Germanos de Constantinopla se refiere a las espinas como símbolo del pecado. Cristo carga con los pecados de la humanidad y se entrega como víctima expiatoria. En el arte medieval, la zarza ardiente aparece, en conexión con la encarnación de Cristo, como símbolo de la entrada de Dios (en la imagen del fuego) en la naturaleza humana. En las representaciones de María, la zarza no consumida por las llamas indica la integridad de la virgen elegida por Dios. Como símbolo de los sufrimientos terrenos, la espina era un adorno

preferido en las representaciones de los mártires (así, en la pintura de los libros). esposa, esposo La idea de unos esponsales entre la desposada humano-terrena y el desposado divino-celeste es un motivo ampliamente extendido en las culturas antiguas. En el antiguo Egipto, el dios Amun se acerca en forma de rey a la reina para unirse con ella. Entre los babilonios, el soberano, en su calidad de sacerdote de Istar, estaba considerado también como esposo de la diosa. Entre diversas videntes griegas, el don de profecía fue atribuido a la unión amorosa con una divinidad; así, se creía que Pitia, sentada sobre la fuente Castalia, recibió en sí al dios Apolo. En algunos misterios antiguos, se disponía un lecho nupcial, en el que el adepto, en una vi-Sión, se unía con la divinidad. La prometida es conducida al prometido cubierta con un velo, como está atestiguado por primera vez de Rebeca (Gn 24,65); originariamente, quizá para defenderse del «mal de ojo». Como signo de protección, el hombre podía echar el extremo de su manto sobre la prometida (Rut 3,9). En los profetas, la prometida es imagen de la nueva Sión. «Ya no re llamarán "abandonada"..., porque e l Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido» (Is 62,4). «La alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,5). Jeremías habla del tiempo de noviazgo entre Yahvé e Israel; después, el Señor recuerda la fidelidad de la joven Jerusalén, su amor de novia (Jr 2,2). En el Salmo 19,6, el disco solar es comparado con un esposo que «sale de su alcoba». La prometida del rey, «la esposa enjoyada con oro de Oñr» (Sal 45,10), es, según una interpretación posterior, la Iglesia; «prendado está el rey de tu belleza, ríndele homenaje, que él es tu señor» (Sal 45,12). Es probable que ya el judaísmo precristiano entendiera el lirismo amoroso del Cantar de los Cantares como alegoría del amor de Dios a su pueblo; el hecho de que se cante al esposo como rey y entre los judíos, como el rey Salomón (Cant 1,4; 3,611)corresponde a una costumbre extendida en Oriente. Finalmente, también la esposa, de suyo una muchacha de origen rural, aparece bajo la imagen de una reina (Cant 6,8ss; 7,lss). El motivo del Antiguo Testamento de que Israel es la amada de Yahvé está ligado en los escritos paulinos a la idea helenística del «hieros gamos» y sublimado en la relación matrimonial de Cristo con la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella (Ef 5,25). La unión mutua a la que están destinados hombre y mujer es, desde luego, un gran misterio, que se nos manifiesta también «respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,31s). En la parábola de las cinco vírgenes prudentes y de las cinco necias, Jesús mismo aparece como esposo (Mt 25,113). La presencia del esposo (divino) trae consigo un tiempo de alegría, un tiempo de celebración, en el que el ayuno carece de sentido. «Días vendrán en que les será arrebatado -a los creyentes, incluidos en su totalidad en la imagen de la esposa-; entonces ayunarán» en el día destinado a ello (Me 2,19s). La comunidad bautizada en el Señor se parece a una «virgen pura», «desposada con un solo marido» (2 Cor 11,2). El Apocalipsis contempla la ciudad santa como nueva Jerusalén bajada del cielo, «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21,2); esta novia es «la esposa del Cordero» (Ap 21,9). En los escritos cristianos antiguos -por ejemplo, en Hipólito- la glorificación del amor conyugal en el Cantar de los Cantares es referida a Cristo y a la Iglesia. El amor humano entre el rey Salomón y su esposa aparece como «typos» del amor, mucho más elevado, de Dios a los hombres y de los hombres a su Creador. Orígenes designa al alma como esposa del «Logos». Tertuliano llamaba a las vírgenes «esposas de Cristo». En los primeros escritos de Agustín, la Iglesia es la «esposa sin mancha ni arruga» (apoyándose en Ef 5,27). Ya en las oraciones gálicogermánicas de la misa, en el siglo vii, se alaba a María (la contrafigura de Eva, que se apartó de Dios) como esposa de Cristo. La muchacha vestida de blanco que precede al neosacerdote llevando a la iglesia el cáliz para su primera misa ha de entenderse como símbolo -hoy ya poco conocido- de la Iglesia. estar de pie

El estar de pie es la postura básica propia del hombre, que lo distingue ya exteriormente de la posición horizontal de los animales. Estar, erguido es un signo de dignidad, que corresponde especialmente al mediador entre Dios y el hombre. Una estela babilónica muestra cómo el rey Hammurabi, de pie, recibe las leyes del dios solar que aparece en su trono. Dado que, según una costumbre general, uno se levanta ante personas de posición superior, el estar de pie en la oración se convierte en un signo externo de veneración y disposición para el servicio ante la divinidad. La tribu de Leví fue llamada a «estar de pie ante el Señor» (Dt 10,8), es decir, estaba al servicio del Señor. Los servidores deben estar de pie en presencia de su dueño. Cuando Saúl se enteró del regreso de David, «estaba en Loma, sentado bajo el tamarindo... y toda su corte estaba de pie a su alrededor» (1 Sm 22,6). Si ya al señor terreno se le manifestaba esta veneración, con mayor motivo al Señor celeste. El profeta Miqueas dice: «Vi al Señor sentado en su trono. Todo el ejército celeste estaba en pie junto a él, a derecha e izquierda» (1 Re 22,19). Daniel contempló en una visión cómo Dios -bajo figura de anciano y vestido de blanco- se sentaba y «miles y miles le servían, millones estaban de pie a sus órdenes» (Dn 7,10). Como seres que están al servicio de otros, a los ángeles se les representa siempre en actitud erguida. Cuando Zacarías entró en el templo para ofrecer el incienso, «se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar» (Le 1,11). A los pastores que pasaban la noche a la intemperie se les presentó un ángel del Señor y les anunció el nacimiento de Jesús (Le 2,9). El hombre que se pone ante Dios se abre en la oración a lo extraterreno y, como hombre libre, se somete, en una decisión nacida de su libertad, al juicio y a la gracia del Señor (Me 11,25). Así como en la sinagoga de Nazaret Jesús leyó de pie un texto del profeta Isaías (Le 4,16), así también la liturgia lee de pie la palabra de Dios. Para escuchar dignamente el evangelio, los fieles presentes se yerguen. En la primera época cristiana se representó al Crucificado no suspendido sino de pie en la cruz, para indicar que, en la resurrección, había vencido a la muerte. estar sentado La postura sedente expresa tranquilidad y dignidad. El que está sentado pensará en todo, a pesar de su distensión. Frente al que está de pie, el que está sentado es el que domina; el trono es signo de poder y de grandeza. En relación a los hombres, las divinidades orientales se representan siempre sentadas: tanto el Baal de la estatuilla encontrada en Megido como el dios solar de Babilonia, Shamash, entregando la ley, u Osiris en su calidad de juez de los muertos. Mientras que la postura debida de'` los esclavos es estar de pi(-1 sus señores están sentados. Saúl estaba será tado bajo un tamarindo, «y yudos sub, súbditos estaban de pie a su alrededor» (1 Sin 22,6). Es en cierto modo el reflejo terreno del orden celeste, tal como lo vio el profeta Miqueas: «Vi al Señor sentado en su trono. Todo el ejército celeste estaba en pie junto a él, a derecha e izquierda» (1 Re 22,19). Dios es el que está sentado en el trono (Dn 7,9). Refiriéndose al «germen» (Cristo), Zacarías profetizó: «El construirá el templo, El asumirá la dignidad y se sentará en el trono para gobernar» (Zac 6,13). ¡Ay del hombre que se atreva a ocupar la sede de Dios! Le ocurrirá lo que al príncipe de Tiro, que quiso verse «entronizado en solio de dioses en el corazón del mar» (Ez 28,2). Después de hablar por última vez con sus discípulos, «el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Me 16,19). El estar sentado es también la actitud corporal del que pronuncia sentencia. El día del juicio final vendrá el Hijo del Hombre «con su esplendor, acompañado de todos los ángeles, y se sentará en su trono real» (Mt 25,31). El Apocalipsis de Juan evoca una y otra vez la imagen de Dios sentado en su trono y juzgando (Ap 4,2); ante él tiemblan los reyes de la tierra, los poderosos y los ricos, los esclavos y los libres (Ap 6,15s), y huyen de su presencia la tierra y el cielo (Ap 20,11).

Según un antiguo arquetipo, las personas que enseñan deben estar sentadas como signo de dignidad; conforme a esta imagen, el obispo se sienta en su cátedra. E1 sentarse durante el culto puede ser expresión de que la asamblea está reunida y en actitud de escucha, como ocurre durante las lecturas de la misa (exceptuado el evangelio). Al administrar el sacramento de la penitencia, el sacerdote debe estar sentado; de ese modo se caracteriza la absolución como acto judicial, y el confesionario como tribunal. estrellas Lo que excita la fantasía del hombre no es sólo el esplendor centelleante de los astros en el firmamento, sino también el misterio que hay detrás de ese centelleo. Adheridas al manto celeste, las estrellas parecen los seres más cercanos a .Dios; los antiguos egipcios las designaban como «séquito de Osiris». En la religión asirio-babilónica, los astros aparecen como revelación de los poderes divinos; en Mesopotamia se encuentra por primera vez la doctrina del paralelismo entre el acontecer del cielo y el de la tierra. Las estrellas que aparecen en el cielo nocturno atestiguan la majestad del Creador; el Señor «cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre» (Sal 147,4). Las luminarias del cielo «brillan gozosas para su Creador» (Bar 3,35). Las estrellas pueden ser una imagen de la belleza del cielo, «un adorno que brilla en las alturas de Dios» (Eclo 43,9). Dios mismo se las mostró al patriarca Abraham como símbolo de su promesa: «Mira al cielo y cuenta las estrellas si puedes... Así será tu descendencia» (Gn 15,5). En el sueño de José (Gn 37,9), las once estrellas podrían ser los signos del zodíaco como símbolos de las doce tribus de Israel; José sería la estrella número doce. En la visión de Daniel (12,3) se dice que los sabios brillarán «como brilla el firmamento, y los que convierten a los demás, como estrellas, perpetuamente». Como combatientes del derecho divino, las estrellas lucharon desde el cielo contra Sisara (Jue 5,20). El sabio Balaán, que escuchó las palabras de Dios y conoce los pensamientos del Altísimo, profetizó así acerca del Mesías: «Lo veo, pero no es ahora; lo contemplo, pero no será pronto. Avanza la constelación de Jacob» (Nm 24,17). Pero los israelitas son advertidos muy seriamente: «Al levantar los ojos al cielo y ver el sol, la luna y las estrellas, el ejército entero del cielo, no te dejes arrastrar a prosternarte ante ellos para darles culto» (Dt 4,19). La llegada de Cristo a la tierra es indicada a los tres magos de Oriente por una estrella (Mt 2,2). Como compendio del cosmos, Juan vio siete estrellas a la derecha del Hijo del Hombre (Ap 1,16); «las siete estrellas significan los ángeles de las siete iglesias» (Ap 1,20), y las siete iglesias simbolizan la Iglesia universal. En sentido muy genérico, las estrellas son un símbolo de la armonía cósmica creada por Dios, como se manifiesta al hombre en el ciclo de los signos zodiacales; en la corona de doce estrellas sobre la cabeza de la mujer del Apocalipsis (12,1) se alude al zodíaco. Finalmente, las estrellas son imagen del juicio divino cuando el Apocalipsis (8,l0s) habla de la gran estrella llamada «Ajenjo», que cae del cielo como una antorcha llameante. á? una estrella se le dio «la llave del pozo del abismo»; del abismo salieron langostas con aspecto de caballos y atormentaron a los hombres que no llevaban en la frente el sello de Dios (Ap 9,1-12). En la primera carta a los Corintios (15,41s), Pablo hace una comparación con los elegidos: el sol, la luna y las estrellas no brillan del mismo modo; «y tampoco las estrellas brillan todas lo mismo. Igual pasa con la resurrección de los muertos». En los sarcófagos cristianos antiguos, en las lámparas y gemas, las estrellas simbolizan la felicidad eterna. La estrella de seis rayos es con frecuencia en el arte símbolo de María; los dos triángulos que se interpenetran aluden al papel de mediación de María entre el cielo y la tierra. La estrella que señala a Cristo (estrella de Navidad) tiene ocho rayos y su cuaternidad hace ya referencia a la cruz. La estrella que guía a los tres reyes aparece repetidas veces

personificada en pinturas medievales como ángel con una estrella. flecha y arco El arco y la flecha pertenecen a las armas más antiguas de los hombres y en las tradiciones del antiguo Oriente son signo del poder divino. Con arco, maza y red de pescar Marduk sale a luchar contra el monstruo Tiamat. En monumentos artísticos aparece Asur en el disco solar como dios que tensa o sostiene el arco. El símbolo cultual de la diosa egipcia de la guerra, Neit, consta de dos flechas cruzadas. El arco es expresión de poder triunfante; así, cuando el faraón aparece sobre nueve arcos, se indica que ha sometido a nueve pueblos. Las flechas pueden ser símbolo de los rayos abrasadores del sol, e incluso de enfermedades. El dios cananeo Reshef es «señor de la flecha» y con sus dardos envía males inesperados y la muerte repentina. Las flechas, el arco y la aljaba son atributos del antiguo dios Amor. En manos de la divinidad esta arma se convierte en instrumento de juicio. Si el pecador no se convierte, el Señor afila su espada, «tensa el arco» y «prepara sus flechas incendiarias» (Sal 7,13s). El atribulado Job se lamenta así: «Llevo clavadas las flechas del Todopoderoso» (6,4). Dios da su recompensa a los malvados alcanzándolos con su flecha, «por sorpresa los cubre de heridas» (Sal 64,8). En Sal 76,4 las flechas son llamadas -en sintonía con el dios cananeo- «reshef» del arco, palabra traducida de ordinario por «llamas» o «relámpagos». Como imagen poética, la flecha tiene con frecuencia el significado de relámpago. «Las nubes descargaban sus aguas, retumbaban los nubarrones» y las flechas del Señor zigzagueaban (Sal 77,18). El rayo dibuja el poder del Señor en el firmamento y «hace brillar las flechas del juicio» (ECIo 43,13). Cuando los malvados tensan el arco, es decir, arrebatan el poder, hay que huir de ellos, porque «ajustan la saeta a la cuerda para disparar en la sombra contra el honrado» (Sal 11,2). Pero el Señor romperá el arco de los poderosos (Jr 34,35). Así pues, el arco y la flecha pueden ser también imagen de la caducidad de todo lo terreno. La vida del hombre pasa «como flecha disparada al blanco: cicatriza al momento el aire hendido y no se sabe ya su trayectoria» (Sab 5,12). Pero también la palabra de Dios, que llega hasta lo más profundo del hombre, es comparada con una flecha. En el segundo canto del Siervo de Dios -prefiguración del Mesías- dice el Siervo: «El Señor me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba» (Is 49,2). En la carta a los Efesios (6,16) se exhorta así a los fieles: «Tened siempre embrazado el escudo de la fe, que os permitirá apagar todas las flechas incendiarias del malo». El primer jinete del Apocalipsis, que pasó como vencedor en un caballo blanco, tenía como atributo un arco, expresión visible del poder que se le concedió (Ap 6,2). Varios Padres de la Iglesia vinculan el simbolismo bíblico de la flecha con el antiguo mito de Amor; según Orígenes, el amor es Dios, que envió su flecha elegida (Cristo) a aquellos que se salvan. Jerónimo vio el misterio de la encarnación en la imagen isaiana de la aljaba que oculta una flecha valiosísima. Teresa de Avila tuvo una visión en la que un ángel le hería el corazón con la flecha ardiente del amor de Dios. En las miniaturas medievales que representan el tema de la expulsión del paraíso, las flechas lanzadas por Diosa Adán y Eva tienen carácter punitivo. En la arquitectura románica, los centauros que tensan el arco han de interpretarse como seres sensitivos que han sucumbido a los placeres de la carne. flores Las floraciones y las flores son mensajeros de la primavera y simbolizan la esperanza del fruto venidero. Como el hombre, la flor muestra un misterioso parentesco con la luz y la vida y está sometida a la misma ley terrena de la consunción. Así pues, el amor de los pueblos antiguos a las flores era más que una mera expresión de su alegría por lo hermoso; estaba más bien profundamente arraigado en sus concepciones religiosas. El templo y las imágenes de los dioses, los animales de los sacrificios y las tumbas se adornaban con flores. Según el mito indio, Brahman nace de la floración del loto y, según una concepción

cosmogónica de los antiguos egipcios, el mundo surgió al emerger el dios del sol de una flor de loto. En egipcio, el término «ramillete» tenía el mismo sonido que la palabra «vida»; como símbolos de la vida y de la supervivencia, los ramos de flores ejercieron un papel en el culto a los muertos. En el lenguaje simbólico de la Biblia, las flores indican la transitoriedad de todo lo terreno. El hombre «florece como flor del campo, que el viento la roza y ya no existe; el terreno no volverá a verla» (Sal 103,15s). La misma idea se encuentra en Isaías (40,6s): «Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellas». Cuando Israel se aparta de Dios, se parece a una flor marchita (Is 28,1.4); pero bajo el reinado de un rey justo y temeroso de Dios, florece la salvación y el bienestar (Sal 72,7). El florecimiento y la unión con Dios -o, en otras palabras, el ser santotaparecen en el Antiguo Testamento en estrecha conexión; así hay que entender el florecimiento de la vara de Aarón (Nm 17,17 hasta 23), o las palabras del Eclesiástico (29,13s): «Escuchadme, hijos piadosos, y creceréis como rosal plantado junto a la corriente; perfumad como incienso, floreced como azucenas, difundid fragancia». En las traducciones de los Setenta y de la Vulgata, de la raíz de Jesé no brota un vástago (así en el texto original), sino una flor (Is 11,1). En la carta de Santiago (1,10) encontramos de nuevo la flor o la floración como símbolo de la caducidad terrena; el rico y el pobre pasarán «como flor de hierba». Y, sin embargo, las flores, en sus más hermosas representantes, pueden remitir a una gloria sobrenatural; ni Salomón en su esplendor era tan hermoso como los «lirios del campo» (Mt 6,28s). Las flores son un reflejo terreno de la felicidad celeste. La mártir cartaginesa Perpetua contempló en una visión el más allá como un jardín en floración con rosales tan altos como cipreses. La misma idea básica subyace a las pinturas de flores y coronas en las paredes de las catacumbas. En su «Paradiso», Dante describe a la gran multitud de los redimidos en el cielo como una rosa gigantesca. Los Padres de la Iglesia vieron en la profecía de Isaías (11,1) una clara referencia al Redentor, que, de una raíz oscura, florece hasta convertirse en flor radiante. Mientras que en la Sagrada Escritura apenas aparece un significado simbólico diferenciado de las distintas clases de flores, los poetas y pintores del Medioevo relacionan toda la flora con la historia de la salvación. Ya Ambrosio hablaba de las violetas de los confesores y de las rosas de los mártires; ambas clases de flores se convirtieron después en símbolos marianos: la violeta, como signo de humildad, y la rosa, en su peculiaridad, como reina de las flores. fruto Como simbiosis de la profundidad de la tierra y de la altura de la luz, el fruto es producto del crecimiento terreno y signo visible de la bendición divina. En el arte asirio fue un motivo frecuente el árbol de la vida estilizado, cuyas floraciones eran untadas por genios alados con una piña; se trata de una representación simbólica de la fecundación artificial de la palmera datilera, cuya importancia era vital en Mesopotamia. Los frutos son símbolos de la fecundidad y de la vida. En el jardín de los dioses crecen las manzanas doradas que Gaia llevó a Zeus y a Hera como regalo de bodas. La floración y el fruto pertenecen a los símbolos típicos de las diosas madres del antiguo Oriente, cuyos hijos son «el gran fruto». El fruto puede ser también un alimento mortal, como la granada en la saga de Perséfone y la manzana en el cuento de Blancanieves. La omnipotencia del Creador hizo brotar «hierba verde que engendraba semilla según su especie, y árboles que daban fruto y llevaban semilla según su especie» (Gn 1,11). Una cosecha del céntuplo es un signo visible de la bendición de Dios (Gn 26,12). El comer el fruto del árbol del conocimiento, prohibido por Dios, condujo a la muerte (Gn 3). El fruto designa no sólo la parte del árbol que contiene semilla, sino también -en sentido figurado- el fruto corporal del animal y del hombre. «Tu mujer como parra fecunda alrededor de tu casa, tus hijos como

renuevo de olivo alrededor de tu mesa» (Sal 128,3). Como signo de reconocimiento de Dios y de acción de gracias por su bondad, los israelitas tomaban las «primicias de todos los frutos de la tierra» y las llevaban al Señor (Dt 26,2.10). Como imagen oral, el fruto designa también el resultado del trabajo y del esfuerzo moral. El justo produce, como «un árbol plantado junto al agua», frutos inagotables (Jr 17,8). Del fruto de la justicia nace un árbol de vida (Prov 11,30). Dios juzga a su viña (Israel) por los frutos que produce (Is 5,1-7). En un anuncio mesiánico escribe Isaías (4,2): «Aquel día, el vástago del Señor será joya y gloria, fruto del país, honor y ornamento para los supervivientes de Israel». Cristo es el «fruto» más hermoso que el cielo (Dios Padre) hace brotar de la tierra (María). A la Virgen María se le hace esta alabanza: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Le 1,42). El es el fruto de la semilla de David (Hch 2,30). Juan Bautista desenmascara la ilusión de los que se precian de ser hijos de Abraham, pero no dan frutos buenos (Mt 3,8s). El hacha del juicio hará caer todo árbol que no da frutos buenos y lo arrojará al fuego (Mt 3,10). «No hay árbol sano que dé fruto dañado ni árbol dañado que dé fruto sano» (Le 6,43). Refiriéndose a los falsos profetas dice Jesús: «Por sus frutos los conoceréis; a ver, ¿se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos?» (Mt 7,16). En sentido figurado, son frutos las obras que brotan de la vinculación con Cristo (Jn 15,2-8). El fruto de la justicia otorgado por Jesucristo para alabanza de Dios alcanzará su plena madurez (Flp 1,11). Limitándome a un solo fruto, señalaré la ambivalencia de la manzana. Mientras que Ambrosio, obispo de Milán, compara a Cristo clavado en la cruz con una manzana que cuelga del árbol y que difunde el aroma de la redención del mundo, otros exegetas vieron en la manzana el fruto del pecado original, quizá debido al hecho de que la misma palabra latina «malum» designa el mal y la manzana. La manzana es símbolo de la redención cuando Cristo la coge y con ello carga simbólicamente con el pecado del mundo. En diversas representaciones medievales, el árbol del pecado original tiene, en lugar de frutos, calaveras. Los Padres de la Iglesia vieron al esposo divino en el manzano del Cantar de los Cantares (2,3); su fruto exquisito -comido por la esposa (la Iglesia)- es imagen de la doctrina de Cristo. fuego Los dos efectos del fuego -por una parte, el de iluminar y calentar, y por otra, el de destruirhicieron que se convirtiera en un símbolo tanto de lo divino como de lo demoníaco. El dios sumerio del fuego, Gibil, estaba considerado como portador de la luz; gracias al poder purificador de la llama, podía también liberar de la impureza. El término griego «pyr» (fuego) y el latino «purus» (puro) proceden de la misma raíz; el fuego es puro y purificador. El culto al fuego era parte esencial de la antigua religión persa; el fuego, considerado como hijo de Ahura Mazda, era un signo visible de la presencia de Dios. La llama, siempre en movimiento y señalando al cielo, es símbolo de la vida y de la fuerza del sol; custodiada por sacerdotisas (las vestales) en Roma, garantizaba la permanencia del Estado. La temible fuerza destructora del fuego ejerce un gran papel en las concepciones del más allá que aparecen en los textos de los sarcófagos egipcios: ríos de fuego y seres que vomitan fuego amenazan la supervivencia después de la muerte. El parsismo habla de una corriente de fuego que habrá al final de los tiempos, para terrible suplicio de los malos y para alivio de los buenos. En el Antiguo Testamento, el fuego es una imagen frecuente para expresar el ser y la acción de Dios. El Señor se reveló a Moisés en una zarza ardiente (Ex 3,2), y en forma de una columna de fuego iba durante la noche delante de su pueblo cuando salió de Egipto (Ex 13,21). Los israelitas experimentaron en el Sinaí la fascinante manifestación divina de fuego; todo el monte estaba cubiert de humo, «porque el Señor bajó a él con fuego» (Ex 19,18). Durante 1 entrega de la Ley apareció el resplandor del Señor «como fuego vora sobre la cumbre del monte» (E 24,17). En la visión de Ezequiel apareció «una gran nube y un fuego nimbado de

resplandor» (Ez 24,17), y Daniel arma de la gloria del Señor: «Su trono era llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas» (Ez 1,4). La fuerza del fuego se transmite también a los que están al servicio del Señor y se convierte en una imagen de la casa de Jacob, que vence a sus enemigos (Abd 18). Dios es el que «hace de los vientos sus mensajeros y del fuego llameante sus servidores» (Sal 104,4). Dios es un fuego devorador (Dt 4,24). El aspecto terrible de la actuación divina adquiere en el lenguaje gráfico de los Salmos el carácter amenazador de una erupción volcánica: «De su nariz se alzaba una humareda, de su boca un fuego voraz y lanzaba ascuas al rojo» (Sal 18,9). Nadie puede apagar el fuego de la cólera divina (Jr 21,12); ya Adán y Eva tuvieron que hacer esta experiencia cuando Dios puso como guardianes a la entrada del paraíso a los querubines con espada llameante (Gn 3,24). El fuego justiciero y vengador adquiere significado escatológico. «Está ardiendo el fuego de mi ira y abrasará hasta el fondo del abismo, consumirá la tierra y sus cosechas y quemará los cimientos de los montes» (Dt 32,22). En la concepción profética del tiempo final, el Señor aparece en el fuego «y sus carros son como torbellino, para desfogar con ardor su ira y su indignación con llamas» (Is 66,15). Finalmente, el aspecto devorador se convierte en una imagen de la prueba y de la purificación: «Porque el oro se acrisola en el fuego, y el hombre que Dios ama, en el horno de la pobreza" (Eclo 2,5). El que quiera ser purificado como la plata tendrá que pasar por el fuego del fundidor (Mal 3,2s). También en el Nuevo Testamento el fuego es una metáfora frecuente. En la carta a los Hebreos (12,29) Dios aparece bajo la imagen de un fuego devorador. Juan Bautista predice del Mesías que bautizará con Espíritu Santo y con fuego (Mt 3,11). Jesús pudo decir con razón de sí mismo: «Fuego he venido a prender en la tierra y ¡cómo me gustaría que ya estuviera encendido!» (Le 12,49). Jesús ansía la consumación del Reino de Dios y por ello desea el fuego de la purificación. El Día del Señor los cielos se disolverán en el fuego y los elementos se abrasarán hasta fundirse (2 Pe 3,12). «Cuando el Señor Jesús se revele, viniendo del cielo con sus poderosos ángeles», lo acompañará un fuego llameante y hará justicia a los que no obedecen a Dios (2 Tes 1,7s). El «Kyrios» apocalíptico tendrá ojos de fuego (Ap 1,14). Al final de los tiempos, a los asesinos, lujuriosos e idólatras «les tocará en suerte el lago de azufre ardiendo» (Ap 21,8). Según Clemente de Alejandría, la columna de fuego y la zarza ardiente del Antiguo Testamento eran prefiguraciones del verdadero fuego de Dios, que arde desde el madero de la cruz para redimir a la humanidad. Mechtild de Magdeburgo recoge la antiquísima imagen del fuego de la divinidad: «Este fuego es el Dios eterno». Las representaciones del juicio final de Hieronimus Bosch pertenecen a las visiones más escalofriantes del fuego del infierno que atormenta a los pecadores. Por su martirio en la parrilla ardiente, San Lorenzo se convirtió en el patrón de los oficios relacionados con el fuego, como los carboneros y los bomberos, y fue invocado cuando se sufrían quemaduras y para que preservara de los tormentos del purgatorio. San Francisco de Asís amaba especialmente, de entre todas las criaturas no racionales, a su «hermano fuego». El fuego obtenido del pedernal en la noche de Pascua es símbolo de Aquél que, desde la tumba de piedra cerrada, va al encuentro de su glorificación. Un motivo frecuente de las artes plásticas es la efusión del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego (Hch 2,3). El fuego puede ser también una imagen del amor divino, que resplandece desde el corazón de Jesús. gallo El múltiple simbolismo del gallo tiene su origen en sus peculiaridades de fuerte impulso de reproducción, de combatividad y de anunciar la llegada del día. La belicosidad de este celoso animal explica su asociación con la diosa griega de la guerra Palas Atenea. Como anunciador del día, el gallo estaba consagrado en Avesta al dios Ahura Mazda; en el nacimiento de Apolo, su presencia indicó la aparición de la luz divina. El canto del gallo, que ahuyenta los poderes de las tinieblas y del mal, se convirtió en símbolo de la

vigilancia y de la superación del sueño de la muerte. En el libro de los Proverbios (30,31), se menciona al gallo, con su orgulloso caminar, junto al león, el macho cabrío y el rey. Su capacidad como oráculo del tiempo y su certero sentido de la hora al acercarse el día, su perspicacia, la recibió de Dios (Job 38,36). Antes de su prendimiento dijo Jesús a Pedro: «Te aseguro que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (Mt 26,34). Y sucedió como el Señor había predicho; al cantar por segunda vez el gallo, el apóstol se acordó de lo que le había dicho Jesús y lloró amargamente (Me 14,66-72). Jesús habló también de las tribulaciones que precederán al fin del mundo y del retorno del Hijo del Hombre: «Por eso estad en vela, que no sabéis cuándo llegará el dueño de casa, si al anochecer, a medianoche, al canto del gallo o al amanecer» (Me 13,35). «El canto del gallo» es la hora en que comienza el nuevo día. El texto citado de Job fue aplicado por Gregorio Magno a los predicadores «que en las tinieblas de la vida presente se esfuerzan por anunciar con su palabra, como con un canto de gallo, la luz futura». En las piedras sepulcrales y sarcófagos cristianos primitivos, el gallo indica el nuevo día que seguirá a la noche de la muerte; es, por tanto, símbolo de la resurrección. En la representación de la escena de la negación de Pedro, el gallo -que con frecuencia aparece de pie sobre una columna- simboliza al pecador arrepentido. El gallo que figura en la torre de muchas iglesias tiene ante todo la función de proteger del relámpago y del granizo, perotambién es, en sentido específicamente cristiano, símbolo de la vigilancia y anunciador de la luz verdadera; en algunas regiones existe también la creencia popular de que el gallo de la torre debe preservar a los fieles de comportarse con la Iglesia como Pedro se comportó con el Hijo de Dios. granado y granada Debido a su abundancia de semilla y a su color rojo brillante, el fruto del granado era símbolo de la plenitud de vida. Aparece con frecuencia como atributo de dioses orientales de la vegetación (como Baal y Adonis) y de diosas mediterráneas de la fecundidad (Afrodita). Pueden entenderse también como referencia simbólica al poder invencible de la vida, que se renueva sin cesar, los granados plantados en el atrio interior de la casa en la que se celebraba la fiesta del año nuevo en Asiria. Los exploradores enviados por Moisés a Canaán volvieron llevando como frutos más valiosos uvas, granadas e higos (Nm 13,25). Para los israelitas, las granadas eran un signo de bendición prometedora de abundancia, que nacía de su alianza con Dios. Probablemente se remontan también a este simbolismo las series de granadas que adornaban los capiteles de las columnas de bronce del templo de Salomón (1 Re 7,18ss; Jr 52,22s) y las que adornaban la orla del vestido del sumo sacerdote (Ex 28,33s). Según Eclesiástico (45,9), Aarón fue vestido con «ornamentos preciosos» y revestido «con manto de gala» y un cinturón «con granadas a todo alrededor». En el Cantar de los Cantares se compara a la esposa con la hermosura de la granada: «Tus sienes, entre el velo, son dos mitades de granada» (Cant 4,3); sus encantos «son jardines de granados con frutos exquisitos» (Cant 4,13). Enlazando con los pasajes del Antiguo Testamento, los Padres de la Iglesia vieron en la granada un símbolo de la Iglesia de Cristo, cuyo modelo es la esposa del Cantar de los Cantares; así como la granada muestra su color purpúreo, del mismo modo la Iglesia, mediante la sangre del Redentor, irradia con su rojo luminoso. La mística mariana del Medioevo aplicó los pasajes del Cantar de los Cantares a María. En el arte copto se encuentra el granado como símbolo de la resurrección. Los pintores de los siglos xvi y xvii ponen con frecuencia una granada en la mano del niño Jesús, que está en el regazo de María, indicando con ello la nueva vida otorgada mediante Cristo. granizo Las lluvias torrenciales y las tormentas de granizo, tan temidas en las regiones agrícolas, eran una manifestación de la cólera de la divinidad. El dios sumerio del tiempo es descrito,

bajo el aspecto de la tormenta, como un toro salvaje y furioso. El dios de la tormenta de la antigua Arabia, que lanza con su arco flechas de granizo, se convirtió por obra del islam en un ángel que regula las nubes. A causa de su obstinación, los egipcios fueron castigados con una tormenta de granizo; «pero en territorio de Gosén, donde vivían los israelitas, no cayó granizo» (Ex 9,23-26). También a su propio pueblo el Señor lo hiere «con tizón y neguilla y granizo» (Ag 2,17). Cuando el Señor está airado, hace retumbar el trueno desde el cielo, «las nubes se deshacen en granizo y centellas ante El» (Sal 18,13). En una profecía de Ezequiel (38,22), Dios pleiteará con el modelo veterotestamentario del Anticristo, el gran príncipe Gog, con peste y con sangre y hará que lluevan «trombas de agua y granizo» sobre él. El brazo justiciero de Dios descargará su ira «con llama devoradora, con tormenta y aguacero y pedrisco» (Is 30,30). En la lucha final contra los poderes anticristianos, un ángel derramará el séptimo cuenco de la ira divina y sobre los hombres caerán del cielo «granizos como adoquines» (Ap 16,21), después de que ya antes, al tocar un ángel la trompeta, se hayan producido granizo y centellas mezclados con sangre y hayan sido lanzados sobre la tierra (Ap 8,7). grasa La grasa procedente de los animales era considerada en la Antigüedad un signo de bienestar y se ofrecía a los dioses como parte especialmente valiosa. Se creía que, mediante la frotación con grasa, los ídolos y las imágenes de los dioses adquirían poder mágico y realizaban los deseos que los creyentes les pedían. Ya Abel ofreció las primicias y la grasa de sus ovejas, y el Señor vio (complacido) sus dones (Gn 4,4). A la ofrenda mosaica de fuego, dedicada al Señor, pertenece ante todo la grasa de las vísceras: «El sacerdote la dejará quemarse sobre el altar. Es comida en oblación de aroma que aplaca al Señor» (Lv 3,14-16). En sentido figurado, la grasa es una imagen de la riqueza y de la bendición de Dios. El que puede comer la «grasa del país», como el faraón prometió a los israelitas, no padecerá carestía (Gn 45,18). Así dice un mandato y una promesa del Señor: «Escuchadme atentos y comeréis bien, vuestro paladar saboreará la grasa» (Is 55,2). Y en los Salmos se dice: «¡Qué inapreciable es tu lealtad, oh Dios!... Los hombres se deleitan en la grasa de tu casa» (Sal 36,8-9). guirnalda Los efectos mágicos atribuidos en la Antigüedad a la guirnalda se basan, en parte, en su forma circular y, en parte, en las fuerzas de las plantas, de las que está tejida. De la guirnalda como de las ramas y de las flores, se esperaba también una trans-misión de fuerzas. En el antiguo Egipto se entregaban a los muertos «guirnaldas de la justificación»; esta costumbre ha de entenderse como expresión de la inocencia demostrada por el juicio del más allá. La guirnalda mortuoria, que en la antigüedad greco-romana constaba ordinariamente de ramos de olivo, debía asegurar al difunto la tranquilidad en la tumba. En la fiesta griega de las Antesterias se adornaba a niños de dos y tres años con guirnaldas de flores para preservarlos de todo mal. La guirnalda de laurel otorgada al luchador que vencía en la batalla debía llevar a cabo originariamente la purificación por la sangre derramada; en época posterior se asoció a la guirnalda la idea de la victoria y del honor. En la Biblia la guirnalda es un signo de reconocimiento, de homenaje y de alegría. Cuando el ex sumo sacerdote Alcimo llevó al soberano seléucida Demetrio una guirnalda de oro (2 Mac 14,4), rindió con ello homenaje al monarca extranjero. Constituían un homenaje a Dios las guirnaldas de oro que, como elemento decorativo, se ponían en el arca de la alianza, en la mesa de los panes de la proposición y en el altar (Ex 25,11.24s; 30,3; 1 Mac 4,57). En sentido figurado, el Señor es una «guirnalda enjoyada» para los fieles de su pueblo (Is 28,5). Para los incrédulos sibaritas la guirnalda será símbolo de la falta de alegría y de la caducidad terrena: «Ciñámonos guirnaldas de capullos de rosas antes de que se ajen» (Sab 2,8). Pero la

guirnalda es sobre todo un signo de victoria. En la eternidad la sabiduría, «ceñida la guirnalda, desfila triunfadora, victoriosa en la prueba de trofeos bien limpios» (Sab 4,2). El que estima más la sabiduría que la necedad y, por tanto, emerge como vencedor en la lucha de la vida, recibirá una guirnalda que adorne su cabeza (Prov 4,9). Pablo compara la lucha por la fe con las antiguas competiciones. Los competidores se entrenan con la mayor disciplina: «ellos para ganar una guirnalda que se marchita; nosotros, una que no se marchita» (1 Cor 9,24). Todos los que, perseverando en el amor, aguardan el retorno del Señor recibirán «la merecida guirnalda» (2 Tim 4,8). En la carta de Santiago (1,12) se proclama bienaventurado al hombre que resiste la prueba, «porque, al salir airoso, recibirá la guirnalda de la vida». Así como en Isaías los fieles debían ser una hermosa guirnalda, así también Pedro arma que los responsables de la comunidad recibirán del Supremo Pastor «la guirnalda perenne de la gloria» (1 Pe 5,4). Al que permanece fiel hasta la muerte se le dará la «guirnalda de la vida» (Ap 2,10). Alrededor del trono del Apocalipsis hay otros 24 tronos, en los que se sientan 24 ancianos con coronas de oro en la cabeza (Ap 4,4). Aunque en la Antigüedad tuvo gran importancia el hecho de llevar guirnaldas, Clemente de Alejandría y Tertuliano fustigaron con dureza esta costumbre. A pesar de ello, la guirnalda de la victoria aparece en la literatura (por ejemplo, en las llamadas Odas de Salomón), en lápidas y en sarcófagos, con frecuencia en conexión con el monograma de Cristo o del Cordero. Ya desde el siglo iv se hacen imágenes y estatuas sagradas con guirnalda. Juan Crisóstomo designa la guirnalda esponsalicia como símbolo de la victoria, porque la esposa entra como triunfadora (virgen) en la cámara nupcial. Todavía hoy la imposición de la guirnalda a la esposa forma parte del rito sacramental del matrimonio ortodoxo griego. Como símbolo de la virginidad, Santa Cecilia lleva una guirnalda de rosas y lirios. Corona. gusano La observación del desarrollo de la larva en las úlceras y de los parásitos intestinales contribuyó a la idea de que había una secreta afinidad entre el hombre y el gusano. En la Antigüedad estaba también extendida la creencia de que el hombre, que fue creado de la tierra como el gusano, después de su muerte se descomponía en gusanos o era devorado por ellos. En el lenguaje simbólico, el gusano y la serpiente son intercambiables. En el libro de Job (25,6) se alaba la grandeza de Dios, ante cuyos ojos ni siquiera son puras las estrellas, «¡cuánto menos el hombre, ese gusano; el ser humano, esa lombriz!». Y, sin embargo, el hombre no es abandonado por su Creador: «No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio -oráculo del Señor-» (Is 41,14). Si en Sal 22,7 el justo (figura de Cristo) dice de sí mismo: «Yo soy un gusano, no un hombre», con ello renuncia a la arrogancia altanera, al orgullo prometeico que querría medirse con el ser supremo, y reconoce humildemente su caducidad terrena. Los cadáveres de los que se rebelaron contra Dios serán atormentados por un fuego que no se extingue y por gusanos que no dejan de corroer (Is 66,24). E1 orgulloso rey Herodes, que se hizo aclamar por el pueblo como un dios, fue herido de pronto por un ángel del Señor y, «roído de gusanos, entregó su espíritu» (Hch 12,23). La antigua concepción de que los pecadores muertos son atormentados por gusanos y devorados por el fuego reaparece en Marcos (9,43-48). herrero En la Antigüedad estaba rodeado de misterio el arte de la elaboración de los metales y de su transformación en adornos radiantes y en peligrosas armas; esto dio a los herreros la fama de estar en conexión con poderes extrahumanos. Los herreros son seres ctónicos que habitan en la oscuridad del bosque o en cuevas subterráneas. El hijo de dioses Hefestos, expulsado del Olimpo, trabaja en una herrería inaccesible a la luz solar, en la profundidad de la tierra.

El primer herrero mencionado en la Biblia fue Tubalcaín, «forjador de herramientas de bronce y de hierro» (Gn 4,22), que procedía de la línea maldita de Caín. Etimológicamente, «Caín» significa «herrero», aun cuando se le caracteriza como agricultor (Gn 4,2). En contraste con el nomadismo (personificado por el pastor Abel), la cultura comienza propiamente con el cultivo del campo, y como representante más destacado de la misma se considera en las edades del hierro y del bronce al herrero. Ya el hijo de Caín fundó la primera ciudad mencionada en la Biblia (Gn 4,17). El pecado de Caín ha de entenderse como símbolo de la decadencia que comienza con la cultura. En Isaías, el herrero es un hombre que «modela un dios o funde una imagen», pero no sabe nada del verdadero Dios; aunque su brazo es robusto, «pasa hambre, se agota, no bebe y está exhausto» (Is 44,l0ss); a quien le falta el agua de la vida no le sirven de nada ni el trabajo ni los dioses extranjeros. Finalmente, el herrero se convierte en imagen de la fuerza del juicio establecido por Dios: «Yo he creado al herrero que sopla en las brasas y saca una herramienta, y yo he creado al devastador para aniquilar» (Is 54,16). El apóstol Pablo menciona a un tal Alejandro, que fue entregado a Satanás; era herrero, y le había causado mucho daño (1 Tim 1,20; 2 Tim 4,14). Según la tradición popular, el astuto herrero puede engañar incluso al diablo, o está aliado con él. El diablo mismo puede aparecer como herrero. hierba y heno La hierba, que crece sin cultivar y que prospera aun en suelo poco fértil, era para el hombre bíblico símbolo de la caducidad de la vida terrena. «Los días del hombre duran lo que la hierba» (Sal 103,15). En Isaías (40,6ss), la hierba y la flor son símbolos de vanidad: «Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellas; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre». Los malvados germinan como la hierba (Sal 92,8), pero los pecadores, que por la mañana florecen y crecen como hierba, se marchitarán y se secarán por la tarde; más aún, «tu cólera nos ha consumido» (Sal 90,5ss). El que desprecia el alimento de la vida verá que sus días se desvanecen como humo. «Mi corazón está agostado como la hierba, me olvidé de comer mi pan» (Sal 102,4s). La hierba seca se convierte en imagen de lo que carece de valor; el que está preñado de heno, sólo puede parir rastrojo, y el aliento del Señor, como fuego, lo consumirá (Is 33,11). En la carta de Santiago (1,10), la hierba es una imagen de la riqueza terrena, que, a fin de cuentas -medida con patrones celestes-, carece de valor. La misma idea, procedente de Isaías, aparece también en la primera carta de Pedro (1,24), en la que se compara la vida del hombre («carne») con la hierba que al principio está verde, pero que luego se seca. El antiguo proverbio flamenco de que la vida es un montón de heno del que cada uno saca lo que puede consumir considera la hierba seca como símbolo de los placeres. En un cuadro de Jerónimo Bosch, una multitud delirante se precipita a un carro cargado de heno, que simboliza los bienes y las alegrías de este mundo como realidades pasajeras y, en último término, carentes de valor. hierro El primer hierro conocido fue el meteórico; así, los sumerios hablaban del «metal celeste». En los mitos de Ugarit aparece el dios Kotar, experto en conjuros, como inventor de la elaboración del hierro. Debido a su densidad y dureza, el hierro pudo convertirse en un símbolo de la opresión y del sometimiento. En la tradición hermética, el hierro corresponde a Marte. El hierro es una imagen del apartarse del camino de Dios. Las piedras destinadas al altar han de estar sin pulir para no quedar profanadas por el escoplo (de hierro) (Ex 20,25). El pecado de Judá «está escrito con punzón de hierro» (Jr 17,1). Quien se entrega al vicio se ata a sí mismo a una cadena de hierro. Los que se resistieron a las palabras del Señor «yacían en oscuridad y tinieblas, cautivos de hierros y miserias» (Sal 107,10). El hierro es, pues,

también una imagen del juicio y del castigo. La «vara de hierro» en Sal 2,9 es el distintivo de la justicia punitiva. El Señor pondrá en los hombros de su pueblo infiel un yugo de hierro, hasta aniquilarlo (Dt 28,48). En sentido figurado, el hierro indica la tierra sin cultivar (Dt 28,23). Una mezcla de hierro y arcilla indica falta de armonía y debilidad (Dn 2,41-43). En el Apocalipsis reaparece el motivo de la vara de hierro; en este caso pertenece al vencedor, que dominará sobre los pueblos paganos (Ap 2,26s). higuera e higos Los frutos de la higuera, un árbol propio de la zona mediterránea oriental, constituían en la Antigüedad un medio básico de alimentación y por ello eran considerados como símbolo de la fecundidad. La higuera tuvo especial importancia en la fe de la antigua India; su imagen primigenia era el árbol del mundo, que tenía sus raíces en el cielo; el mismo dios Visnú fue equiparado a la higuera. Se dice que Buda recibió bajo una higuera la plena iluminación. En la Biblia se habla por primera vez de los higos en el Pentateuco; pertenecen a los frutos característicos de la tierra prometida (Dt 8,8; Nm 13,23) y subrayan el contraste con el desierto, en el que no hay «grano, ni higueras, ni viñas, ni granados, ni agua para beber» (Nm 20,5). Cuando el Señor se irrita contra su pueblo, destroza las vides y las higueras (Sal 105,33); vienen nubes de langostas, voraces e innumerables, que quiebran las higueras, las descortezan y les arrancan las hojas (Jl 1,7). El Señor de los ejércitos habla así contra su pueblo estéril en la fe: «Yo despacharé contra ellos la espada, el hambre y la peste; los trataré como a los higos podridos que no se pueden comer de malos» (Jr 29,17). En un salmo impresionante, el profeta Habacuc'describe la aparición de Dios y el día de la angustia: «Al verte tiemblan las montañas... sol y luna se detienen en su morada... la higuera no echa yemas y las cepas no dan fruto» (Hab 3,10.17). El que uno pueda sentarse «bajo su parra y bajo su higuera» es una imagen de la paz concedida por Dios a los hosnb>reb. Bajo el reinado de Simón Macabeo, temeroso de Dios, hubo «paz en e? país e Israel se llenó de inmenso gozo. Cada cual pudo habitar bajo su parra y su higuera sin que nadie lo inquietara» (1 Mac 14,12); Miqueas (4,4) emplea la misma imagen para indicar el reinado futuro del Mesías. Cuando Jesús habló a sus discípulos del fin del mundo, citó la comparación de la higuera: «Cuando ya la rama se pone tierna y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca. Pues lo mismo: cuando veáis vosotros todo eso, sabed también que (el Hijo del Hombre) ya está cerca, a la puerta» (Mt 24,32s; c£ también Le 21,29s). La higuera que no dé fruto será arrancada; esto vale también, en una transposición gráfica -como aparece en otra parábola-, para el pueblo, que es estéril en la fe (Le 13,6-9). La literatura patrística presta especial atención a las hojas de higuera de Gn 3,7, que, en la mayoría de los casos, se interpretan como símbolo del pecado, porque Adán y Eva se cubrieron con ellas después de transgredir el mandato de Dios. Agustín, en cambio, ve en la higuera y en su ramaje un signo de la gracia misericordiosa de Dios: «Así como por un árbol caímos en la muerte, así también por un árbol somos vivificados; un árbol nos mostró la desnudez, y un árbol nos ha vestido con hojas de misericordia». El libro cristiano de Adán, escrito en Oriente, cuenta que el querubín que expulsó a los primeros padres les dio higos del paraíso -una referencia a la gracia de DiosDiversos Padres de la Iglesia, por ejemplo S. Jerónimo, interpretan el fruto de la higuera como símbolo del Espíritu Santo. En la tabla central del altar de Isenheim aparece la Virgen en conexión con una higuera fecunda. Hijo (hijos) de Dios En el antiguo Oriente eran relativamente frecuentes los nombres propios teóforos. Nombres como BenHadad (hijo del dios Hadad) o Abibaal (Baal es mi padre) dan testimonio de la confianza originaria del hombre en la protección paternal de la divinidad. Pero sobre todo se consideraba hijos de los dioses a los soberanos. La filiación divina del rey egipcio se concebía incluso en sentido corporal; se creía

que el rey era engendrado por el dios solar Re. Entre los sumerios y los babilonios se consideraba al rey como hijo adoptivo de la divinidad. En virtud de los hallazgos del Mar Muerto se supone que, para los esenios, «hijo de Dios» era un título propio del sumo sacerdote mesiánico que esperaban. La expresión «hijo de Dios» tiene en el Antiguo Testamento diversos significados. En plural se da este título a los seres que pertenecen al séquito de Yahvé, están a su servicio y son sus mensajeros. «Hijos de Dios, aclamad al Señor: aclamad la gloria y el poder del Señor» (Sal 29,1). A ellos pertenecen también los ángeles caídos, que -olvidándose de su origen celestese unieron a las «hijas dé los hombres» (Gn 6,14). Satanás, que se presenta como adversario y acusador dentro de la corte celestial, aparece igualmente entre los «hijos de Dios» (Job 1,6). En sentido corporativo, la palabra «hijo» se aplica en algunos pasajes a Israel como objeto de la salvación. «Dios de los ejércitos, vuélvete..., que tu mano proteja al que está a tu diestra, al hijo del hombre a quien diste poder» (Sal 80,18). Israel es el «hijo primogénito de Yahvé» (Ex 4,22); a los israelitas se les llamará «hijos de Dios vivo» (Os 2,1). Finalmente, también el rey judío que gobierna es llamado «hijo de Dios» (2 Sin 7,14). «Yo lo nombraré mi primogénito, excelso entre los reyes de la tierra» (Sal 89,28). Al justo ejemplar, al protector de las viudas y de los huérfanos, Dios lo llamará su hijo (Eclo 4,10). En el Nuevo Testamento, «Hijo de Dios» es una designación mesiánica de Jesús. Cuando Jesús hace referencia a esta especialísima relación con su Padre (Mt 11,27), expresa su primacía absoluta respecto a todas las criaturas. Según los relatos del bautismo y la transfiguración de Jesús (Mt 3,17; 17,5), la misma voz de Dios Padre procedente del cielo llamó a Jesús «Hijo amado». El ángel de la anunciación le dijo ya a María que el que iba a nacer de ella sería llamado «Hijo del Altísimo» e «Hijo de Dios» (Lc 1,32.35). Jesucristo es «el Hijo unigénito que descansa en el seno del Padre» y a quien Dios envió al mundo para que «el mundo se salve por él» Un 1,18; 3,16s). Cuando el sumo sacerdote le preguntó si El era el Hijo de Dios, Jesús respondió afirmativamente sin rodeos (Mc 14,62), aun cuando sabía que su respuesta sería considerada blasfema por el estamento sacerdotal dominante y le costaría la vida. Después de su resurrección, los discípulos reconocieron que El es «Hijo de Dios en plena fuerza» (Rom 1,4). La filiación divina de Jesús es una confesión de fe fundamental en la primera carta de Juan (1,7; 5,20). Todos los que reciban el mensaje del Evangelio serán también hijos de Dios (Jn 1,12). «Por la adhesión al Mesías Jesús sois todos hijos de Dios» (Gál 3,26); todos los cristianos han recibido el Espíritu que los hace hijos y pueden llamar a Dios: «¡Abba! ¡Padre!» (Rom 8,15) hisopo El hisopo, que crece en Palestina como hierba mala en muros y lugares rocosos (1 Re 5,13), es una especie de mejorana y pertenece a la familia de las labiadas. Esta hierba aromática se menciona por vez primera en la Biblia en relación con la salida de Egipto. «Tomad un manojo de hisopo, mojadlo en la sangre del plato y untad de sangre el dintel y las dos jambas» (Ex 12,22). Estimada en la Antigüedad como hierba curativa, el hisopo se utilizaba en los ritos de purificación con la sangre de los animales sacrificados; así, el sacerdote rociaba a un leproso siete veces con un hisopo mojado en la sangre de un ave (Lv 14,6s), y del misma modo purifica la casa de un leproso (Lv 14,49ss). La fuerza purificadora y en cierto sentido curativa del hisopo se manifiesta también en el complicad, ritual de la vaca roja. «Después el sacerdote tomará ramas de cedro, hisopo y púrpura escarlata y los echará al fuego, donde arde la vaca» (la ceniza servía para preparar el agua de la purificación) (Nm 19,6-9). En una impresionante oración penitencial, el salmista se dirige a Dios con estas palabras: «Purifícame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve» (Sal 51,9). En la carta a los Hebreos se recuerda el rito mosaico de la aspersión con sangre e hisopo para la expiación (Heb 9,19). Esta planta, empleada originariamente en el culto, aparece

también como accesorio en la crucifixión de Jesús. Los soldados sujetaron a una caña de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca (Jn 19,29); pero el creyente puede ver también precisamente en esta mención al parecer accesoria una relación simbólica entre la planta purificadora y el que redime al mundo de sus pecados. Agustín escribe en su comentario al Salmo 51,9: «Déjate rociar con hisopo y la humildad de Cristo te purificará». En el Liber loridus (siglo xII) se presenta a la Iglesia como «árbol bueno»; la virtud de la caridad está flanqueada por ramas de hisopo. hombro Los dos hombros son la zona del cuerpo humano que transporta el peso. Dichoso el que tiene hombros fuertes para poder llevar el peso de la vida y la responsabilidad. Ya en el antiguo Oriente se encuentra con significado simbólico el gesto de rodear los hombros o poner la mano en ellos. En Egipto, el poner la mano en los hombros era un signo visible de la responsabilidad transmitida por la autoridad. Poco antes de morir, Jacob anuncia a su hijo Isacar que, como un asno robusto, inclina sus hombros al peso de la carga y se convierte en esclavo (Gn 49,14s). El hombro es una imagen de servicialidad obediente. «Los levitas se echaron los varales a los hombros y levantaron en peso el arca de Dios, tal como había mandado Moisés por orden del Señor» (1 Cr 15,15). Los israelitas rebeldes «endurecieron la cerviz», retiraron los hombros y no quisieron llevar la carga de la ley que Dios les había impuesto (Neh 9,29). «Presentaron hombros rebeldes y se taparon los oídos» para no oir las instrucciones del Señor (Zac 7,11). «Endurecer la cerviz» y «retirar los hombros» son imágenes que indican la desobediencia. Pero el que lleva de buen grado el peso de la palabra de Dios verá que su hombro queda libre de la carga (Sal 81,7). «Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste» (Is 9,3). El Señor quita de los hombros de su pueblo la servidumbre que le impuso Asiria (Is 14,25). La gran responsabilidad del gobernante, su disponibilidad al servicio de aquellos a quienes gobierna, se manifiesta en estas palabras que hacen referencia a Cristo: «Lleva al hombro la soberanía» (Is 9,5). Como servidor responsable, Aarón «llevará los nombres de los hijos de Israel sobre las hombreras, como recordatorio para el Señor» (Ex 28,12). El Señor de los ejércitos pone en el hombro de su siervo fiel Eliaquín la llave de la casa de David, constituyéndolo con ello señor de Jerusalén (Is 22,22). Cuando en la bendición de Moisés se promete a la tribu de Benjamín que habitará «entre los hombros del Señor» (Dt 33,12), probablemente se alude con ello a la cresta del monte que hay cerca del santuario de Jerusalén. Cuando el buen pastor encuentra la oveja perdida y se la carga lleno de alegría en los hombros (Le 15,5), simboliza con ello el servicio y la soberanía al mismo tiempo. Por influjo de Is 9,5, la teoría medieval de la consagración del rey pasó de la unción de la cabeza a la unción de los hombros. En la consagración episcopal, el obispo consagrante pone el libro de los evangelios primero en la nuca y en los hombros, y luego en las manos del consagrado. La carga que San Cristóbal lleva en los hombros en la figura del pequeño Jesús corresponde al mundo creado por Dios. horno Tanto el horno de fundición como el horno de cocer son una imagen de la transformación; una materia bruta, informe, es introducida en el horno y luego se saca de él como producto acabado. Así pues, el horno se parece a un cuerpo materno artificial, y de hecho aparece como símbolo del mismo en mitos y leyendas. En la alquimia, el horno es el recipiente hermético, una especie de matriz de la que nace el «filius philosophorum», la piedra rara. El horno aparece en la Sagrada Escritura como imagen del sufrimiento y del juicio. El «horno de hierro» de Egipto, del que el Señor sacó a su pueblo, era el lugar espantoso de la esclavitud (Dt 4,20; 1 Re 8,51). La Jerusalén cercada por sus enemigos está como en un horno de fundición, a merced de la cólera de Dios. «Os juntaré y atizaré contra vosotros el fuego de mi

furia, que os fundirá en ella» (Ez 22,19-22). Así como el hecho de fundir un mineral sirve para separar metales impuros, así también el horno mismo se convierte en imagen de la transformación, de la purificación. El Señor dice a su pueblo desterrado en Babilonia: «Mira, yo te he purificado como plata, te he probado en el crisol de la desgracia» (Is 48,10). La idea de la purificación aparece también en la literatura sapiencial: «La plata en el horno, el oro en el crisol, el corazón lo prueba el Señor» (Prov 17,3). Finalmente, el horno se convierte también en imagen escatológica: «Mirad que llega el día, ardiente como un horno...» (Mal 3,19). Los incrédulos arderán en el fuego del juicio, pero los justos salen purificados y renacidos de las llamas, como los tres jóvenes que el rey Nabucodonosor mandó arrojar al horno encendido (Dn 3,11-90). Posiblemente la imagen del horno subyace también a la primera carta de Pedro (4,12) -«el fuego que ha prendido ahí para poneros a prueba»- aunque no se menciona directamente. Los pies del Señor cuando viene a juzgar se parecen a «bronce incandescente, puesto al rojo en la fragua» (Ap 1,15). Al sonido de la quinta trompeta comienza la batalla del mundo subterráneo, y del abismo sale «humo como el humo de un gran horno» (Ap 9,2). imposición de la mano En la epopeya de Gilgamés se cuenta que el dios Enlil, después del diluvio, cogió por la manos a Utnapishti-y lo sacó de la barca; luege, bendijo tanto a él como a su mujer tocándoles la frente con la mano. De algunG,, hombres carismáticos -como Apolonio de Tiana- se dice que podían curar mediante la imposición de la mano. Se atribuían efectos curativos y benéficos especialmente a la mano derecha de personas sagradas (como los profetas, los sacerdotes y el rey, en cuanto representante terreno de la divinidad). En los antiguos cultos mistéricos se encuentra la imposición de la mano como rito de iniciación. La imposición de la mano expresa claramente que se transmite una bendición. Cuando Jacob impuso sus dos manos sobre la cabeza de Efraín y Manasés, los bendijo (Gn 48,14). El mismo gesto se hace para la transmisión solemne de una función. Por orden del Señor, Moisés confía el mando supremo a Josué imponiéndole la mano (Nm 27,18). Cuando los israelitas imponían las manos a los levitas que llegaban ante la presencia del Señor (Nm 8,10), su gesto equivalía a una especie de consagración. «Los levitas pondrán las manos sobre la cabeza de los novillos» (Nm 8,12). Con la imposición de la mano se puede quitar simbólicamente una carga, trasladando la impureza y el pecado a otro. Así, Aarón apoyó «las dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo» y confesó sobre él todos los delitos de los israelitas (Lv 16,21). Jesús bendecía a los niños imponiéndoles las manos, después de haber dicho a los discípulos: «Dejad que se me acerquen los niños, ... porque los que son como ellos tienen a Dios por Rey» (Me 10,14ss). La bendición transmitida con la imposición de la mano se manifiesta con frecuencia exteriormente en las curaciones milagrosas de Jesús (por ejemplo, en Le 13,13), de modo que mucha gente se pregunta asombrada: «¿Qué son estos milagros que realiza con sus manos?» (Me 6,2). En Samaria, Pedro y Juan transmitían el Espíritu Santo a los bautizados imponiéndoles las manos (Hch 8,17). Algunos servidores de Dios pueden transmitir su carisma; por eso Pablo escribe en la segunda carta a Timoteo (1,6): «Te recuerdo que reavives el don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos». Cuando los discípulos eligieron a Esteban y a otros siete hombres temerosos de Dios, se los presentaron a los apóstoles y éstos, «imponiéndoles las manos, oraron» (Hch 6,6). En la liturgia, la imposición de las manos es un gesto de bendición cuyo efecto es la comunicación sacramental del Espíritu Santo. La imposición de las manos es un rito esencial en la confirmación y en la ordenación sacerdotal, y se ha conservado también en la ordenación de párrocos y obispos evangélicos. Finalmente, sobre la base de las curaciones del Nuevo Testamento, pasó también a la pastoral de los enfermos. En una época, los reyes franceses

imponían la mano a los enfermos diciendo: «El rey te toca; que Dios te cure». incienso El incienso se produce quemando una resina. Los sahumerios tenían ante todo un significado catártico y apotropaico. Para los egipcios el incienso era una aparición supraterrena y lo designaban como «sudor de Dios que caía a la tierra»; en el culto a los difuntos se veía la subida del humo como un indicador del más allá. Con la sublimación de las concepciones religiosas, el incienso se convirtió en un símbolo de la subida de la oración al cielo; los griegos y los romanos tenían cerca de la imagen de los dioses en el templo un altar del incienso («foculus») para la adoración. Los mandeos veían en la subida del incienso el despliegue del ser divino. El término hebreo «lebonah» (incienso) se deriva de la palabra que significa «blanco, brillante». El incienso era un componente del sahumerio sagrado, destinado únicamente para Dios (Ex 30,34) (símbolo de la adoración). Además, había que unirló a una ofrenda; el sacerdote «lo dejará quemarse sobre el altar, en obsequio. Es una oblación de aroma que aplaca al Señor» (Lv 2,1s). El aroma debía servir también para la reconciliación de Yahvé, para que no enviara su juicio de castigo sobre el pueblo infiel; Aarón «puso incienso para expiar por el pueblo» (Nm 17,12). En sentido muy genérico, el incienso es un símbolo de veneración y adoración a Dios. «Escuchadme, hijos piadosos... perfumad como incienso» (Eclo 39,14). La ofrenda de incienso y la oración tienen el mismo valor y son intercambiables, puesto que una y otra son una ofrenda ante Dios (Sal 141,2). Adquiere significado mesiánico la frase del profeta de que vendrán camellos de Saba trayendo incienso y oro «y proclamando las alabanzas del Señor» (Is 60,6). Mediante la ofrenda de incienso los magos de Oriente veneraron al niño Jesús como Salvador recién nacido del mundo (Mt 2,11). En el Apocalipsis, los cuencos de oro con incienso que llevan los veinticuatro ancianos en las manos se interpretan como las oraciones de los consagrados (Ap 5,8). Al ángel que lleva un incensario de oro y se detiene junto al altar le entregaron mucho incienso «para que lo ofreciera con las oraciones de todos los consagrados» (Ap 8,33). El empleo del incienso en los cultos paganos hizo que, en la primera época cristiana, se rechazara su uso litúrgico. Pero desde el siglo iv se colocaron incensarios delante de altares y tumbas de los mártires, primero en la cripta de Jerusalén y luego también en las grandes basílicas de Occidente. La incensación del altar al comienzo del culto se menciona por vez primera en el Pseudo-Dionisio. Debido a la bendición del incienso que la precede, éste se convierte en un sacramental, que tiene significado lustral. El incensar con movimientos en forma de cruz alude a la ofrenda de la crucifixión; el movimiento en forma circular indica la separación de los dones sagrados como pertenecientes a Dios. Cuando se inciensa a personas o cosas, se ha de ver en ello un signo externo de veneración, pero que sólo tiene validez eclesiástica en su última relación a Dios; así hay que entender también junto al aspecto apotropaico que siempre está presente- la incensación del cadáver o de la tumba. jardín Para el hombre antiguo, toda planta, todo árbol, e incluso todo el terreno fértil, eran expresión de fuerzas extrahumanas, a las que aparecian sometidos no sólo el nacer y morir en la naturaleza, sino tambien la propia vida y muerte del hombre. Mientras que el bosque salvaje e impenetrable fue experimentado como realidad amenazadora, como lugar de los espíritus malos, el jardín fecundo y cuidado (propiamente, terreno «cercado») se veía como un regalo de Dios. El huerto que alimenta el cuerpo y alegra el espíritu y el alma, y al que nosotros con los persas y los griegos llamamos paraíso, se convirtió en una imagen elocuente de la vida inmortal. Las plantas cultivadas en tarros o cestos en honor del dios de la vegetación Adonis (jardines de Adonis) servían para recordar la supuesta resurrección del dios. Según el mito iranio de la creación, la tierra

sagrada del tiempo primigenio se parece a un jardín lleno de luz y bañado por canales de agua. Cuando el Señor Dios formó al primer hombre, «plantó un parque en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre» (Gn 2,8). El hecho de que el parque esté en oriente no parece estar vinculado únicamente a determinadas concepciones geográficas de los judíos, sino indicar sencillamente, en perspectiva simbólica, el nacimiento del género humano. El paraíso significa espacial y temporalmente el comienzo (y, bajo el aspecto histórico-salvíñco, también el fin). «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gn 2,15). El «colocarlo» tiene un significado profundo: expresa la pertenencia al orden creado por Dios; un orden que el hombre debe conservar y seguir construyendo en conformidad con Dios. Puesto que Adán y Eva transgredieron el precepto divino, él Señor expulsó al hombre, «lo desplazó a oriente del parque de Edén» y le cerró el paso al paraíso perdido mediante querubines con espadas llameantes (Gn 3,24). También en otros pasajes del Antiguo Testamento el jardín es una imagen de la vinculación con Dios. «El Señor consuela a Sión, consuela a sus ruinas: convertirá su desierto en un edén, su yermo en paraíso del Señor» (Is 51,3). Debido a su vegetación exuberante, el jardín se convirtió en símbolo de la fecundidad; así, la vega del Jordán era un jardín de Dios antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gn 13,10). Así como el jardín hace brotar lo que se siembra, «así el Señor hará brotar la justicia» (Is 61,11). En el Cantar de los Cantares (4,12), se llama a la esposa -comparada después en la interpretación tipológica con María o con la Iglesia- «jardín cerrado». Para su última y gran oración, Jesús se retiró al silencio de un huerto (Jn 18,1); también el sepulcro en el que lo pusieron dos discípulos estaba en un huerto (Jn 19,41). El jardín escatológico está indicado en la descripción de la dicha definitiva en el río de la vida y el árbol de la vida (Ap 22,ls). El «huerto cerrado», junto con el manantial sellado, se convirtió en un símbolo de María y de su estado virginal. En imágenes del gótico tardío y del primer renacimiento italiano, la madre de Dios aparece con frecuencia en un jardín en flor; recuérdese el pequeño jardín paradisíaco del maestro de Oberrhein. La misma imagen se repite en el tema de María en el prado: ella es la rosa en el jardín vallado. En los siglos xv y XVI, algunos epitafios con representaciones del pequeño jardín del paraíso ilustran la esperanza de los fieles en el paraíso. En el siglo XVII, el significado religioso pasa a los jardines reales, en los que se vio un ejemplo del orden divino. lagar La equiparación de la sangre y el vino era una idea común para los egipcios. El dios de la prensa del aceite y del vino, Schesmu, encadena a los pecadores al cadalso mientras sus cabezas son prensadas en un lagar; por otra parte, el dios del lagar ofrece vino a los muertos como bebida para conservarla vida. En los libros proféticos de la Biblia, el lagar es una imagen del juicio divino. «Mano a la hoz, madura está la mies; venid y pisad, repleto está el lagar; rebosan las cubas porque abunda su maldad» (Jl 4,13). Yahvé mismo aparece como pisador; él rechaza a los héroes y pisa el lagar (Lam 1,15). Para la interpretación posterior tiene especial importancia el pasaje de Isaías (63,1ss) en el que Dios, «vestido de gala, avanza lleno de fuerza»; pero su túnica es roja, «como quien pisa en él lagar»; el Señor, en su cólera, pisoteó los pueblos; en su indignación, los trituró como uvas y «su zumo salpicó mis vestiduras». El lagar es un símbolo de la transformación; de las uvas sale vino, el sufrimiento genera gozo, de la muerte brota nueva vida. Así como la viña simboliza el pueblo de Israel y la torre simboliza el templo, del mismo modo el lagar hace referencia al altar (cf. Is 5,1s). En la descripción apocalíptica del juicio como cosecha de Dios, «el ángel acercó su hoz a la tierra, vendimió la viña de la tierra y echó las uvas en el gran lagar del furor de Dios. Pisaron el lagar fuera de la ciudad, y del lagar corrió sangre» (Ap 14,19ss). Cuando el rey Cristo se ponga en marcha para el combate final, con su

vestidura teñida de sangre, dirigirá a los pueblos con cetro de hierro y pisará «el lagar del vino de la furiosa cólera de Dios» (Ap 19,15). Los Padres de la Iglesia vieron ya en Gn 49,11 una imagen de los sufrimientos de Cristo. «El lava en el vino sus vestidos, y su túnica en la sangre de las cepas». Tertuliano unió este pasaje con Is 63,2 y vio en la sangre de Cristo prensada en el lagar la bebida de la eucaristía. Los títulos añadidos a los salmos 8,81 y 84, «pro torcularibus» («en los lagares»), se consideraron también desde el punto de vista de las uvas prensadas y de los sufrimientos de Cristo, aunque no se dice nada de ello y quizá sólo querían compararse la alegría del vino y el gozo que produce su cosecha. En la pintura de la Edad Media y del Renacimiento, el «lagar místico» fue un motivo frecuente: el Salvador, que tritura las uvas, es a su vez prensado por el madero del lagar (la cruz), para redimir a la humanidad con su sangre. lámpara y candelabro El significado simbólico de la lámpara y el candelabro está estrechamente ligado al simbolismo de la luz: mantener alejados los poderes inquietantes de las tinieblas. La noche de año nuevo se encendían luminarias en los templos egipcios. Plutarco habla incluso de una lámpara eterna refiriéndose a las candelas que se mantenían encendidas ante la imagen del dios. Algunos mojones de la época babilónica media muestran la lámpara como atributo del dios de la luz y del fuego, Nusku. En la Antigüedad se colgaba una lámpara, como símbolo de la vida, en las columnas sepulcrales o se introducía con el difunto en la tumba. Influenciados por la idea de la luz de la vida, los griegos desarrollaron la predicción de la llama luminosa (lignomantia). Para su finalidad apotropaica se ponían en la lámpara signos mágicos y simbólicos. Con el fin de iluminar mejor los espacios, la lámpara se ponía sobre un pedestal, el candelabro. En la primera época cristiana el candelabro de siete brazos se convirtió en un símbolo del judaísmo. En sentido figurado, Dios mismo es una lámpara: «Señor, tú eres mi lámpara; Señor, tú alumbras mis tinieblas» (2 Sin 22,29). La palabra de Dios es para el creyente una fuente de luz y le ilumina su sendero (Sal 119,105). Como defensor terreno del Señor, también el rey es lámpara. Después de una dura batalla contra los filisteos, los hombres de David le plantearon una exigencia en estos términos: «¡No salgas más con nosotros a la batalla, para que no apaguen la lámpara de Israel!» (2 Sm 21,17). Aquí resuena ya claramente la idea de la luz de la vida. La extinción de la lámpara significa caer en la oscuridad y es signo de la maldición de Dios que conduce a la muerte. «La luz del malvado se apaga y no brilla la llama de su hogar, se oscurece la luz de su tienda y se le apaga la lámpara» (Job 18,5s). Cuando Dios apague la luz de las lámparas, el país quedará desolado y cesará la llamada del esposo y de la esposa (Jr 25,10). Pero, pasado un tiempo, «el Señor no quiso aniquilar a Judá, por amor a su siervo David, según su promesa de conservarle siempre una lámpara en su presencia» (2 Re 8,19). Moisés había contemplado en el monte Sinaí el modelo del candelabro de oro que debía poner en la tienda sagrada (Ex 25,31-40). La interpretación simbólica más antigua del candelabro de siete brazos («menora») se encuentra en Zacarías (4,2-5.10): las siete lámparas del candelabro «representan los siete ojos del Señor, que se pasean por toda la tierra». En las parábolas de Jesús, la lámpara aparece como símbolo de la vigilancia y de la disponibilidad. En la parábola de la moneda perdida (Le 15,8s), se presenta de manera admirable el amor de Dios que busca y perdona a los extraviados; la mujer alumbra con una lámpara todos los espacios de la casa, y el Señor está dispuesto a sacar al pecador de las tinieblas más profundas y a llevarlo a su luz. La parábola de las vírgenes prudentes y las necias y de sus lámparas de aceite es una llamada a la vigilancia continua y a la disponibilidad para esperar al Señor (Mt 25,113). En el Apocalipsis (1,12.20; 2,1) reaparece la imagen del candelabro, pero en este caso no tiene siete brazos, sino que propiamente consta de siete candelabros; «los siete candelabros son las

siete comunidades» (imagen de la Iglesia en su totalidad), en cuyo centro está el «Hijo del Hombre». Una costumbre que se remonta a la Antigüedad es poner luces en las tumbas como símbolo de la fe en la luz y en la vida imperecederas. Hilario de Poitiers designa las lámparas como «la luz radiante de las almas, que ilumina mediante el sacramento del bautismo». En los templos católicos arde en una lámpara ante el Santísimo la llamada luz eterna, que indica la presencia del Señor. En representaciones de Cristo en su trono en las que se equiparan la antorcha y la lámpara, siete lámparas simbolizan (según Ap 4,5) los dones del Espíritu Santo. Las dos velas que hay en ambos lados del altar simbolizan la alegría del paganismo y del judaísmo por el nacimiento del Salvador; para los judíos, según la frase de Isaías (60,1); para los paganos, según la declaración del apóstol (Ef 5,8). Las grandes lámparas redondas de la época románica, con sus doce torrecitas muchas veces en forma de linterna, hacen referencia al resplandor de la Jerusalén celeste. lana Dado que la lana tiene la capacidad de absorber impurezas, se le atribuyó valor catártico. En los misterios eleusinos, a los iniciados se les ataban hebras de lana alrededor de los nudillos de la mano derecha. La toga del «sacerdote de Júpiter» tenía que estar tejida de lana. Sin embargo, los egipcios y los órficos consideraban a la lana impura, porque para ellos el esquileo era una imagen de la muerte y rechazaban emplear para el vestido del culto partes de animales sacrificados. Los israelitas festejaban el esquileo. El alevoso Absalón aprovechó el tiempo del esquileo para vengarse invitando a todos los príncipes reales y dando la orden de matar a Amnón (2 Sin 13,2333). Después del esquileo la primera lana tenía que ser entregada al santuario (Dt 18,4). En la mayoría de los casos se califica a la lana de blanca o pura. En la visión de Daniel, el anciano sentado en el trono tenía un vestido blanco como la nieve, y su cabellera era «como lana limpísima» (Dn 7,9). El poder creador de Dios «manda la nieve como lana» (Sal 147,16). La lana blanca es un símbolo de la inocencia. A los que son dóciles y escuchan al Señor se les promete: «Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana» (Is 1,18). Hilos de (lana) púrpura escarlata junto con hisopo, madera de cedro y un ave viva, mojados en la sangre de un ave degollada- sirven como medio de expiación para recuperar la pureza (Lv 14,49-53). Los sumos sacerdotes que ejercían el servicio del Señor tenían que llevar vestiduras de lino; estaba expresamente prohibido llevar vestidos de lana (Ez 44,17). En la descripción del Hijo del Hombre del Apocalipsis, que evoca la visión de Daniel, se dice que «el pelo de su cabeza era blanco como lana, como nieve» (Ap 1,14). langosta Sobre el país de Egipto se abatieron espantosas nubes de langosta después que el faraón se negó a que salieran los israelitas (Ex 10,12-15). La nube de langosta, impulsada por el viento de levante como castigo divino, «cubrió la superficie, destrozó las tierras, devoró la hierba y todos los frutos, cuanto se había salvado del granizo» (Ex 10,15). Las voraces langostas acabaron con todo; Dios, en su cólera, entregó la cosecha de los egipcios a la langosta «y al saltamontes el fruto de sus sudores» (Sal 78,46). El Señor amenaza así a su pueblo si no cumple sus preceptos: «Saldrás al campo cargado de semilla y cosecharás una miseria, porque te lo devorará la langosta» (Dt 28,38). El profeta Joel describe con gran fuerza expresiva la plaga de langosta: «Lo que dejó el saltamontes lo comió la langosta, lo que dejó la langosta lo comió el cigarrón, lo que dejó el cigarrón lo comió el langostón» (Jl 1,4). Si este pasaje pone de manifiesto una aguda observación de los grados de desarrollo del animal, los que siguen tienden a interpretar la langosta como símbolo de guerreros hostiles (enviados como castigo de Dios): «Su aspecto es de caballos, de jinetes que galopan; su estruendo, de carros rebotando por las montañas» (Jl 2,4); el ruido estrepitoso es de hecho característico de la nube de langosta; con

frecuencia aparece también como una nube que oscurece al sol: «ante ellos tiembla la tierra y se conmueve el cielo,, sol y luna se oscurecen» (Jl 2,10). También en Job 39,20 se hace una comparación entre el caballo y la langosta. En el libro de los Proverbios (30,27) las langostas aparecen en sentido positivo: «Las langostas, que no tienen rey y avanzan todas en formación»; se trata de una imagen de convivencia pacífica. En el Apocalipsis se intensifica todavía el espanto de la visión de Ezequiel. De la batalla humeante del mundo subterráneo «saltaron a la tierra langostas y se les dio ponzoña de escorpiones»; su aspecto es «de caballos aparejados para la guerra... y el fragor de sus alas diríase el fragor de carros con muchos caballos que corren al combate» (Ap 9,3-9). Comoquiera que se interprete en detalle esta visión, las langostas son en todo caso engendros diabólicos y símbolo de los poderes hostiles a Dios. San Gregorio ve en el salto de un caballo, que (según Job 39,20) se asemeja al de la langosta, una referencia a «la resurrección de nuestro Redentor». En época renacentista, la langosta, debido a su peculiaridad de cambiar la piel, aparece como símbolo de la resurrección. En la «Madonna con la langosta» de Alberto Durero tiene este significado. lavado El lavado es la forma más importante de purificarse no sólo de la suciedad corporal, sino también -según la creencia de numerosos pueblos- de las manchas espirituales. Los babilonios describían el agua llamándola sencillamente «lo que purifica». Los antiguos egipcios personificaron la inundación purificadora del agua como la diosa Kebejet, que aparece en los textos de las pirámides ayudando al rey en su subida al cielo; la purificación mediante el agua puede proporcionar, según esto, la resurrección, la supervivencia después de la muerte. Por una parte, el lavado cultual elimina lo impuro, el pecado y, por otra, genera salvación y hace posible nueva vida; en el mismo acto se producen, pues, la purificación y la consagración. La purificación más completa es el baño, como se prescribe, por ejemplo, en el culto helenístico de Isis. Un lavado parcial o una aspersión han de entenderse como sustitución del baño. En Babilonia había que lavarse las manos antes de cualquier ofrenda; delante de los templos egipcios y de los antiguos santuarios se ponían pilas de agua. En la creencia egipcia se esperaba que los difuntos obtendrían nueva vida por un rociado con agua. Sólo los puros pueden acercarse al Señor. En el vestíbulo de la tienda había un barreño de bronce con agua para los lavados cultuales de los sacerdotes: «cuando vayan a entrar en la tienda del encuentro, se lavarán para no morir; lo mismo harán cuando se acerquen al altar» (Ex 30,1720). Aarón y sus hijos se lavaron antes de que Moisés les pusiera los vestidos (Lv 8,6). En la fiesta de la reconciliación el sumo sacerdote tenía que bañarse en un lugar sagrado; también el que llevaba el macho cabrío al desierto «lavará sus vestidos, se bañará y después podrá entrar en el campamento» (Lv 16,24ss). Los lavados externos son una acción simbólica que no sólo alude a la purificación de los pecados, sino que también la realiza. «Jerusalén, lava tu corazón de maldades, para salvarte» (Jr 4,14). En último término, Dios mismo tiene que purificar el corazón humano. «Lava del todo mi delito, limpia mi pecado... Crea en mí un corazón puro» (Sal 51,4.12). El Señor dice al profeta Ezequiel: «Os rociaré con un agua pura que os purificará, de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar» (Ez 36,25). El general Naamán quedó limpio de la lepra (símbolo de la impureza) sumergiéndose siete veces en el Jordán (2R 5,9-14). Jesús rechazó los lavados del Antiguo Testamento y por eso los fariseos lo acusaron de violar la tradición. El lavado externo no puede purificar de los pecados, puesto que tampoco éstos han entrado en el hombre desde fuera: «porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas: inmoralidades, robos, homicidios...» (Me 7,21ss). El que ha pasado una vez por el «baño regenerador» (Tit 3,5) sólo

necesita purificarse de las manchas cotidianas de este mundo; puesto que son sobre todo los pies los que están en contacto con la suciedad del suelo, es suficiente «lavarse los pies» Un 13,10). En contraste con los lavados que se repiten, el bautismo es un rito de iniciación que sólo se recibe una vez. El bautismo de agua de Juan Bautista es inseparable de la confesión de los pecados del que va a bautizarse, y su finalidad es el perdón de los pecados (Me 1,4s). Jesús, al hacerse bautizar por el Bautista en el Jordán, se situó como el Cordero de Dios bajo la ley del juicio divino sobre todo lo terreno. Mientras que Juan sólo bautizaba con agua para la conversión, Jesucristo bautiza con Espíritu Santo y agua (Mt 3,11). «Pues sí, te lo aseguro: a menos que uno nazca del agua y el Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). Según Pablo, el bautismo es un símbolo de la muerte y resurreción con Cristo. «¿Habéis olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos vinculándonos al Mesías Jesús, nos bautizaron vinculándonos a su muerte? Luego aquella inmersión que nos vinculaba a su muerte nos sepultó con él, para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida nueva» (Rom 6,3s). 1_os que vienen de la gran tribulación y entrar, en el cielo como redimidos haz: iav <, do y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7,14). Sabemos por Tertuliano que los antiguos cristianos se lavaban las manos antes de cualquier oración. El lavado de las manos era también usual al entrar en la iglesia, y por eso, en la época posterior a Constantino, había pilas de agua en el atrio de las basílicas; esta costumbre fue sustituida después por el rociado con agua bendita como símbolo de la purificación espiritual y del recuerdo del bautismo. El lavado de las manos del sacerdote después del ofertorio indica que sólo puede proceder a la celebración del sacrificio eucarístico con las manos limpias y el corazón puro. En memoria del mandamiento del amor de Jesús se introdujo el lavatorio de los pies el día de Jueves Santo, realizado en los monasterios por el abad, en las catedrales, por el obispo, y en los palacios reales, por el príncipe. Hasta el siglo III el bautismo se administraba al aire libre con agua corriente; junto a la triple inmersión (bautismo por inmersión) se extiende el rito de echar tres veces agua sobre la cabeza (bautismo por infusión). Hasta la época románica se construían junto a las iglesias principales baptisterios redondos u octogonales que estaban dedicados a Juan Bautista; con la desaparición del bautismo de inmersión, las piedras bautismales, que en la Edad Media tenían una dimensión considerable, se hicieron más pequeñas y tuvieron de ordinario forma de cáliz. lazo En los monumentos del antiguo Oriente aparecen con frecuencia prisioneros que, atados con cuerdas, son conducidos a la esclavitud. El señor de los muertos de la religión védica, Yama, captura el alma diminuta del difunto en un lazo; aquí hay que citar también la expresión de Horacio «lazo mortal». Como expresión de la culpabilidad moral se ha mantenido hasta hoy la imagen de la «caída en el lazo». Las tentaciones de la vida se comparan con lazos que han tendido los malvados (Sal 119,110). «Los soberbios me esconden trampas, los perversos me tienden una red y por el camino me colocan lazos» (Sal 140,6). La compasión con los idólatras significa para los creyentes un «lazo» (Dt 7,16). Los mismos falsos dioses se convierten en lazo (Jue 2,3). El impío es atrapado en el lazo de su incredZxlidad. «Sus propias culpas enredan al malvado y queda cogido en los lazos del pecado» (Prov 5,22). E1 lazo es símbolo de la atadura, de la esclavitud; el que cree en Dios no puede ser atado en realidad, como aparece en la historia de Sansón (Jue 15,12ss). Sin embargo, el hombre atado a la naturaleza no podrá sustraerse al' lazo definitivo con el que la tierra atrae a sí lo terreno; el lazo y la trampa se convierten en imagen del poder de la muerte (Sal 116,3). «Me envolvían los lazos del abismo, me alcanzaban los lazos de la muerte» (2 Sin 22,6). Sólo hay una fuente de vida «para

escapar a los lazos de la muerte»: «el temor del Señor» (Prov 14,27). A las ataduras de la muerte se oponen las «cuerdas de la bondad» y los «lazos del amor» de Dios (Os 11,4) con los que El quiere liberar a los hombres de su atadura terrena. La ambición de riqueza se convierte en lazo que arrastra a su víctima a la perdición (1 Tim 6,9). Pablo exhorta a los servidores del Señor que anuncian su palabra a ser amables incluso con sus adversarios: «puede que Dios les conceda enmendarse y comprender la verdad; entonces recapacitarán y se zafarán del lazo del diablo que los tiene ahora cogidos y sumisos a su voluntad» (2 Tim 2,25s). En el arte cristiano, el lazo es un atributo del diablo, que arrastra tras sí a los condenados en el juicio final. En el caso de los mártires, los lazos se convierten en ataduras terrenas de muerte, pero el día de la resurrección se rompen por la fuerza de la fe. leche Como primer alimento para los niños, la leche adquirió la importancia de una bebida-vital, que se destina especialmente a los dioses. Algunos textos e imágenes del antiguo Egipto ilustran cómo el rey es amamantado por una diosa (de ordinario Isis), lo que equivale a un rito simbólico por el que el soberano participa de las fuerzas divinas; en otras representaciones, el rey bebe la leche de la ubre de la vaca celeste. En la religión védica, el líquido «soma», bebida deificada de los sacrificios, fue comparada con la leche; ésta, calentada en el rito sacrificial, representaba la corriente de la vida divina. En los ritos de consagración del culto a Atis, la degustación de leche y miel era una especie de sacramento. La leche y la miel forman parte de los elementos de una existencia paradisíaca. Canaán era la tierra prometida, «que mana leche y miel» (Ex 3,8), es decir, que tenía gran abundancia de alimentos. La leche es la materia originaria de la vida, procedente de Dios, de la que, en el lenguaje figurado de Job (10,10), nace el milagro de la vida. A partir de esta idea hay que entender también la imagen del pecho materno; el salmista compara su alma reconciliada con Dios con un niño destetado que descansa en el pecho de su madre (Sal 131,2). También los pasajes respectivos del Cantar de los Cantares han de entenderse simbólicamente. La leche del jardín del esposo celeste es un alimento sobrenatural (Cant 5,1); y de la esposa -en la que después se vio una prefiguración de la Iglesia- se dice: «Son tus pechos dos crías mellizas de gacela... y tienes, amada mía, miel y leche debajo de tu lengua» (Cant 4,5.11). En la espera escatológica se habla de la bendición sobre Judá: «Aquél día los montes manarán licor, los collados se desharán en leche» (Jl 4,18). Y de nuevo aparece la imagen del pecho materno, que es en este caso el de la amada Jerusalén: «Mamaréis de sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus seno abundantes» (Is 66,11). En el Nuevo Testamento, la imagen de la leche significa los rudimentos iniciales de la fe. Así, Pablo escribe a los Corintios: «Os alimenté con leche, no con comida, porque no estabais para más»; eran todavía «menores de edad en Cristo» (1 Cor 3,2).Escribiendo a los Hebreos (5,12s), les censura la debilidad de su fe: «Cierto, con el tiempo que lleváis deberíais ser ya maestros, y, en cambio, necesitáis que se os enseñen de nuevo los rudimentos de los primeros oráculos de Dios; habéis vuelto a necesitar leche, en vez de alimento sólido; y, claro, los que toman leche están faltos de juicio moral, porque son niños». En la segunda carta de Pedro (2,2), el deseo de leche equivale al anhelo de salvación. La leche salvadora, redentora, que conduce a la verdadera vida, es imagen de la gracia sacramental. Clemente de Alejandría entiende la leche «espiritual» (según otra traducción, «razonable») de la carta de Pedro como la leche del «Logos»; la palabra encarnada es alimento divino. Otros Padres de la Iglesia venla leche como símbolo de la sangre de Cristo. En la noche de Pascua, después de la primera comunión de los neófitos, se les daba una mezcla de leche y miel como signo de su filiación divina y también como signo de que la promesa de la tierra que mana leche y miel se había cumplido. En algunos frescos y sarcófagos cristianos antiguos, el buen pastor

da a sus ovejas leche (bebida de la vida eterna) en pequeños cuencos. En la línea de la bienaventuranza dirigida a los pechos de María (Le 11,27), la Virgen dando el pecho fue un motivo iconográfico frecuente. También hay cuadros en los que la Virgen envía a un santo -como a Bernardo de Claravalun rayo de leche de su pecho, lo que equivale a una benevolencia especial. lengua Como instrumento del lenguaje humano, la lengua puede estar al servicio tanto del bien como del mal. La constitución de la palabra hace de la lengua un órgano de la creación. El dios egipcio Ptah produjo el mundo mediante el corazón y la lengua, es decir, mediante las fuerzas del entendimiento y de la palabra creadora. Estos son también los dos órganos que, según la concepción egipcia, determinan decisivamente la conducta del hombre; en la enseñanza sapiencial de Amenofis, se advierte al hombre del peligro de dejarse llevar por su lengua. La lengua del hombre temeroso de Dios ensalza y alaba al Señor (Sal 126,2). «La lengua del justo es plata acrisolada» (Prov 10,20), sus labios no dirán falsedades y su lengua no pronunciará mentiras (Job 27,4). La concepción de que la lengua da testimonio del interior de la persona se encuentra en multitud de casos. «El hablar trae honra y trae deshonra, la lengua del hombre es su ruina» (Eclo 5,13). Supuesto el hecho de que la lengua y el corazón, la palabra y la voluntad estén en armonía, el bienestar del hombre depende de su lengua; «muerte y vida están en poder de la lengua, y el que presta atención a ella con amor podrá saborear su fruto» (Prov 18,21). Los calumniadores, que llevan la palabra de un lado para otro y la tergiversan, son llamados por Jesús Sirá «tercera lengua», semejante a un arma terrible: «golpe de látigo deja un cardenal, golpe de lengua rompe los huesos; muchos cayeron a filo de espada, pero no tantos como las víctimas de la lengua» (Eclo 28,13-18). La lengua peligrosa es comparada con serpientes (Sal 140,4). Los apóstoles exhortan en sus cartas a dominar la lengua. La piedad de un hombre carece de valor si no contiene su lengua (Sant 1,26). Aunque la lengua es, desde luego, «pequeña como órgano, alardea de grandes cosas»; es comparable a un pequeño fuego que puede incendiar un gran bosque (Sant 3,5). El que ama la verdadera vida «refrene su lengua del mal y sus labios de la falsedad» (1 Pe 3,10). La lengua es propiamente el órgano de la confesión de fe, porque ella conoce la verdad. El que se pronuncia a favor de Cristo glorifica a Dios (Flp 2,11). La llegada interior del Espíritu Santo se manifestó en que los reunidos «vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno». Y todos «empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2,3s). La aparición de las lenguas de fuego en el milagro de Pentecostés fue un motivo recurrente en la pintura medieval. La verdad no se deja enmudecer aunque al hombre le arranquen la lengua. Según la leyenda, el obispo Emmeran de Regensburgo siguió hablando aun después de que le cortaran la lengua. Cuando fue abierta la tumba de Juan Nepomuceno -que defendió enérgicamente los derechos de la Iglesia, pero, por otra parte, guardó silencio con perseverancia, como confesor- unos trescientos años después de su muerte, se pudo ver, según se dice, que su lengua estaba incorrupta. león La fuerza indomable, el paso mayestático y el rugido espantoso del «rey de los animales» impusieron a los hombres de todos los tiempos. Se creía que su naturaleza tenía una afinidad esencial con el fuego; que de su ojos irradiaba el fuego del sol con una fuerza en cierto modo animal. En el antiguo Egipto, el león era la forma de manifestación del dios del sol y penetró también en el simbolismo del rey. El dios sumerio Ningirsu -a quien los himnos alaban como «rey» y llaman «luminoso como el sol»aparece con un águila de siete cabezas. Sólo quien tiene naturaleza de león puede vencer a este animal; así, Ningirsu domeñó al león de siete cabezas, y Heracles al león de Nemea. Debido al espanto que suscita, el león adquirió

importancia apotropaica y fue colocado como guardián en las puertas de los templos egipcios y en el trono real. Finalmente, el león puede también ser imagen de poderes catastróficos; la diosa babilónica de la peste, la espantosa Irra, se concebía en forma de león. En la Biblia, la imagen del león oscila entre el significado positivo y el negativo. Los reyes de Asur y de Babilonia son como leones que se abaten sobre Israel, el rebaño disperso (Jr 50,17). Los príncipes de Israel Joaquín y Jeconías son comparados con cachorros de león que devoran hombres y cuyo rugido produce espanto en el país (Ez 19,3-7). El león es imagen del abismo devorador, del mundo subterráneo, cuando el hombre percibe en su angustia mortal leones rugientes que abren sus fauces contra él (Sal 22,14). Así hay que entender esta súplica: «Sálvame de las fauces del león» (Sal 22,22). La situación del hombre aprisionado en lo terreno es comparada varias veces por salmistas y profetas con una permanencia entre leones (Sal 35,17). Ser entregado a los leones significa contemplar el rostro de la muerte, como muestra el relato de Daniel en la cueva de los leones (Dn 6); pero Dios «envió su ángel a cerrar las fauces de los leones» (Dn 6,23), es decir, cerró las puertas del mundo subterráneo para que su fiel servidor no fuera devorado. Sansón, que desgarra las fauces de un león (Jue 14,5s), es una imagen de Cristo, que supera el abismo del mundo subterráneo. Dios mismo, en su justicia punitiva, es comparado con un león: «Burlas e insultos le tocarán al insolente, pues la venganza lo acecha como un león» (Eclo 27,28). Conforme a la costumbre oriental, se pusieron leones como guardianes junto al trono de Salomón; los doce leones que flanquean la entrada a ambos lados de las gradas (1 Re 10,18-21) pueden interpretarse simbólicamente como representantes de las doce tribus de Israel. En la imagen del león se manifiesta la llamada al mando; recuérdese la bendición del patriarca Jacob á su hijo Judá, a quien se compara con un joven león del que no se aparta la vara de mando «hasta que le traigan tributo y le rindan homenaje los pueblos» (Gn 49,9s). En las cartas apostólicas el león aparece como símbolo de los poderes de las tinieblas. «Despejaos, espabilaos, que vuestro adversario el diablo, rugiendo como un león, ronda buscando a quien tragarse» (1 Pe 5,8). Cuando Pablo afirma que el Señor lo libró de las fauces del león (2 Tim 4,17), puede aludir con ello no sólo a una situación real de su vida, sino también, muy genéricamente, a la salvación de una angustia mortal. En el Apocalipsis (5,5) se llama a Cristo victorioso «león de la tribu de Judá». Para comprender el significado de las figuras medievales de leones, hay que remitirse al Phisiologus. En él llama ante todo la atención la peculiaridad de que el león duerme y, sin embargo, vigila (función de vigilante en las esculturas de los portones y en los llamadores de las puertas). Allí se dice también que la leona pare a su cachorro muerto, pero que su padre lo despierta al tercer día con su aliento, como también Jesucristo fue despertado de entre los muertos. Los leones dobles románicos, uno de los cuales se traga a un hombre y el otro lo vomita (como aparece, por ejemplo, en la catedral de Aix en Provence) expresan el antiquísimo simbolismo de la vida, la muerte y la resurrección. Los leones rugientes eran para los feles un símbolo de la resurrección de los muertos por obra de Cristo. La victoria del Hijo del Hombre sobre los poderes de las tinieblas se expresa en el Salmo 90,13 con esta imagen: «Pisotearás leones y dragones». En Etiopía, el más antiguo reino cristiano de Africa, el león es un símbolo de la tribu de Judá, de la que afirma proceder el Negus Negesti. lepra Por lepra hay que entender en los tiempos bíblicos diversas enfermedades de la piel, no sólo la lepra. El leproso fue considerado siempre como afectado de impureza y era excluido de la comunidad: «andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡Impuro, impuro!'>» (Lv 13,45). «Tendrá su morada fuera del campamento» (Lv 13,46). La lepra se consideró una plaga con la que Dios castiga a

los pecadores. Así, el Señor envió al pueblo del faraón obstinado úlceras contagiosas que se extendieron por todo el territorio (Ex 9,9ss). En caso de infidelidad, el Señor amenaza a los israelitas con «la úlcera egipcia», con «viruela, tiña y sarna» que no se puedan curar (Dt 28,27). Así como la lepra, que brota al parecer del interior del cuerpo, se extiende cada vez más, así ocurre con el pecado; la lepra era un signo visible de la pecaminosidad, e incluso un símbolo de rebelión contra Dios. Cuando el rey Ozías, en su arrogancia, entró en el templo para incensar al Señor, acción que sólo correspondía a los sacerdotes, «la lepra brotó en su frente... y siguió leproso hasta el día de su muerte» (2 Cr 27,19ss). Cuando la ira del Señor se encendió contra María, se quedó de pronto con «toda la piel descolorida, como nieve» (Nm 12,10). Pero Yahvé promulgó también una ley por la que el leproso podía purificarse; mediante el aceite que estaba destinado a la unción de reyes, sacerdotes y profetas, se podía expiar ante el Señor por el leproso (Lv 14,15-18). Cuando Jesús cura a los leprosos, triunfa sobre la impureza y el pecado. Los diez leprosos de Galilea fueron curados únicamente por la palabra del Señor (Le 17,11-14). El Salvador cura a los hombres -en cumplimiento de las palabras de Isaías- quitándoles sus dolencias y cargando con sus enfermedades (Mt 8,17). Cuando Juan Bautista pidió una señal característica del Mesías mediante dos discípulos suyos, Jesús les respondió con estas palabras: «Id a contarle a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Le 7,18-22). levadura La acción de la levadura, acedar y reblandecer en poco tiempo una masa de harina fresca, se convirtió en imagen de un influjo que se extiende a todo, especialmente en sentido negativo. Cuando los israelitas salieron de Egipto, no pudieron hacer fermentar la masa por falta de tiempo (Ex 12,39); en recuerdo de este hecho, cuando después se celebraba la fiesta de los panes ázimos, no se debía guardar levadura alguna en las casas: «quien coma algo fermentado será excluido de la asamblea de Israel» (Ex 12,18s). Ninguna oblación que se ofrecía en el altar del Señor debía contener levadura; sólo podía ofrecer se como primicias (Lv 2,11s). Cuando Jesús previene a sus discípulos sobre la «levadura de los fariseos y saduceos», se refiere con ello a su enseñanza destructora, que amenaza a la verdadera fe (Mt 16,6-12). En su carta a los Gálatas, confundidos por doctrinas erróneas, escribe Pablo: «Una pizca de levadura fermenta toda la masa» (Gál 5,9). La misma idea se encuentra en la primera carta a los Corintios (5,6ss): «Haced buena limpieza de la levadura del pasado para ser una masa nueva, conforme a lo que sois, panes sin levadura» -no penetrados por la maldad y la mentira de este mundo«Celebremos la fiesta... con panes sin levadura, que son candor y autenticidad». La acción penetrante y negativa de la levadura adquiere en las parábolas de Jesús un giro positivo. Así como un puñado de levadura penetra imperceptiblemente en toda la masa, del mismo modo se abrirá paso el Reino de Dios; se parece, en efecto, «a la levadura que metió una mujer en medio quintal de harina; todo acabó por fermentar» (Mt 13,33; Le 13,21). La acción invisible de la levadura es una indicación del Reino todavía oculto, que llegará a cambiar el mundo. libro, rollo Para la persona que no conoce la escritura, las imágenes y signos mediante los que se expresan las ideas son algo sobrenatural, lleno de poder. Como inventores de la escritura se consideraba a los dioses: a Thot entre los egipcios, a Nabu entre los babilonios. Los libros sagrados tienen origen divino, sea por emanación de una divinidad (así, el Rigveda fue exhalado por Brahmán), sea por un acto de creación divina (según la concepción rabínica, la Tora fue creada miles de generaciones antes de que fuera dada a conocer), o por revelación (Mahoma oyó el Corán de la boca del arcángel Gabriel). Para el hombre oriental no era extraña la idea de tablas celestes del destino, en las que

está registrado el destino de los hombres. Según la creencia egipcia, Thot escribió en las hojas del árbol de Ised los años de gobierno de los reyes. Así como en las listas genealógicas (por ejemplo, en Gn 5,1-32) están registrados los nombres de los miembros de una familia, del mismo modo Dios conserva los nombres de todos los justos en el libro de la vida. El registro de Dios lo menciona por vez primera Moisés (Ex 32,32). Los justos sobrevivirán al juicio del tiempo final. «A los que queden en Sión, a los restantes en Jerusalén, los llamarán santos: los inscritos en Jerusalén entre los vivos» (Is 4,3). En el tiempo de la tribulación, se salvarán «todos los inscritos en el libro» (Dn 12,1). Todas las acciones de los hombres fueron escritas en el libro «aun antes de ser modelados y sin que ninguno de ellos existiera» (Sal 139,16). El que peque, morirá; será «borrado del registro de los vivos, no inscrito con los justos» (Sal 69,29). Cuando el «anciano», al que sirven miles y miles, se sienta en su trono para el juicio, se abren los libros (Dn 7,10). El libro se convierte, pues, en símbolo de la verdad de la palabra divina y de la vida que ella promete. Al profeta Ezequiel se le comunicó la intención de Dios mediante un libro; el comer el rollo (Ez 2,8s) simboliza la recepción de la misión profética. El consumir el libro equivale a recibir en el corazón la palabra de Dios. El «libro de la vida» es una expresión simbólica para indicar «elección». En el Nuevo Testamento, son los miembros de la comunidad cristiana los que «están inscritos en el cielo» (Heb 12,23), en el libro de la vida. Pablo alienta la firme convicción de que los nombres de sus colaboradores están en el libro de la vida (Flp 4,3). El mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Sea vuestra alegría que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Le 10,20). El que en el tiempo de la persecución confiese su fe en Dios, no será borrado del libro de la vida (Ap 3,5). Además del libro de la vida, hay otros libros en el cielo; en ellos están registradas todas las acciones de los hombres y, según su contenido, los muertos serán juzgados el último día (Ap 20,12). Porque en la ciudad de Dios no debe entrar nada impuro, «ni idólatras ni impostores; sólo entrarán los inscritos en el registro de los vivos que tiene el Cordero» (Ap 21,27). En una descripción del juicio universal, «desaparece el cielo como un volumen que se enrolla» (Ap 6,14) -mejor, en este caso, se desenrolla-. El rollo sellado de la revelación secreta (5,1-9) es un símbolo del designio inescrutable de Dios, cuya realización fue confiada a Cristo. También el vidente del Apocalipsis recibió la instrucción de comerse -de la mano de un ángel- un librito. «En la boca me sabía dulce como miel, pero cuando me lo tragué sentí una amargura en las entrañas» (Ap 10,8ss). La acción de comer el pequeño rollo escrito simboliza la plena aceptación de lo revelado; la llamada es al principio dulce (produce alegría), pero después es amarga (una carga pesada). En el arte cristiano primitivo, el rollo simboliza los preceptos divinos y la doctrina de la fe. En las representaciones de los sarcófagos, los rollos que aparecen junto a los pies de los orantes indican que el que está sepultado allí fue instruido en la doctrina cristiana. En el motivo de la «Entrega de la ley», Cristo entrega en un rollo la ley, la enseñanza divina, a los apóstoles. En algunas representaciones, Cristo aparece en un trono sosteniendo en la mano izquierda el libro de la vida (según Ap 20,12), que lleva las letras A y O, o las palabras «Lux mundi». En la Iglesia antigua, durante la celebración de un concilio, era costumbre poner en el trono el libro de los evangelios, como símbolo de Aquél de quien da testimonio. liebre La liebre, conocida por su fecundidad, era en Egipto atributo de la diosa comarcal Unut. Según Plutarco, el pueblo del Nilo consideraba a la liebre, debido a su rapidez y a sus excelentes órganos sensoriales, como símbolo de las propiedades divinas. Para los hititas la liebre era un atributo de la divinidad, bajo cuya tutela estaba el rey y con él todo el país. Plinio menciona la comida de la carne de liebre para fines afrodisíacos. En el Pentateuco se i=:.~1u~'a liebre entre los animales impuros (Lv 11,6), es decir, no debía

emplearse para actos cultuales; la afirmación de que la liebre es rumiante se basa en una observación puramente exterior y errónea de la naturaleza. El comer la carne de liebre estaba expresamente prohibido (Dt 14,7) -en su origen, quizá a causa del rechazo consciente del significado religioso y mágico que este animal tenía en los pueblos circundantes-. En los pasajes que tienen relevancia para la simbología posterior, propiamente no se trata en absoluto de la liebre, sino del tejón (en hebreo, «sapan»), que en las traducciones latinas de la Biblia se traduce por «lepusculus» o «leporibus». Según esta versión, en Sal 104,18 se dice que las rocas son refugio para los tejones. El segundo texto menciona a los tejones como «pueblo sin fuerza que hace madriguera en las peñas» (Prov 30,26). En interpretación simbólica, los tejones que hacen su madriguera en las peñas son un símbolo de los paganos, que, a pesar de su punto de partida religioso inicialmente falso, de ahora en adelante encuentran apoyo en la roca de Cristo. Agustín interpreta al tejón como el pecador que se confiesa arrepentido y vuelve a Dios. La imagen del tejón se aplicó especialmente a los catecúmenos y por eso este animal fue representado con frecuencia en los baptisterios. Ambrosio, apoyándose en la transformación prometida en 1 Cor 15,51, vio al tejón y el color cambiante de su pelo en las distintas estaciones del año como símbolo de la resurrección; a partir de aquí puede entenderse su representación en piedras sepulcrales de las catacumbas y en lamparitas funerarias. La misma idea, unida con el simbolismo precristiano de la fecundidad, se encuentra en el tejón de Pascua que pone huevos. En cuadros del Renacimiento con los motivos de la visitación y de la sagrada familia, el tejón puede entenderse como símbolo de fecundidad concedida por Dios. llave Las culturas urbanas de Oriente tuvieron pronto cerrojos de madera y de bronce para cerrar las puertas. Las llaves correspondientes eran con frecuencia enormes; las de las puertas del palacio o de la ciudad tenían incluso que llevarse al hombro. Puesto que, según una antigua concepción, tanto el cielo como el mundo subterráneo estaban cerrados con portones, la llave ejerció también un papel considerable en las concepciones religiosas. Así, Hécate, como guardiana de la puerta, tenía la llave del Hades. En la obra gnóstica Pistis Sophia, la llave sirve como imagen oral de los misterios que abren el cielo a los iniciados. La entrega de la llave de una nueva casa o de una ciudad conquistada es expresión de la entrega de la propiedad o del poder sobre ella. La Biblia emplea en varios pasajes la imagen del cerrar, aunque no siempre se mencione la llave. Los violentos «han cerrado sus entrañas» (Sal 17,10). Dios, en su cólera, puede olvidarse de su bondad y cerrar sus entrañas (Sal 77,10). Es obvio que Dios puede también cerrar el cielo para que no llueva (Dt 11,17). Especial importancia llegaría a tener el pasaje de Isaías (22,21s) en el que Dios llama a su siervo Eliaquín para hacerlo mayordomo de la casa real: «Será un padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá. Colgaré de su hombro la llave de la casa de David». En época cristiana, la casa de David se interpretó como figura de la Iglesia, y el «siervo» fiel Eliaquín se convirtió en imagen del Mesías. Cristo entregó al apóstol Pedro el poder de las llaves sobre la Iglesia. «Te daré las llaves del Reino de los cielos; así, lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,19). Las «llaves del Reino de los cielos» significan la potestad suprema en las cuestiones relativas al Reino de Dios. La llave puede ser también una imagen de la apertura de bienes espirituales; así, el Señor dijo a los maestros de la ley: «¡Ay de vosotros, juristas, que os habéis guardado la llave del saber!» (Le 11,52); es decir, han mantenido cerrada la puerta del verdadero conocimiento de Dios. Dios puede también abrir el mundo subterráneo; cuando sonó la quinta trompeta, Juan vio «en la tierra una estrella caída del cielo y le entregaron la llave del pozo del abismo» (Ap 9,1). Cuando se establece el reino de los mil años, los poderes de las

tinieblas son encerrados en el abismo (Ap 20,1). Pero el que posee la llave del mundo subterráneo y tiene poder sobre los que dominan en él puede también abrir las puertas del mundo de los muertos y llamar a los que hay en él a la resurrección (Ap 1,18). Algunos escritores cristianos antiguos vieron en la llave de Eliaquín la cruz, con la que Cristo abrió el cielo. Desde el siglo v aparece representada en sarcófagos y mosaicos la entrega de la llave a Pedro («donatio clavis»). En época posterior, la figura de Pedro está con frecuencia en el pórtico de las iglesias (= puerta del Reino de los cielos); como signo de su poder de atar y desatar, lleva una doble llave de grandes dimensiones. La virtud teologal de la fe puede tener como atributo una llave que indica su fidelidad. lluvia y rocío El cielo, inalcanzable y sin embargo omnipresente, no sólo arroja relámpagos mortales, sino que también envía la lluvia fecundante. Precisamente en el entorno del pueblo israelita la lluvia era indispensable para la fertilidad y la vida. El dios acádico del tiempo, el «superintendente de los diques del cielo», hacía crecer los cereales, pero, reteniendo las precipitaciones, causaba también sequía y hambre. En algunos mitos de la antigua Siria, una de las hijas de Baal se llama «la Rociada», pero también tiene el sobrenombre «Hija de la lluvia». El agua del cielo era una imagen de la bendición divina; por eso Dios le dice al pueblo de David: «Ellos y mi colina a toda la redonda serán una bendición: enviaré lluvias a su tiempo, una bendición de lluvias» (Ez 34,26). Y en los Salmos (147,8) se entona un canto de acción de gracias a Dios, «que cubre el cielo de nubes, preparando la lluvia para la tierra; que hace brotar hierba en los montes». Esta imagen, ligada al aspecto de la atmósfera, se espiritualiza más aún cuando el profeta Oseas habla de la sed de conocimiento del Señor: «Esforcémonos por conocer al Señor: si madrugamos lo encontraremos; vendrá a nosotros como la lluvia, como aguacero que empapa la tierra» (Os 6,3). Como la lluvia y la nieve bajan del cielo y no vuelven allí sin haber empapado la tierra y haber hecho germinar la semilla, así también la palabra que sale de la boca de Dios no vuelve a él vacía (Is 55,1Os). El favor del rey es como rocío sobre la hierba (Prov 19,12). La cabeza del amado del Cantar de los Cantares (5,2) está cubierta de rocío, y sus rizos están cuajados del relente de la noche; así pues, este símbolo de Cristo en el Antiguo Testamento se caracteriza como dador de bendiciones. En Isaías (26,19), el líquido refrescante es símbolo de la vida eterna: «Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo. Porque tu rocío es rocío de luz». Pero donde no caen el rocío ni la lluvia, la tierra queda agostada por la sequía (2 Sin 1,21). También en el Nuevo Testamento la bondad de Dios se revela en las precipitaciones. El Omnipotente no ha dejado de manifestarse «por sus beneficios, mandándoos desde el cielo estaciones fértiles, lluvias y cosechas, dándoos comida y alegría en abundancia» (Hch 14,17). En la carta de Santiago (5,7.18), la lluvia oportuna es un signo visible de la gracia de Dios en sentido escatológico. El rocío no se menciona en el Nuevo Testamento. La literatura religiosa medieval habla de la lluvia de la gracia. Así como en el Antiguo Testamento el rocío y la lluvia se corresponden en un paralelismo poético, así ocurre también en la poesía cristiana. Un canto alemán de Adviento recoge un texto de Isaías (45,8) interpretado cristológicamente: «Enviad, cielos, el rocío del Justo; llovedlo, nubes». lobo El lobo que vive en el desierto, se alimenta de la rapiña y ni siquiera rehúsa la carroña, tiene algo demoníaco. Está en el lado oscuro de la vida. Para los seguidores de Zaratustra, el lobo era símbolo del mal, perteneciente al reino de Ahrimán. Apolo, que probablemente procede de Asia Menor, no sólo es el dios radiante de la luz, sino que también tiene un lado oscuro, es Licaio, el lobuno, que envía la peste y la muerte al campamento de los griegos delante de Troya. En numerosos mitos y leyendas; el lobo

representa los poderes oscuros que amenazan la vida. También en la Biblia el lobo aparece como una imagen del mal. El pueblo de Israel era explotado por los poderosos: «sus nobles dentro de él eran lobos que desgarran la presa, derramando sangre y eliminando gente para enriquecerse» (Ez 22,27). En el libro de los doce profetas se dice de los jueces que no confían en Dios que son como «lobos a la tarde, sin comer desde la mañana» (Sof 3,3). En la profecía de Jacob, ya moribundo, se compara a Benjamín con un lobo rapaz: «por la mañana devora la presa, por la tarde reparte despojos» (Gn 49,27). El lobo es el malo que irrumpe en el rebaño de los hombres, «los arrebata y los dispersa» Un 10,12). Jesús advirtió sobre la malicia de los falsos profetas, «esos que se os acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15). Mientras que los que confían en Dios son como corderos indefensos, sus enemigos son comparados con lobos (Mt 10,16). El apóstol Pablo reconoce los peligros que aguardan a la joven Iglesia: «Yo sé que cuando os deje se meterán entre vosotros lobos feroces que no perdonarán al rebaño» (Hch 20,29). Según una creencia medieval, el diablo adopta de buen grado forma de lobo. Ya Agustín escribe acerca del pasaje de Juan: «¿Quién es el lobo sino el diablo?». En la escultura románica, el lobo caracteriza muy genéricamente lo demoníaco, ya sea que devore a un cordero o que persiga al hombre. luna Las fases de la luna ponen de manifiesto que el astro de la noche está sometido a la ley de la muerte y nacimiento cíclicos. El hombre sencillo cree reconocer en la luna su propio ritmo vital invariable. Así como podía observarse el influjo de la luna en las mareas alta y baja, se creía igualmente en su relación con la enfermedad y la muerte, pero también con la fecundidad y la resurrección. En un himno babilónico se canta a la luna como «cuerpo materno que da a luz todas las cosas»; la Selene griega era diosa del crecimiento y del parto. El dios lunar egipcio Thot era «señor del tiempo» y «calculador de los años». En la antigua Arabia se veneró a la divinidad lunar bajo diversos nombres (Almaqah en Saba, Aglibol en Palmira); a pesar de que Mahoma rechazó la veneración de la luna, la media luna se convirtió en signo de fe islámica. Como el sol, también la luna estaba destinada desde el principio a servir de signo y de medida del tiempo (Gn 1,14); la luna es la dominadora de la noche. El año israelita era un año lunar; el día de novilunio se celebraba asamblea festiva y se hacían ofrendas (Is 1,13s; Nm 28,11-15). En el Antiguo Testamento no hay rastro alguno de un verdadero simbolismo lunar, pero se menciona la luna en frases comparativas. En los Salmos (72,5; 89,38), se emplea la luna, en virtud de su iluminación «de edad en edad», como imagen del carácter imperecedero del reino mesiánico. Según Isaías (24,23), la luna y el sol están manifiestamente insertos en el acontecimiento salvífico: «La luna se sonrojará, el sol se avergonzará cuando reine el Señor de los ejércitos en el Monte Sión y en Jerusalén, glorioso delante de su senado». En contexto escatológico, el oscurecimiento de la luna es un presagio del Juicio (Jl 4,15). En la fe popular israelita pudo atribuirse también a la luna un significado de fecundidad; así hay que entender las pequeñas medias lunas que las mujeres llevaban como adorno (Is 3,18) y las que se colgaban del cuello de los animales (Jue 8,21). En el Nuevo Testamento hay que hacer referencia a la mujer del Apocalipsis que está envuelta por el sol y tiene los pies sobre la luna (Ap 12,1). Cuando tenga lugar el retorno de Cristo, el sol se oscurecerá y «la luna no dará su resplandor> (Me 13,24¡. Más aún, finalmente la luna será superflua porque Dios mismo será la luz de la nueva Jerusalén (Ap 21,23). En la teología cristiana primitiva, el sol y la luna son «portadores e imágenes de un gran misterio. El sol, en efecto, es la imagen de Dios; la luna, la imagen del hombre» (Teófilo de Antioquía). El primero que interpretó la luna como referencia a la Iglesia fue el elocuente alegorista Orígenes; según él, la Iglesia recibe su luz de Cristo, el sol, y la transmite a los fieles. En la Edad Media, el simbolismo eclesiológico

de la luna se trasladó en gran parte a la madre de Dios. María, equiparada a la mujer del Apocalipsis, fue representada con frecuencia en la Edad Media, y también en el barroco, de pie sobre la luna. Finalmente, la luna con sus fases es un signo visible de la resurrección; así, el obispo Zenón de Verona habla del nuevo nacimiento de la luna que tiene lugar en el cielo nocturno, nacimiento que contiene todos los rasgos de la existencia humana. luz Sin luz no puede haber percepción visual; en la luz se manifiestan la hermosura y el orden de la naturaleza, independiente del hombre. La luz puede también irradiar sobre el que es físicamente ciego, es expresión de lo inmaterial y por ello especialmente adecuada para simbolizar la naturaleza espiritual de Dios. Hasta qué punto el hombre depende de la luz se deduce de la perífrasis para expresar el nacimiento: «ver la luz». Sin luz no hay vida. Los mitos del antiguo Oriente hablan con frecuencia de la lucha del héroe de la luz (por ejemplo, Marduk) contra las tinieblas, cuya derrota hace posible la creación o la redención del mundo. En los templos del antiguo Egipto ardían luces ante las imágenes del dios; junto a su simbolismo relativo a la vida, las luces tenían también un significado apotropaico. Según la creencia de los maniqueos, el mundo y la humanidad surgieron de la mezcla de la luz y las tinieblas; la redención consiste en la liberación de los elementos de luz. La luz genuina es independiente de la existencia de los cuerpos celestes (Gn 1,3). La luz es el atributo de la divinidad: «La luz te envuelve como un manto» (Sal 104,2). El primer juicio de valor de la Sagrada Escritura se hace sobre la luz: «Vio Dios que la luz era buena» (Gn 1,4). Luego se separan los polos contrarios del mundo, la claridad y la oscuridad, el día y la noche. La luz se une con el cielo, con lo divino. Según Isaías (9,1), cuando nazca el Mesías, «una luz intensa» irradiará sobre los habitantes del pueblo que camina en tinieblas. La gloria del tiempo de la salvación aparece bajo la imagen de la luz. «¿Quién nos hará ver la dicha? Irradia sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor» (Sal 4,7). La naturaleza espiritual de la luz se manifiesta en que es el fundamento del ver y del conocer. La sabiduría es «un reflejo de la luz eterna» (Sab 7,26). La actividad de Dios, su benevolencia y su gracia se manifiestan en la luz. «Porque el consejo es lámpara y la instrucción es luz» (Prov 6,23). Dios sabe lo que pasa en la oscuridad, «pues en él habita la luz» (Dn 2,22) que todo lo penetra. Para el hombre del Antiguo Testamento vivir en la luz significaba dicha y bienestar: «la luz de los honrados es alegre, la lámpara de los malvados se apaga» (Prov 13,9). La ruina de los réprobos se manifiesta en que no brilla la llama de su fuego y la luz de su tienda se oscurece (Job 18,5s). La «luz potente» anunciada por los profetas es Cristo; El es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). El es el que dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12) y pertenecerá a los «hijos de la luz» (Jn 12,36). Cristo es «irradiación de la gloria del Padre» o, según otra traducción, «reflejo de su gloria» (Heb 1,3). Donde está la luz verdadera y absoluta no puede haber muerte. Dios posee la inmortalidad y «habita en la luz inaccesible» (1 Tim 6,16). Después que Simeón, el anciano temeroso de Dios, vio al niño divino, alabó a Dios diciendo: «Mis ojos han visto a tu Salvador; lo has colocado ante todos los pueblos como luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel» (Le 2,30ss). Ver la luz significa nacer; el bautismo, en la línea del pensamiento paulino, es llamado también con una palabra griega «iluminación» («photismós»). La luz de Cristo es llevada a todo el mundo por sus discípulos; el mismo Jesús les dice en el sermón de la montaña: «Alumbre también vuestra luz a los hombres» (Mt 5,14ss). La fuente de luz de la Jerusalén celeste es el Cordero; «la ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre», porque está iluminada únicamente por la gloria de Dios (Ap 21,23). Ya para Eusebio de Cesares la luz del día que penetraba en el templo a través de las ventanas era símbolo de la iluminación por obra de Dios. Agustín escribe en sus Confesiones: «La

verdadera luz es la palabra de Dios». Según los doctores de la Iglesia ortodoxa, la luz divina se transmite a los que buscan la luz. El simbolismo de la luz artificial está ligado a la oscuridad; en la vigilia pascual, la luz es signo de la victoria de Cristo sobre la noche del pecado y sobre la muerte; el cirio pascual hace referencia al Señor resucitado. La luz del sol que penetra en los oscuros templos góticos fue considerada imagen de Cristo; la ventana, símbolo de María, que iluminó cuando recibió la irradiación del sol divino. Para recordar a los fieles la presencia de la luz del mundo arde ante el sagrario la luz perenne (encendida por vez primera en Cluny, en 1068). Y el arte medieval representa una y otra vez a la divinidad que habita en una luz inaccesible, bien mediante la corona luminosa del niño Jesús o bien mediante la aureola que, como una floración de luz, rodea al resucitado (como aparece en el altar de Isenheim, obra de Matthias Grünewald). Lámpara. BisLZOCxnrín: A. M. Gierlich, Der Lichtgedanke in den Psalmen (Friburgo 1940); M. Pulver, «Die Lichterfahrung im Johannes-Evangelium, ¡in Corpus Hermeticum, in der Genesis und in der 0stkirche», Eranos-Jb X (1943), 253-296; Fr. J. Dólger, «Lumen Christi», AuC 5 (1945), 1-43; R. Bultmann, «Zur Geschichte der Lichtsymbolik im Altertum», Philologus (1948), 136; S. Aalen, Die Begriffe «Licht» un«Finsternis» im Alten Testament, im Spiitjudentum und Rabbinismus (Oslo 1951); G. Mensching, «Die Lichtsymbolik in der Religionsgeschichte», Stud Gen 10 (195 7 ), 422-432; H. H. Malmede, Die Lichtsymbolik im Neuen Testament (dis.. Lurun I9tiCi); E. Hornung, «Licht und Finsterni- in cler Vorstellungswelt Altágyptens», St~rt Gen 18 (1965), 73-$3; Gh. Gnoli, «Lichtsymbolik in AltIran. Haoma-Ritus uncí r`vl5serMythos», Antaios VIII (1967), 528-549. madera La madera, ligada por su origen y su significado simbólico al árbol. es comparada con frecuencia, como uno de los materiales más importantes, con la materia prima de la que surgen el comienzo y el fin. El arca construida para la salvación de la humanidad estaba hecha de madera (Gn 6,14). Su función salvífica aparece claramente en el relato del agua de Mara, que los israelitas no pudieron beber porque era amarga; entonces el Señor mostró a Moisés un trozo de madera que convirtió el agua amarga en dulce haciéndola potable (Ex 15,25). En las ceremonias de purificación, junto a la púrpura escarlata y el hisopo, ejercía también un papel la madera de cedro (Lv 14,4-6). En la nueva Jerusalén entrará el esplendor del Líbano, «con el ciprés, el abeto y el pino, para adornar el lugar de mi santuario» (Is 60,13). Sin embargo, en el árbol y en la madera se pueden adorar también dioses falsos (Jr 2,2627); por eso el profeta Habacuc (2,19) afirma: «¡Ay del que dice a un leño: despierta, y a una piedra: desperézate! ¿Te va a instruir? Míralo forrado de oro y plata, y no tiene alma». Jesús se refiere a dos clases de maderos; se designa a sí mismo como leño verde (Le 23,31), al que contrapone el leño seco (el hombre pecador). El Hijo de Dios, que es el madero de la vida, fue colgado en el madero seco de la cruz: «El en su persona subió nuestros pecados a la cruz» (1 Pe 2,24). En la carta apócrifa de Bernabé (escrita probablemente hacia el 130 d. C.) se pregunta, a propósito de Lv 14,4-6, cuál es el significado del madero y se da esta respuesta: «Que la soberanía de Jesús parte del madero y que los que confían en el madero vivirán eternamente». La simbología patrística equipara la madera del arca con la de la cruz y afirma que una y otra sirven para la salvación de la humanidad. De San Francisco se cuenta que, un día en que su hermano buscaba leña, le rogó que al talar un árbol dejara siempre una parte intacta porque Cristo se había ofrecido a sí mismo por la humanidad en el leño de la cruz. En la iconografía cristiana se representó conscientemente el madero seco de la cruz como «lignum vitae», como «madero de la vida» (por ejemplo, en la vid). manantial En los manantiales, ocultos con frecuencia en el bosque o bajo las rocas, se abre el seno oscuro

de la tierra y hace brotar el agua de la vida. En la Antigüedad, los manantiales fueron muchas veces venerados como seres divinos o relacionados con los dioses; en Sumeria se consideraba a Enki como el dios de los manantiales que daba el agua dulce y la fecundidad. Varias sagas antiguas hablan de que una divinidad (por ejemplo, Rhea con una vara, Poseidón con un tridente) hace brotar un manantial de las rocas o del suelo. En la religión de Mitra, los templos solían erigirse cerca o incluso sobre un manantial. El Baal-Mardoc sirio poseía, como dios de la salvación, un manantial milagroso. En las promesas proféticas aparece varias veces la imagen del agua bienhechora del tiempo mesiánico. Así como Moisés, por mandato de Dios, hizo brotar agua de la roca (Ex 17,6), así también «brotará un manantial en el templo del Señor que engrosará el Torrente de las Acacias» (Jl 4,18). También Ezequiel (47,1-12) anuncia que en el templo brotará un manantial de vida. En último término, todos los manantiales de la salvación vienen de Dios. Los Salmos (36,9x) alaban al Señor, que da de beber a los fieles del arroyo de sus moradas, porque en él «está la fuente de la vida». En el Cantar de los Cantares (4,12) se llama a la esposa «fuente sellada». En los Proverbios (5,16), los manantiales son una imagen de la semilla del hombre, cuya fuerza generadora de vida debe reservarse a la comunidad nupcial. El lenguaje del hombre, según que sea bendición o maldición, es como agua de manantial dulce o amarga. Según la interpretación paulina (1 Cor 10,4), los israelitas que cruzaban el desierto bebieron de una «roca espiritual», y «esta roca era Cristo». La fe en El se convertirá en manantial de vida: «quien crea en mí, que beba. Como dice la Escritura: "De su entraña manarán ríos de agua viva"» (Jn 7,38). La fuente salvadora aplicada al Mesías coincide con la concepción del antiguo Oriente en que el rey es para su pueblo una fuente de vida. En el Apocalipsis (7,17) aparece el Hijo del Hombre como el Cordero apocalíptico que conducirá a los justos a las fuentes de agua viva. Un tema frecuente en la pintura de las catacumbas fue el milagro de Moisés cuando con una vara hizo brotar agua de la roca; los Padres de la Iglesia interpretaron este hecho como prefiguración del bautismo. En la primera época cristiana, la pilla de agua que se utilizaba para el bautismo -parecida a una fuente- se alimentaba con agua corriente. En la línea de Sal 42,2, en mosaicos posteriores a Constantino aparecen con frecuencia corderos o ciervos (= símbolo del alma que tiene sed de la palabra de Dios) bebiendo agua de los cuatro manantiales que brotan de una colina; en la parte más alta está el Cordero de Dios. Tipológicamente, el milagro del manantial puede hacer referencia a la herida del costado de Cristo y a su sangre redentora. Finalmente, el manantial puede ser símbolo de María (su prefiguración en el Antiguo Testamento es la casta esposa), de la que procede Cristo, el agua de la vida. Según una leyenda, de la sangre del Apóstol de las gentes brotó el manantial Tre Fontane en Roma. mano Para llevar a cabo acciones externas la mano es el órgano más importante del hombre; puede destruir y asesinar, pero también curar y bendecir. En las lenguas semíticas, la palabra empleada para decir «mano» significa también «poder». La representación de manos en estelas funerarias y piedras votivas fenicias podría ser una indicación simbólica de la mano bienhechora de la divinidad. La mano extendida, con los dedos en forma de rayos, de algunas pinturas rupestres y la diosa homérica de la aurora con dedos de rosas pertenecen a un simbolismo solar. Es conocida la representación del dios egipcio Aton como disco solar, cuyos brazos terminan en forma de mano y sostienen los lazos de la vida. Como imagen de la actividad humana en general y de la acción de dar, la mano aparece en numerosas pasajes de la Escritura. El Salmo 104,28 alaba al Señor, de quien todos los seres vivientes esperan que les dé comida a su tiempo. «Se la echas .y la atrapan; abres tu mano, 5 se sacian de bienes.» Estar en mand,~ de otr=, significa bajo su poder de disposición (Gn 16,6). «Mejor es caer en manos de Dios,

que es compasivo, que caer en manos de hombres» (2 Sm 24,14). Cuando el Señor vio la miseria en que vivía su pueblo en el país del Nilo, bajó «para librarlos de manos de los egipcios» (Ex 3,8). Dios extendió su mano e hirió a los egipcios con acciones portentosas (Ex 3,20). La mano de Dios caracteriza el poder que guía y salva, pero también castiga. «Tu mano alcanza a todos tus enemigos, tu derecha golpea a todos los que te odian» (Sal 21,9). Sobre el pecador pesa día y noche la mano de Dios (Sal 32,4). Job, el símbolo del hombre atribulado, sabe que la mano del Señor hizo las aves del cielo, los peces del mar y toda la tierra y que él es el único «en cuya mano está el respiro de los vivientes y el aliento del hombre de carne» (Job 12,7-10). El Señor mismo dice a Isaías que su mano creó los cielos y la tierra (Is 66,1s). La mano simbólica de Dios aparece claramente en la visión de Ezequiel: «cuando contemplaba la majestad del Señor, observó una mano extendida hacia él, con un rollo» (Ez 2,9). En pleno banquete sacrílego del rey Baltasar «aparecieron unos dedos de mano humana» y escribieron en el muro palabras misteriosas, que sólo Daniel supo interpretar; la mano fue enviada por Dios (Dn 5,5.24). El Señor no necesita siquiera toda la mano para obrar milagros; un dedo, «el dedo de Dios», es suficiente para expulsar demonios (Le 11,20). Jesucristo dará vida eterna a las buenas ovejas, «y nadie me las arrancará de la mano» (Jn 10,28), es decir, los verdaderos creyentes permanecerán siempre bajo la protección de Dios. Pedro escribe en su primera carta: «Por eso haceos humildes, para estar bajo la mano poderosa de Dios, que El a su tiempo os levantará» (1 Pe 5,6). En el momento de su muerte -mientras el sol se oscurecía y se rasgaba la cortina del templo-, Jesús gritó: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23,46). Los Padres de la Iglesia interpretan la mano de Dios mencionada en el Antiguo Testamento como símbolo del Logos encarnado; «por medio de El, en efecto, el Padre, en cierto modo con su propia mano, dio el ser a todo lo que existe» (Cirilo de Alejandría). El símbolo más antiguo de Dios Padre que aparece en el arte cristiano es la mano que destaca sobre las nubes. Ya en las catacumbas y en los antiguos sarcófagos cristianos este signo anuncia la manifestación divina, por ejemplo en las escenas de la ofrenda de Isaac y de la vocación de Moisés. Ocasionalmente, la mano de Dios aparece también en ábsides y en bóvedas de iglesias medievales. En algunas representaciones del bautismo de Jesús y de su transfiguración, del período carolingio y del primer románico, la mano simboliza la voz de Dios Padre mencionada en los evangelios. mañana El valor simbólico de la mañana está estrechamente ligado al sol naciente. En la Antigüedad estaba muy extendida la oración de la mañana dirigida al sol. Puesto que -según una concepción del antiguo Egiptoel dios solar se purifica antes de cada viaje diurno por el océano celeste, también el rey tomaba el baño en la «casa matutina». Después de la noche, íntimamente unida a los poderes abismales, la mañana recuerda el tiempo primigenio del paraíso, en el que todo era bueno, la mañana de la Creación. El paraíso estaba «en Edén, hacia oriente» (Gn 2,8). Y, dado que el oriente es la región celeste de la salida del sol, este pasaje se tradujo también así: «en Edén, hacia la mañana». El amanecer indica siempre el buen comienzo. A la salida del sol los leones se escabullen y se tumban en sus guaridas, «entonces el hombre sale a sus faenas» (Sal 104,22s). Por la mañana se administra justicia (2 Sm 15,2). En los salmos (101,8), un rey promete solemnemente: «Cada mañana haré callar a los hombres malvados, para excluir de la ciudad del Señor a todos los malhechores». La mañana es especialmente el tiempo de la oración (Sal 5,4); es la hora en que Dios se apiada de los hombres. «Al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo» (Sal 30,6). Los israelitas fueron liberados al amanecer cuando el ejército egipcio se hundió en el mar (Ex 14,27). Yahvé se reveló en el Sinaí una mañana (Ex 19,16). Job describe

poéticamente los primeros rayos del sol como «párpados del alba» (Job 3,9). El significado de la mañana aparece también en pasajes decisivos del Nuevo Testamento. Era ya de día cuando los sumos sacerdotes y los ancianos condujeron a Jesús maniatado hasta Pilato para que lo condenara (Me 15,1). Jesús resucitó de entre los muertos al amanecer (Le 24,1). Para los creyentes habrá una mañana eterna; por eso escribe Pablo: «Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte y te iluminará el Mesías» (Ef 5,14). Según la creencia popular, la mañana pone fin a la noche, abandonada a los espíritus. Desde el siglo XVI, el toque matutino del Angelus llama a los fieles a rezar «El ángel del Señor». El bautismo está ligado al simbolismo de la mañana y del sol; Orígenes designa a todo «el que de alguna manera recibe el nombre de Cristo» como «hijo del sol naciente». mar El mar de aguas abismales, con su engañosa superficie y su frecuente rugido estruendoso, inquietó desde el principio al hombre. El mar primigenio envuelto en la oscuridad es una expresión simbólica del caos, del mundo todavía no ordenado ni situado en un lugar, pero en él estaban los gérmenes del despliegue cósmico esperando que actuara sobre ellos la palabra creadora de Dios. En el mar, la vida y la muerte parecen estar juntas todavía. Según textos egipcios, el mundo constaba en su comienzo de agua inerte primigenia, parecida al caos, de la que después emergió la tierra como una isla. Los sumerios veneraban a Ea como el dios de la profundidad de las aguas y de los misterios; su naturaleza era insondable como el mar. Después que fueron creados el cielo y la tierra, había tiniebla «sobre la faz del abismo y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (Gn 1,2). Dios «fundó la tierra sobre los mares, la afianzó sobre las corrientes» (Sal 24,2). No sólo el cielo en su altura, sino también «el océano, acostado en lo hondo» puede ser una imagen de la bendición divina (Gn 49,25). El segundo día de la Creación, Dios separó mediante una muralla divisoria (= la bóveda celeste) las aguas de arriba de las aguas de abajo (Gn 1,6ss). La muralla divisoria impide que confluyan de nuevo unas y otras y que se retorne al caos. Pero la palabra hebrea que designa el mar primigenio, Aehom», significa también «mundo subterráneo». Cuando Jonás fue tragado por el «gran pez», gritó desde el seno del mundo subterráneo. «Me habías arrojado al fondo, en alta mar... A la garganta me llegaba el agua, me rodeaba el océano..., bajaba hasta las raíces de los montes, la tierra se cerraba para siempre sobre mí. Y sacaste mi vida de la fosa, Señor, Dios mío» (Jon 2,4-7). También en Job están unidos «la profundidad del océano» y el «mundo de los muertos» (Job 38,16s). El mar es una imagen empleada con frecuencia para indicar los continuos altibajos de los pueblos. «¡Ay!, bramar de pueblos, como bramar de aguas caudalosas que braman» (Is 17,12). Sólo Dios puede acallar el rugido del mar, aplacar sus olas y apaciguar el furor de los pueblos (Sal 65,8). «Las aguas» en las que el vidente de Patmos vio sentada a la gran prostituta «son pueblos y masas; naciones y lenguas» (Ap 17,15). Cuando en las parábolas de Jesús se compara el Reino de Dios con una «red de pescar» (Mt 13,47) y a los apóstoles con «pescadores de hombres» (Me 1,17), se emplea indirectamente el mar como imagen del mundo, como compendio de la humanidad. Para los Padres de la Iglesia, el mar como profundidad tenebrosa y terrible, como abismo, está asignado al reino del diablo y de los demonios. Las cabezas de los dragones, aplastadas por Dios en el mar (Sal 74,13), expresan los poderes infernales. Gregorio Magno designa el mar como «profundidad de la muerte eterna». Según Orígenes, el faraón, hostil al pueblo de Dios, es símbolo del diablo, que fue hundido en el mar (Ex 14,27s). En el «Hortus deliciarum» de la abadesa Herrade de Landsberg, Dios, con Cristo como cebo, pesca a Satanás en la profundidad del mar. La imagen de la barca de la Iglesia en el mar apareció ya en la primera época cristiana. metal

Según el lenguaje antiguo, por metal hay que entender el mineral amarillo o rojizo, ante todo el cobre y el bronce, que fueron los primeros metales trabajados por el hombre. La erección de la serpiente de bronce (de metal) (Nm 21,8s), que mantenía en vida al que la miraba, prefiguró la redención de la humanidad por la muerte de Cristo. Dios amenaza a los rebeldes con que el cielo será como bronce sobre su cabeza (Dt 28,23), es decir, no hará caer la lluvia necesaria para la vida. También una «tierra como bronce» (Lv 26,19), condenada a la esterilidad, es una terrible amenaza de castigo. El camino que conduce al Señor es un camino de expiación. Antes de entrar en la tienda del encuentro, Aarón y sus hijos tenían que purificar sus manos y sus pies en un barreño de bronce (Ex 30,17-21). Para llegar al interior del templo de Salomón, recubierto de oro, había que pasar junto a las dos columnas de bronce del vestíbulo (1 Re 7,15-22). En el lenguaje gráfico de la Biblia, «metal» significa también dureza, bien en sentido negativo -«frente de bronce» (Is 48,4), con el significado de obstinación- o bien positivo -«los muros de bronce» (Jr 15,20), como metáfora que indica la solidez-. Ezequiel (1,7) y Daniel (10,6) aluden al brillo del metal. Una persona sin amor, aunque hablara las lenguas de los ángeles, no es más que «bronce que suena o platillos estridentes» (1 Cor 13,1). En la parusía, los pies del juez del mundo se parecerán al metal brillante, como si en la fragua se hubieran puesto incandescentes (Ap 1,15). miel Como producto misterioso de la abeja, la miel era para el hombre primitivo portadora de fuerzas especiales y servía como medio curativo y ahuyentador de los demonios. La miel líquida de color amarillo dorado, o el vino de miel elaborado de ella es la bebida de los dioses; el niñito Zeus fue criado con zumo de miel. El mito indio conoce una fuente de miel («madhu») en la que se refrescan los fieles. En algunas tradiciones antiguas, por ejemplo, entre los romanos, la miel aparece como una especie de maná que gotea como rocío del cielo o del árbol del universo. Los discípulos de Mitra se purificaban con miel las manos y la lengua de lo dañino o pecaminoso. Debido a su poder de conservación (de mantenimiento de la vida), la miel se utilizaba en Esparta para embalsamar a los reyes. El significado de la miel como símbolo de la vida aparece en el relato de Sansón, que encontró en el cadáver del león que él había matado un enjambre y miel (Jue 14,8). El león devorador es a su vez una imagen de la muerte, de la que brota nueva vida. Si el pueblo de Israel fuera fiel, Dios lo «saciaría de miel silvestre» (Sal 81,17). El que come miel participa de la felicidad eterna; así entendemos también las palabras del profeta acerca del Mesías: «Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el mal y a escoger el bien» (Is 7,15). La dulzura de la palabra de Dios es comparada con la miel: «¡Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca!» (Sal 119,103). El rollo que Ezequiel consumió por orden del Señor -símbolo de la recepción plena de la palabra de Dios- era en su boca «dulce como la miel» (Ez 3,3). Así como la miel es buena y dulce al paladar, así es la sabiduría para el alma (Prov 24,13s). La miel abre los sentidos; cuando Jonatán se llevó a la boca un poco de miel con su bastón, «se le iluminaron los ojos» (1 Sin 14,27). La miel -que viene del cielo- abre la mirada interior al hombre que se vuelve a Dios; por eso no es mera casualidad que cuando Juan Bautista vivía en el desierto se alimentara de miel silvestre (Mt 3,4). ¿No se aludirá a algo más profundo en la última comida del Señor, en la que se manifiestó a sus discípulos como el resucitado? Las imágenes del pescado y el panal (Le 24,42), cargadas de simbolismo, sugieren en todo caso la idea. La imagen del Antiguo Testamento de la asimilación del rollo, que es en la boca dulce como la miel, aparece también en el Apocalipsis (10,9). Según una interpretación patrística, el cuerpo de Cristo es la roca que destila miel; El es el Logos que fluye de la boca de Dios, el río de miel del nuevo paraíso. Según Agustín, la «colmena de Cristo» se custodia en la Iglesia, en la que los hijos de Dios saborean la «dulce miel de Cristo»,

es decir, el alimento de la vida eterna. Gregorio ve en el pez asado de la última comida de Jesús antes de subir al cielo una referencia a su pasión, y en el panal, a la resurrección. La conocida escultura «El goloso de miel» de J. A. Feuchtmayer (en la iglesia de peregrinación de Birnau) no es propiamente otra cosa que el deseo personificado de la dulce felicidad del reino de Dios. Leche. mirra Se entiende por mirra la resina olorosa, pero de sabor amargo, de una especie de balsamera. Entre los egipcios se usaba este producto para embalsamar; los griegos y los romanos utilizaban un líquido extraído de la mirra especialmente como cosmético. En el culto mosaico se empleó la mirra como aditamento del aceite sagrado de la unción (Ex 30,23). Debido a su agradable aroma, las mujeres llevaban bolsitas de mirra en el pecho; en el lenguaje simbólico del Cantar de los Cantares, el esposo celeste es comparado con un envoltorio de mirra en el pecho de la esposa (Cant 1,13). Según la costumbre oriental, en la procesión nupcial se celebra al esposo como rey (Salomón), envuelto en perfume «de incienso y de mirra» (Cant 3,6). El jardín en el que el esposo recoge mirra y bálsamo, come miel y bebe vino y leche (Cant 5,1), hace referencia al buen olor y a la plenitud del cielo. El Salmo 45,9 describe cómo las vestiduras del héroe divino, cuyo trono es eterno, huelen a mirra y áloe. Mientras que en el Antiguo Testamento el significado principal de la mirra está en su buen olor, en el Nuevo Testamento se acentúa su sabor amargo. Los magos de Oriente rindieron homenaje a Jesús niño y le ofrecieron sus regalos: oro, incienso y mirra (Mt 2,11), que, según la interpretación posterior, simbolizan la fe (otros autores señalan también el reinado), la adoración y la pasión -una alusión simbólica al camino terreno de Cristo. El vino con mirra ofrecido a Jesús antes de su crucifixión (Me 15,23) era un narcótico; el rechazo por parte de Jesús indica que quería asumir plenamente el sufrimiento. Dado que la mirra servía también para conservar los cadáveres, se convirtió en imagen de la última estación de sufrimiento de todo lo terreno, en imagen de la muerte. Para la sepultura de Jesús Nicodemo utilizó «una mezcla de mirra y áloe» Un 19,39). Algunos exegetas medievales interpretaron el «monte de mirra» del Cantar de los Cantares (4,6) como la colina de la pasión de Cristo, el Gólgota. En el «Speculum humanae salvationis» se encuentra una representación de la madre de Dios con un envoltorio de mirra en la mano, símbolo de su participación en el sufrimiento y en la muerte de Cristo. mirto El mirto crece como arbusto o pequeño árbol. Cuando se frotan sus pequeñas hojas, que siempre están verdes, despiden un aroma peculiar. Esta grácil planta estaba consagrada a la diosa del amor Afrodita. Cuando los guerreros romanos volvían de una campaña victoriosa sin haber derramado sangre, se adornaban con una corona de mirto (y no de laurel, como se hacía de ordinario). Las ramas cortadas para la fiesta de las Chozas contenían, junto a «espléndidos frutos», palmas y ramos de sauce y «ramas de árboles frondosos» (Lv 23,40). El ramaje del «árbol frondoso» podría referirse al mirto, como puede verse, entre otros, en Nehemías (8,15) y se deduce de la tradición judía posterior. De las ramas mencionadas se hacía también el ramo festivo para dar gracias a Dios y cantar su alabanza. Alrededor de Sión crecerá «en vez de ortigas, el mirto, para alabanza del Señor y como signo perpetuo» (Is 55,13). El ángel del Señor que anuncia al profeta Zacarías el retorno de su pueblo y la reconstrucción de Jerusalén aparece sobre un caballo alazán, «parado en un hondón entre los mirtos» (Zac 1,8); aquí los árboles hacen referencia al carácter gozoso y saludable de la promesa. San Jerónimo vio en el mirto una imagen del buen olor de Cristo que difunde la Iglesia. La corona de mirto, ya empleada en el antiguo rito nupcial, se extendió lentamente en Europa central desde el siglo xvi como adorno de la esposa; según la concepción cristiana, es símbolo de la virginidad -en recuerdo de la

virtuosa reina Ester, cuyo nombre judío, «Hadassa», significa mirto-. Como la mujer que la prefigura en el Antiguo Testamento (Ester), también María se convirtió en «delicioso mirto del Señor». monte Para la sensibilidad religiosa, los montes están más cerca de lo divino que la llanura. En virtud de su elevación hacia el cielo, las cumbres de los montes aparecen como lugar más visible de permanencia del Dios invisible, cuya majestad está oculta tras las nubes. La historia de las religiones conoce numerosos montes sagrados, de los que se creía que, como centro cósmico, unían entre sí cielo y tierra. En Oriente, el monte de los dioses fue con frecuencia modelo para la forma del templo, construido a la manera de un monte; así, por ejemplo, los «zigurats» babilónicos. Según una tradición egipcia, el mundo surgió por la emergencia de la colina primigenia del agua originaria. En algunos textos de las pirámides, el mismo dios creador Atum es llamado «colina», y el principal dios sumerio, Enlil, tenía por sobrenombre «Gran Monte». La mirada hacia arriba es una mirada hacia Dios. Los arameos decían del Dios de los israelitas: «Es un Dios de los montes» (1 Re 20,23) Para la ofrenda de Isaac por Abrahani estaba previsto un monte señalado por Dios; todavía en tiempo de Moisés, este lugar sagrado era llamado «el monte donde el Señor provee» (Gn 22,2.14). Cuando Moisés llegó con su rebaño al monte Horeb y quiso contemplar de cerca el milagro de la zarza ardiente, Dios dijo desde la zarza: «No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Ex 3,1-5). Los israelitas, desl5ués de su salida de Egipto, llegaron al desierto y acamparon frente al monte Sinaí; «pero Moisés subió hacia el monte de Dios» (Ex 19,2s). Tres días después, Moisés sacó al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios, y se colocaron al pie del monte. «El monte Sinaí era todo una humareda, porque el Señor bajó a él con fuego»; Moisés siguió la llamada del Señor y subió a la cima del monte (Ex 19,1620). Entonces Yahvé dio desde el monte los diez mandamientos. El «monte de la reunión», situado en el extremo norte y mencionado en Isaías (14,13), se refiere a la concepción extendida en el antiguo Oriente de que en él los dioses tenían su lugar de reunión. Después de ser conquistada la ciudad jebusita de Jerusalén (2 Sin 5,7), Dios eligió la colina de Sión como lugar de su gloria. El salmista mira a los montes, de los que le llega la ayuda di .ñna (Sal 121,1). Al final de los tiempos, «estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas, y hacia él confluirán las naciones» (Is 2,2). También otros profetas prometen que, en el futuro, Dios habitará en el monte Sión (c£ Zac 8,3). En el Nuevo Testamento aparece también el monte como imagen preferida del lenguaje religioso. En la vida de Jesús, los montes son, en cierto modo, hitos que van desde el valle terreno hacia la altura celeste. En su primera predicación, Jesús subió a un monte y desde él proclamó los principios básicos de su doctrina (Mt 5,1-12). Del mismo modo, desde un monte eligió de entre la multitud de sus discípulos a los doce apóstoles (Me 3,13s). Después de la primera multiplicación de los panes, Jesús «subió al monte para orar a solas» (Mt 14,23). La transfiguración en el monte Tabor (Mt 17,1-8) y la angustia mortal en el monte de los Olivos (Le 22,39-46) son estaciones hacia la última altura terrena, el monte Calvario, en el que fue levantada la cruz. En el Apocalipsis, el antiguo castillo jebusita del monte Sión se convierte en fortaleza inexpugnable de la santidad; en ella está la Jerusalén celeste en la gloria del Señor (Ap 21, l0s). En una oración de la misa, el celebrante recita las palabras del salmista: «Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada» (Sal 43,3). Cuando en el lenguaje de la mística occidental Dios es comparado con frecuencia con un monte -por ejemplo, en Mechtild de Magdeburgo-, resuena la antiquísima concepción del monte del mundo como «eje del mundo». En la Edad Media, el legendario Montsalvach con el castillo del Grial fue considerado como imagen terrena del monte

sagrado de Dios. El arcángel Miguel, como «príncipe celeste», tiene casi siempre en montes y colinas las iglesias dedicadas a él. muralla Como protección frente a animales salvajes y contra ataques de los enemigos, las murallas constituían un elemento común ya en las antiguas culturas urbanas. Según tradiciones de la antigua Persia, el mundo está rodeado por una cordillera, es decir, por una especie de muralla cósmica. Parménides, aunque concibe el mundo como una esfera, habla de la muralla que rodea el universo. Se puede esperar una concepción análoga a ésta en todos los casos en que se compara el cosmos con una casa o un templo. En el Antiguo Testamento, la muralla es ante todo una imagen de la protección, de la preservación de posibles catástrofes. Así, Jeremías deberá preservar a su pueblo de los poderes de la incredulidad; Dios lo transforma en «plaza fuerte» y «muralla de bronce frente a todo el país», incluso «frente a los reyes y príncipes de Judá» (Jr 1,18). Pero Jeremías puede resistir en la lucha únicamente porque el Señor está de su parte. Contra la voluntad de Dios son inútiles incluso las murallas más sólidas, como demuestra la conquista de Jericó (Jos 6,5-21). El que confía en Dios tomará por asalto todas las vallas y salvará todas las murallas (2 Sin 22,30). Yahvé, en su furor, hará que se produzca un gran terremoto en Israel: las montañas se partirán y «las murallas se desplomarán» (Ez 38,20). El derrumbamiento de las montañas es una imagen de la falta de protección, de la impotencia. Por eso Etán lamenta en un salmo la caída de la casa real de David, a quien el Señor le ha retirado su favor: «Has abierto brecha en sus murallas y derrocado sus fortalezas» (Sal 89,41). La demolición de las murallas puede ser también una imagen de la pérdida de autocontrol (Prov 25,28). La resistencia de toda muralla puede superarse con la ayuda de Dios. Pablo señala que fue únicamente la fe la que hizo caer las murallas de Jericó (Heb 11,30). Jesucristo superó la muralla que separaba los dos campos opuestos, «la barrera divisoria» entre judíos y paganos (Ef 2,14). En el Apocalipsis, las murallas adquieren significado cósmico como valla protectora en torno a la ciudad celeste; la nueva Jerusalén tenía «una muralla grande y alta con doce puertas... La muralla tenía doce basamentos con doce nombres grabados: los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21,12.14). La identificación de los basamentos con los apóstoles -en el número doce, símbolo de totalidad- corresponde a la equiparación de la medida de la muralla con la «medida de un hombre, que es la medida de un ángel» (Ap 21,17), es decir, de un hombre completo, y expresa un paralelismo macro-microcósmico. El simbolismo medieval veía en las piedras de los muros de las iglesias a los fieles destinados a la vida eterna; las piedras más grandes, que dan al exterior y han sido más labradas (= purificadas) aluden a los hombres que viven en un estado superior de plenitud. Según la leyenda, las santas Irene y Marciana fueron liberadas de la deshonra y la infamia poi, unas murallas que surgieron repentinamente ante ellas. '' noche El día y la noche corresponden a la oposición luz y tinieblas. Para el hombre de la Antigüedad, la noche, misteriosa e inquietante, es con frecuencia más significativa que el día, al estar especialmente cerca de los espíritus, tanto buenos como malos, pero también del propio origen. Antes de que fueran creados el sol y la luna, había noche primigenia. Según una creencia común en la Antigüedad, el hombre puede aliarse en la oscuridad con poderes ocultos, escudriñar el futuro y encontrar tesoros. La conexión con ideas éticas convirtió a la noche en compañera del mal, apartada de la faceta de la vida. Según ciertos mitos de la antigua Mesopotamia, el dios solar viaja durante la noche por el mundo subterráneo, llevando comida y bebida a los muertos. Como criaturas de Dios, el día y la noche son invitados a alabar al Señor: «Noche y día, bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos» (Dn 3,71). Debido a su oscuridad

impenetrable, la noche se convirtió en símbolo de lo lúgubre, de la desdicha y de la muerte. «A medianoche, el Señor hirió de muerte a todos los primogénitos de Egipto» (Ex 12,29). Cuando Elihú dice a Job: «No estés anhelando la noche» (Job 36,20), se refiere a la noche de la muerte, que Jacob deseaba en su desesperación; la segunda parte de la frase es una descripción de la tumba. El que confía en el Señor no tiene por qué temer el espanto de la noche, ni siquiera «la peste que se desliza en las tinieblas» (Sal 91,5). Dios hace resonar de noche cantos de alabanza (Job 35,10). Cuando llegue el día del Señor, desaparecerá la noche; habrá un único día «porque al atardecer seguirá habiendo luz» (Zac 14,7). Por la noche el hombre puede también tener acceso a la profundidad oculta del ser. «Mi alma te ansía de noche» (Is 26,9). El profeta Zacarías tuvo sus ocho visiones («visiones nocturnas») en las horas de profunda oscuridad (Zac 1,7-6,8). Especial importancia tuvo la noche anterior a la salida de Egipto; «noche en que veló el Señor para sacarlos de Egipto: noche de vela para los israelitas por todas las generaciones» (Ex 12,42). La noche es el tiempo de la ignorancia y del pecado. Sin embargo, el avance de la oscuridad está unido a la proximidad del día; «la noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades propias de las tinieblas y pertrechémonos para actuar en la luz» (Rom 13,12). Como «hijos del día», los fieles no pertenecen «a la noche ni a las tinieblas» (1 Tes 5,5). También en el Nuevo Testamento la irrupción de la oscuridad puede aludir a la cercanía de la muerte. Jesús dice en el evangelio de Juan (9,4): «Mientras es de día tenemos que hacer las obras que nos encarga el que me envió; se acerca la noche, en que no se puede trabajar». Si Cristo es la luz del mundo, la noche significa, desde la perspectiva de la historia de la salvación, el tiempo de su ausencia. Así hay que entender estas palabras de Jesús: «Si uno camina de día, no tropieza, porque hay luz en este mundo y se ve; uno tropieza si camina de noche, porque le falta la luz» (Jn 11,10). En conexión con la noche de Pascua del Antiguo Testamento, la vigilia nocturna pasó a ser un factor importante de la espera escatológica: el esposo celeste llegará por sorpresa a medianoche (Mt 25,6). «Por tanto, estad en vela, que no sabéis el día ni la hora» (Mt 25,13). «El día del Señor llegará como un ladrón de noche» (1 Tes 5,2). En la nueva Jerusalén ya no habrá noche (Ap 21,25; 22,5). Puesto que la resurrección de Cristo tuvo lugar al despuntar el día, la liturgia pascual se celebra como fiesta nocturna. La celebración comienza con el recuerdo de la pasión y muerte del Señor y termina hacia el amanecer con la eucaristía. Ya en el siglo iv se generalizó la bendición del cirio pascual, que, una vez encendido, se introducía en el templo, todavía oscuro, bajo la invocación «Lumen Christi». La Iglesia copta cultiva la tradición de que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso al terminar el día y llegaron a la tierra a medianoche; el segundo Adán, Jesucristo, nació a medianoche, murió en la cruz por la tarde y resucitó de entre los muertos hacia medianoche. nombre Está ampliamente extendida la creencia de que el nombre es una potencia estrechamente unida a su portador. Si se conoce el nombre de una persona, se puede ejercer influjo sobre ella. El nombre que los padres ponen a sus hijos expresa algo de las expectativas que tienen puestas en ellos. Cuando las personas entran en un nuevo estado, necesitan un nuevo nombre. Los nombres de los soberanos egipcios se ponían en los monumentos para garantizar de este modo la vida de sus portadores más allá de la muerte; por eso el peor castigo era borrar el nombre de alguien. Tener un nombre equivale a significar algo (Rut 4,14). El olvidar el nombre de alguien implica que «su recuerdo se acaba en el país y su memoria desaparece de él» (Job 18,17). Dios llevó a cabo la Creación nombrando a cada uno de los astros (Is 40,26), y encargó a Adán poner nombre a cada uno de los animales (Gn 2,19s). Los nombres de la primera pareja humana caracterizan su esencia. Adán es la designación hebrea de «hombre»; si existe una conexión lingüística con «adamah», «tierra», esto sería a

su vez algo característico. «El hombre llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven» (Gn 3,20). La palabra «Caín» significa en las lenguas semíticas «herrero» y está etimológicamente emparentada con «cainiti», «crear»; Caín es el primer «creado» por la madre de los que viven. El nombre propio caracteriza a la persona. David es advertido del malvado Nabal, «porque es como dice su nombre: se llama Necio» (1 Sin 25,25). Cuando Dios cambia el nombre de Abraham (Gn 17,5), de Saray (Gn 17,15) y de Jacob (Gn 32,29), expresa con ello que se apropia de su persona, de su vida. Una ciudad puede tomarse si se proclama el propio nombre sobre ella (2 Sin 12,28). Si Dios nombra expresamente a un niño, esta acción suele tener significado profético; así, el profeta Oseas debe llamar a su hija «Incompadecida», para expresar la relación entre Yahvé y su pueblo infiel, Israel (Os 1,6). El nombre del hijo de una profetisa -«Prontoalsaqueo, Presto-al-botín»- indica la caída inminente de Damasco (Is 3,14). Los nombres de los grandes pecadores son «borrados del regi.ti-o de los vivos, no inscritos con los honrados» (Sal 69,29). En Israel, la imposición del nombre estaba ligada a la circuncisión. El nombre de Jesús fue pronunciado por un ángel aun antes de que fuera concebido en el seno materno (Le 2,21), con lo que se alude a la paternidad de Dios. La conversión de Saulo se manifiesta también en su nuevo nombre: Pablo. Cuando Jesús da a los dos hermanos Santiago y Juan el sobrenombre Boanerges, es decir, «hijos del trueno» (Me 3,17), ofrece con ello una prueba de la gran fuerza testimonial de los hermanos. Jesús dice a sus discípulos: «Sea vuestra alegría que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Le 10,20). El que salga vencedor de las luchas de este mundo «se vestirá de blanco y no borraré su nombre del registro de los vivos, pues ante mi Padre y sus ángeles reconoceré su nombre» (Ap 3,5). La antigua concepción de que el nombre tiene alguna relación con el destino de su portador («nomen est ornen») influyó también en la época cristiana. Con el nombre de los santos del calendario católico se espera no solamente su protección para el niño, sino también la transmisión de sus virtudes. En muchos sitios se celebra el onomástico más que el cumpleaños porque recuerda el nuevo nacimiento por el bautismo. Cuando alguien es recibido en una comunidad completamente nueva (orden religiosa) o asciende al trono, su cambio de nombre indica la transformación radical de su vida. nubes En las regiones cálidas, las nubes son bienvenidas como portadoras de sombra y portadoras de lluvia. Ellas ocultan los rayos de la luz celeste y a su vez son penetradas por ellos. Aparecen como mensajeros celestes de bendición y maldición. Extendiéndose en las alturas y bajo el cielo, ocultan la morada de Dios. Baal, el dios sirio de la tormenta y del tiempo, tenía el sobrenombre de «jinete de las nubes». Pero «¿quién apretó el mar en la capa?» (Prov 30,4); sólo Dios puede dar órdenes a las nubes y abrir las compuertas del cielo (Sal 78,23). Las nubes que se desplazan sobre el cielo se convierten, en el lenguaje metafórico de Oriente, en el carro de Dios: «Mirad al Señor, que montado en una nube ligera entra en Egipto» (Is 19,1); El es el que hace de las nubes su carroza (Sal 104,3). Las nubes se convierten en el signo visible de la presencia de Dios. Durante la peregrinación del pueblo elegido por el desierto, el Señor caminaba delante de él en una columna de nubes (Ex 13,21); la gloria del Señor apareció en una nube (Ex 16,10). Cuando la nube descendía sobre el arca de la alianza, los israelitas levantaban las tiendas. Fuera del campamento estaba la «tienda del encuentro»; cuando Moisés entraba en ella, «la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés» (Ex 33,9). La «gloria del Señor», en forma de nube, llenó el templo construido por Salomón (1 Re 8,l0s). En la visión profética de Ezequiel (1,4), la manifestación de Dios estaba envuelta en «una gran nube y un zigzagueo de relámpagos». La nube informe e inestable puede

convertirse también en símbolo de una vida inconsistente y de la caducidad terrena. «Como la nube pasa y se deshace, el que baja a la tumba no sube ya» (Job 7,9). El atribulado Job se queja así: «Mi dicha desapareció como una nube» (30,15). En la transfiguración de Jesús, una nube luminosa envolvió a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y «dijo una voz desde la nube: éste es mi Hijo, mi predilecto» (Mt 17,5). Después de la promesa del Espíritu Santo, el Señor se elevó ante la mirada de los apóstoles y «una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9). A la llegada del retorno de Cristo, cuando el sol se oscurezca y las estrellas caigan del cielo, se verá «venir al Hijo del Hombre sobre las nubes, con gran fuerza y majestad» (Me 13,26). En el juicio final el Hijo del Hombre estará sentado en una nube, y con una hoz segará la tierra (Ap 14,14ss). Pero los cristianos difuntos resucitarán y serán «arrebatados en nubes, para recibir al Señor en el aire» (1 Tes 4,16x). Así como en el Antiguo Testamento Dios está oculto en la manifestación cósmica, así la naturaleza divino-celeste de Cristo está oculta por su cuerpo humano-terreno. Según los Padres de la Iglesia, la columna de nubes es una referencia a Cristo. Por temor a una imagen deformante, en el arte de la alta Edad Media y en el románico se representó al Creador mediante el símbolo de una mano que prevalece sobre las nubes. En su cuadro del paraíso, Lucas Cranach pintó la cabeza de Dios Padre en una corona de nubes. Hugo van der Goes puso (en el altar Portinari) al niño Jesús entre nubes, como Hijo del Hombre que, según Daniel (7,13), aparece entre las nubes del cielo. números El espacio y el tiempo son divididos y clasificados por los números. Ya en época antiquísima el hombre establecía relaciones entre los ritmos cósmicos y sus órganos corporales. El conocer el misterio de los números y sus verdaderos valores significaba entender las conexiones más íntimas del mundo. La divinidad que se manifiesta al rey-sacerdote sumerio Gudea «conoce los números». En las relaciones de los cursos de los astros se creía reconocer las fuerzas ordenadoras del cosmos. El simbolismo y la magia de los números en la antigua Mesopotamia influyeron en los pueblos vecinos y fueron conocidos también en Grecia. Pitágoras creía que los principios del ser se encontraban en los números; los números pares y los impares constituyen las dos oposiciones en cuya tensión consiste el universo. Se puede probar que en numerosas culturas los números pares se relacionan con frecuencia con lo espiritual y masculino, y los impares con lo material y femenino. Del frecuente uso griego de las sílabas como signos numéricos surgió la posibilidad de transformar sílabas concretas o palabras enteras en números. Más allá del mero valor numérico y cuantitativo, los númer-(>s. tienes., también con frecuencia un significa--do simbólico, aun cuando éste res e:~ siempre perceptible a primera vista. El uno corresponde a Dios, puesto que hay un solo Dios (Dt 6,4). Así como con el pecado original se rompe la unidad creada por Dios (bien-mal, hombre-mujer, vida-muerte), así la construcción de la torre de Babel pone fin a la unidad de la lengua (Gn 11,6). El dos es el número de la oposición y de la complementariedad; de ahí que se introdujeran parejas de animales en el arca (Gn 6,19s). La polaridad entre dos realidades, que en su consonancia remiten siempre al uno divino, se encuentra en las tablas mosaicas de la ley y en las dos columnas levantadas ante el templo de Salomón. También el cinco es ciertamente más que un simple número matemático: es el número de los animales del sacrificio (Nm 7,17.22.29), de las piedras para la honda de David en su lucha contra Goliat (1 Sin 17,40) y de los libros atribuidos a Moisés, llamados en griego en su conjunto Pentateuco. El ocho es el número de un nuevo comienzo: en el arca de Noé se salvan ocho personas (Gn 6,18; cf. 1 Pe 3,20); la circuncisión tiene lugar a los ocho días del nacimiento (Gn 21,4); el elegido del Señor para ser rey de Israel es el octavo hijo de Jesé (1 Sin 16,10s). El nueve no tiene un significado simbólico conocido. El cuarenta designa de ordinario un tiempo de angustia, de abstinencia o de castigo: aparece

en el diluvio (Gn 7,12), en la peregrinación por el desierto (Ex 16,35), en la permanencia de Moisés en el Sinaí (Ex 24,18), en el plazo concedido hasta la destrucción de Nínive (Jon 3,4). E1 cincuenta expresa la alegría vinculada a Dios: a los cincuenta días de haber puesto «la hoz en la mies», el israelita se presentará gozosamente ante el Señor con sus dones voluntarios (Dt 16,9-11); el año cincuenta es el año jubilar en Israel -la expresión hebrea «shenat hayyobel» significa «año (del toque jubiloso) de los cuernos» (Lv 25,8-12)-. E1 setenta era para los israelitas una referencia simbólica a la totalidad, a la plenitud: en su peregrinación por el desierto, los que confiaron en Dios llegaron a Elim, donde había doce manantiales y setenta palmeras (Ex 15,27); el pueblo de Israel estaba representado ante el Señor por setenta ancianos (Ex 24,1); según la tradición judía, había setenta pueblos (en Gn 10 se enumeran setenta nombres, exceptuados los tres primeros ascendientes). En el Nuevo Testamento el dos es el número de la decisión, como muestran el ejemplo de los dos hombres que fueron al templo a orar (Le 18,1014) y la imagen de los dos caminos (Mt 7,13s); porque nadie puede servir a dos señores (Mt 6,24). Sugieren un significado simbólico del cinco -que no podemos precisar- los cinco panes con los que Jesús dio de comer a los cinco mil hombres (Me 6,38-44), las cinco vírgenes prudentes y las cinco necias (Mt 25,ls), y los cinco talentos (Mt 25,14-30). El número ocho adquirió su significado por el hecho de que la resurrección del Señor tuvo lugar el octavo día de la semana. Jesús ayunó en el desierto 40 días, y este espacio de tiempo es el mismo que hay entre su resurrección y su ascensión (Le 4,ls; Hch 1,3). El día cincuenta después de la resurrección de Cristo es el día de Pentecostés. El setenta como número de la totalidad y de la plenitud aparece en los setenta discípulos que Jesús envió por delante de El (Le 10,1); ellos debían abarcar simbólicamente a toda la humanidad conforme a los setenta pueblos enumerados en el Génesis. Un acto de perdón es total cuando se concede setenta veces siete (Mt 18,21s). El simbolismo bíblico de los números fue desarrollado ya en el cristianismo primitivo, pero fue especialmente obra de San Agustín. Hay que tener en cuenta que un mismo número puede ser ambivalente; así, el dos puede expresar la unión de dos elementos que forman una sola realidad (las dos tablas de la Ley, los dos Testamentos, las dos naturalezas en Cristo), pero puede indicar también la separación de lo unitario (luz y tinieblas, judaísmo y cristianismo, publicanos y fariseos). San Agustín establece una relación entre el número cinco y los sentidos humanos; mientras que las cinco vírgenes necias se entregaron por completo a los goces de los sentidos, las vírgenes prudentes se abstuvieron de ellos. El genuino significado simbólico de los números se reconoce en que -según una antigua creencia- tienen un sentido superior, que les viene de Dios. Por ejemplo, el seis no significa la plenitud porque Dios creó el mundo en seis días, sino que Dios utilizó este espacio de tiempo porque el seis en sí es un número pleno. En el arte, en el año eclesiástico y en la creencia popular se perciben huellas del simbolismo de los números. La ftirma octogonal de los baptisterios cristianos antiguos fue favorecida por el ocho como número de la Resurrección. El trece como número de desgracia fue referido, entre otras cosas, a la última cena de Cristo: El, que era la persona número trece, se separó poco después por la muerte en cruz del círculo de los discípulos. Conforme al número de la penitencia, el tiempo del ayuno dura cuarenta días. Tres, cuatro, seis, siete, diez, doce. oído En el lenguaje simbólico, el oído indica la disposición espiritual para abrirse al que habla, escucharlo y obedecerlo. Al esclavo hebreo que después de seis años no quería obtener la libertad su dueño le perforaba la oreja con un punzón (Ex 21,6), lo cual significa que quedaba ligado a la casa por el oído (= obediencia). Para que los sacerdotes estuvieran abiertos a la palabra del Señor del cielo, en su consagración se les untaba con la sangre del animal sacrificado el lóbulo de la oreja derecha, así

como el pie derecho, que avanzaba hasta el altar, y la mano derecha, que realizaba acciones cultuales (Lv 8,23s). «Inclinar el oído» significa abrirse al interlocutor (Prov 22,17). Así como hay un ojo interior, también hay un oído interior. «¿No distingue el oído las palabras y no saborea el paladar los manjares?» Job 12,11). El siervo de Dios reconoce que el Señor le abría y le agudizaba el oído para que pudiera oír como los discípulos (Is 50,4). El que no oye la llamada de Dios, el que no se complace en la palabra del Señor, tiene «oídos incircuncisos» (Jr 6,10). Puesto que Dios se revela por la palabra, toda la Creación es invitada a escuchar: «Escuchad, cielos, y hablaré; oye, tierra, los dichos de mi boca» (Dt 32,1). También Dios tiene oído porque, de lo contrario, no podría oír (véase Gn 29,33). El «oído celoso» del Señor lo escucha todo «y no le pasan inadvertidos cuchicheos ni protestas» (Sab 1,10). En el tiempo futuro de la salvación se abrirán los oídos de los sordos y podrán oir las palabras del libro (Is 29,18). Jesús introducía con frecuencia sus instrucciones llenas de imágenes y parábolas con estas palabras: « Quien tenga oídos para oír, que oiga» (por ejemplo, Me 4,9.23). El que confía en Jesús oirá también su voz (Jn 10,27). Sólo los «infieles de corazón y reacios de oído» se oponen siempre al Espíritu Santo (Hch 7,51). Entre los milagros de Jesús está también la curación de los sordos; en una ocasión en que le pidieron que curara a un sordo, Jesús le metió los dedos en los oídos, levantó la mirada al cielo y dijo: «Effatá», es decir, «ábrete». E «inmediatamente se le abrieron los oídos» (Me 7,33s). Gregorio Magno interpretaba «los dedos» de Jesús en la curación del sordomudo como símbolo del Espíritu Santo, por cuyos dones se abre el corazón para la obediencia. Uno de los ritos del bautismo católico consiste en que el sacerdote toca los oídos del catecúmeno diciendo «Ephpheta, abríos», para abrir de este modo el sentido interior a la palabra de Dios. ojo Dirigido por naturaleza a la luz, el ojo es la ventana por la que se nos abre el mundo. Pero también puede convertirse en espejo del alma; por el ojo se puede avanzar al interior del hombre. Su resplandor y su referencia a la luz sitúan al ojo en el ámbito del simbolismo astral. Para los egipcios, el sol y la luna eran los ojos del dios del cielo Horus; según la tradición india, los dos astros son los ojos del dios creador Prayapati, y Esquilo habla del ojo de Helios, al que nada queda oculto. Los cuatro querubines de la visión de Ezequiel, como fuerzas y como portadores de la luz celeste, están «llenos de ojos en todo el alrededor» (Ez 10,12): los tienen en todo el cuerpo, en la espalda, en las manos y en las alas; son los ojos celestes de las estrellas. La misma interpretación es adecuada para «los siete ojos del Señor, que se pasean por toda la tierra» (Zac 4,10). El ojo se convierte en símbolo de la omnisciencia divina. Los ojos de Dios son «mil veces más brillantes que el sol», contemplan todos los caminos de los hombres y penetran hasta en los rincones más ocultos (Eclo 23,19). «Los ojos del Señor custodian el conocimiento» (Prov 22,12), es decir, lo que se ha conocido como verdadero y recto. Para los hombres a los que Dios ha tomado especialmente bajo su protección se emplea la imagen de la niña de los ojos. Así se dice que Dios protegió a su pueblo, al que «encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos; lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos» (Dt 32,10). Respecto a una vida agradable a Dios, Jesús designa el ojo como «lámpara del cuerpo»: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt 6,22s). El órgano de la visión puede ser también imagen de una actitud espiritual. «Si tu ojo derecho te pone en peligro, sácatelo y tíralo» (Mt 5,29). Que «los ojos de vuestro corazón» estén iluminados para el conocimiento y para la fe (Ef 1,18). La carta a los Hebreos (4,13) habla del ojo omnipresente y omnisciente de Dios: «No hay criatura que escape a su mirada, todo está desnudo y patente a los ojos de Aquél a quien habremos de dar cuenta». Los siete ojos del cordero

apocalíptico (Ap 5,6) son, en la historia del simbolismo, idénticos a los siete ojos del Señor en Zacarías, como también -téngase en cuenta que ojo y astro son sinónimos- a las siete estrellas que hay a la derecha del Hijo del Hombre (Ap 1,16), aun cuando el significado histórico-salvífico acentúa también otros aspectos. En la representación medieval de la Iglesia (= Nuevo Testamento) y de la sinagoga (= Antiguo Testamento), la primera aparece con una mirada limpia, «luminosa», mientras que la segunda tiene los ojos cerrados o tapados. Los humanistas emplearon un solo ojo como signo para indicar a Dios, para la propiedad de la vigilancia y para el ejercicio del derecho («ojos de la ley»). Sólo después de la Reforma apareció el triángulo con el ojo radiante como símbolo de la Trinidad en su omnipresencia y omnisciencia; este llamado «ojo de Dios» fue un motivo especialmente empleado en el siglo xvlll como coronación de altares y púlpitos, en los ventanales de las iglesias y en los cierres de las bóvedas. Ceguera. olivo Frente a otros árboles, el olivo, una de las más antiguas plantas cultivadas, aparece modesto y humilde en la tierra. En Grecia, el olivo estaba consagrado a Zeus; aquel a quien el padre de los dioses otorgaba la victoria en los juegos olímpicos era coronado con una rama de olivo. Junto al difunto se ponían en la tumba hojas de olivo como signo de reconciliación para los dioses del mundo subterráneo. Cuando Noé, tras la lenta disminución del diluvio, soltó por segunda vez una paloma, ésta volvió al atardecer «con una hoja de olivo arrancada en el pico» (Gn 8,11). Era no sólo la señal de que comenzaba a brotar de nuevo vida en el seno de la tierra, sino también (en rigor, primariamente) de que Dios otorgaba al hombre paz y bendición. El que es comparado con el olivo está bajo la protección de Dios; el creyente fiel puede decir de sí mismo: «Yo, como verde olivo, en la casa de Dios, confío en la lealtad de Dios por siempre jamás» (Sal 52,10). También Israel fue llamado en otro tiempo por Dios «olivo verde»; pero, al haber olvidado el pacto establecido entre Dios y los padres, tuvo que oír estas palabras de Jeremías (11,16): «Con gran estrépito (el Señor) le ha prendido fuego y se han quemado sus guías». En la visión en que el profeta Zacarías vio un candelabro de oro con siete lámparas, los dos olivos que hay a derecha e izquierda significan «los dos ungidos que sirven al Dueño de todo el mundo» (Zac 4,2s.1114). Según una comparación del apóstol Pablo, el hombre es una rama del olivo silvestre; pero Dios lo injertó en el olivo noble para que entrara a participar de su raíz y su savia (Rom 11,17). En el Apocalipsis aparecen los testigos proféticos de Dios en la imagen veterotestamentaria de los dos olivos que sirven al Dueño del mundo (Ap 11,3s). En el arte cristiano antiguo, los olivos y sus ramas aparecen en la pintura de las catacumbas y en piedras sepulcrales, indicando la paz eterna en la que han entrado los fieles difuntos. En los cuadros de la Anunciación de los pintores de Siena (siglos xiv y xv), el arcángel Gabriel lleva una rama de olivo, expresando gráficamente con ello sus palabras a María: «El Señor está contigo». El mismo significado puede resonar en el olivo de la Madonna de Stuppach de Matthias Grünewald. olor En numerosas religiones, el buen olor pertenece a las características manifiestas de la penetración de un mundo supraterreno en el mundo terreno. Los egipcios creían que los dioses se distinguían por un olor agradable. En el olor se manifiesta la esencia; de ahí la expresión «no poder oler a alguien». En los desfiles triunfales de los generales vencedores que tenían lugar en la antigua Roma, había siempre prisioneros que llevaban vasijas de incienso, esparciendo así buen olor. El olor agradable de los campos es un signo de la bendición divina (Gn 27,27). Dios promete a su pueblo que florecerá como el lirio y que «su aroma será como el aroma del incienso» (Os 14,6). Como lugar sagrado, el Líbano es el compendio del buen olor (Cant 4,11). La

sabiduría establecida por Dios en Sión es -traducida simbólicamente a lo atmosférico- un «perfume como cinamomo y espliego, y como mirra exquisita», difunde fragancia (Eclo 24,15). Llevar a alguien a un mal olor significa dañar su fama, su consideración (Ex 5,21). El olor delicioso de las mujeres fatuas y sensuales se transformará en pestilencia: «en vez de perfume, podredumbre» (Is 3,24). Los sacrificios ofrecidos a Dios son llamados «aroma delicioso» (Gn 8,21). Aarón recibe la orden de dejar consumirse completamente sobre el altar un carnero: «es holocausto para el Señor: oblación de aroma que aplaca al Señor» (Ex 29,18). En contraste con la creencia de otros pueblos de que Dios consume los alimentos que se le ofrecen, aquí aparece la concepción, más elevada, de que Dios se recrea en el aroma. Según Pablo, el creyente es un vencido de Jesucristo y difunde el evangelio como fragancia. «Doy gracias a Dios, que constantemente nos asocia a la victoria que él obtuvo por el Mesías y que por medio nuestro difunde en todas partes la fragancia de su conocimiento. Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden» (2 Cor 2,14s). En la carta a los Efesios (5,2), el símbolo del buen olor se transfiere al sacrificio de Jesucristo. Pero también los sacrificios de los fieles son un «perfume delicioso», «agradable a Dios» (Flp 4,18). Según Gregorio de Nisa, «el aroma de la unción divina» no es una sensación del olfato, sino de una cualidad intelectual «que, con la respiración espiritual, recibe el aroma de Cristo». En el rito del bautismo, el sacerdote toca los oídos y la nariz del neófito para que su sentido interior se abra al Espíritu divino y a la fragancia del evangelio («in odorem suavitatis»). oro En el pensamiento analógico de Oriente, el oro estaba asociado al sol. Del faraón, el hijo de Ra, dios del sol, se dice que es «la cordillera de oro, que irradia sobre toda la tierra». El despertar del día vale oro: «La hora del alba tiene oro en su entraña». La rareza de este metal, su inmunidad al óxido y su brillo lo convirtieron en un símbolo de la luz celeste. Según los fragmentos mitológicos de Ugarit, la casa celeste de Baal está cubierta de oro y plata. El oro era el metal asociado a Enlil, el dios principal sumerio. En la antigua India, el oro indicaba la inmortalidad. El arca de la alianza, hecha de madera de acacia, estaba recubierta de oro puro por dentro y por fuera; en la placa dorada que la cubría había «dos querubines cincelados en oro» (Ex 25,10-18). El templo de Salomón fulguraba, como casa de Dios, con el esplendor del oro; «lo revistió de oro puro» (1 Re 6,20-30). El oro no es, desde luego, divino -ése fue el sofisma, surgido del pecado, que se utilizó para fabricar el becerro de oro (Ex 32,4)-, pero puede ser símbolo del Dios santísimo. «Si el Todopoderoso es tu oro y lo estinias como plata purísima, El será tu delicia y alzarás hacia El tu rostro» (Job 22,25s). Para el hombre, la corrección es más importante que la plata, y el conocimiento vale más que el oro puro (Prov 8,10). Tiene significado mesiánico el anuncio de Isaías (60,6) de que los que vienen de lejos traerán incienso y oro y anunciarán las «grandiosas acciones del Señor». En cuanto a su valor en la historia de la Salvación, los metales preciosos son únicamente bienes perecederos; la fe en Cristo es mucho más preciosa que el oro aquilatado a fuego (1 Pe 1,7). El oro indica muy genéricamente lo terreno y transitorio (Hch 17,29; 1 Pe 7,18). Por otra parte, en la primera carta a los Corintios (3,12) se menciona el oro entre los metales preciosos que un día resistirán la prueba de fuego del juicio. Al final de los tiempos, el Hijo del Hombre llevará una corona de oro en la cabeza (Ap 14,14). La ciudad celeste «de oro puro, parecido a vidrio claro», representa gráficamente la felicidad de la nueva vida (Ap 21,18). Para los Padres de la Iglesia, el oro es un símbolo del reinado divino; así se interpreta también el don de los sabios que llegan de Oriente, y Gregorio Magno escribe comentando el texto de Mateo (2,11):
manera muy general el ser supraterreno, invisible, y especialmente la glorificación en la nueva Jerusalén. También en los ornamentos y utensilios litúrgicos, el oro ha de entenderse como reflejo de la gloria eterna. En costumbres y tradiciones populares, el niño Jesús lleva una corona de oro, o está sentado (como aparece en diversas regiones de Austria) en un caballo dorado. oso En la Antigüedad, los animales salvajes, aun en Oriente Próximo, eran mucho más numerosos que ahora; la presencia de un oso excitado o acosado por el hambre era una de las experiencias más terribles de los pastores. En Grecia, el oso jugó un cierto papel en el culto de la diosa Artemisa, cuyas sacerdotisas iban vestidas en parte como osas. En la Biblia, el oso se emplea como metáfora de la cólera y la furia. Los muchachos que se burlaron de la calvicie de Eliseo fueron despedazados por dos osos (2 Re 2,24). En los juicios que preceden al día del Señor, el lobo, el oso y la culebra se lanzan sobre Israel (Am 5,19). Dios mismo puede aparecer bajo la imagen de una «osa enfurecida» que asalta a su pueblo infiel (Os 13,8). El autor de las Lamentaciones piensa que Dios, en su ira, lo está acechando como un oso (Lam 3,10). Los animales de presa fantásticos que aparecen en la visión de Daniel (7,4s) significan cuatro imperios; el león con las alas de águila simboliza a Babilonia; el oso, el reino de los medos o, según otra interpretación, el reino de los persas. El Apocalipsis ve «una fiera que salía del mar... con patas de oso y fauces de león» (Ap 13,1s), que simboliza el imperio anticristiano de Roma. En el arte medieval, el oso se empleó como representación del mal; en la escultura románica, los osos se lanzan sobre un hombre. Según una leyenda, el diablo se apareció al obispo Filiberto de Rouen en forma de oso. Pero este animal, manso por naturaleza, puede aparecer también en compañía de los santos (es el atributo de San Gallus) y ser, como el león, símbolo de dominio (animal heráldico). pájaro Los pájaros que vuelan libremente y sin ataduras sobre las cabezas de los hombres pertenecen al reino del aire y de la luz y se convierten en símbolo de estas esferas y de las almas, los espíritus y los dioses que habitan en ellas. Especialmente las grandes aves de rapiña (el halcón en Egipto, el águila en Asia Menor) se consideraban portadores de la manifestación de lo divino y luchadores victoriosos contra el mal. Según una antigua concepción mesopotámica, los muertos llevan en el mundo subterráneo un vestido de plumas, como los pájaros, mientras que los egipcios creían que el alma podía abandonar la tumba en forma de pájaro. En la antigua pintura griega de los vasos se representa con frecuencia a las almas como pequeñas figuras aladas compuestas de pájaro y de hombre; en Homero las almas «gorjean». En algunos mitos y leyendas, los pájaros son los transmisores de la bebida de la salvación; así, se dice que un águila llevó en su pico néctar al pequeño Zeus; los pájaros aparecen también como anunciadores del tiempo y del destino; según una creencia popular que perdura todavía, el mochuelo anuncia con su graznido la muerte. En hebreo no hay ninguna palabra que corresponda a nuestro término «pájaro»; «sippor» («gorjeador») designa sólo a los pequeños pájaros, mientras que «op» («volador») se emplea para todos los animales alados, incluidos los insectos. Las aves de rapiña se consideraban impuras (Lv 11,13ss), porque se alimentan de la carne de otros animales y de carroña, pero quizá también para distanciarse conscientemente del culto a las aves de los pueblos circunvecinos. Los pájaros pequeños son una imagen del hombre atemorizado que huye. En el Salmo 108,2, un creyente abatido se lamenta diciendo que se siente «como pájaro solitario en el tejado». Al hombre amenazado se le compara con frecuencia con un pájaro perseguido: «Liibrate como gacela del lazo o como pájaro de la trampa» (Prov 6,5). Los hombres no conocen su momento y se enredan «como pájaros atrapados en la trampa» (Ecl 9,12). En su acción de gracias por haberse salvado del peligro de la

guerra, David confiesa: «Hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador» (Sal 124,7). Los profetas toman varias veces las imágenes de sus anuncios de juicio y de salvación del mundo de los pájaros; sirva como ejemplo el dicho del Señor en Isaías (10,14): «Mi mano cogió, como un nido, las riquezas de los pueblos; como quien recoge huevos abandonados, cogí toda su tierra, y no hubo quien batiese las alas, quien abriese el pico para piar». Finalmente, las aves pueden servir también para la expiación; así, en las ceremonias mosaicas, un leproso queda purificado (Lv 14,1-7) y se hace expiación por una casa (Lv 14,49-53) con la sangre de un ave degollada y con el vuelo de otra, a la que se le ha devuelto la libertad. En el Nuevo Testamento, los pájaros aparecen como objeto del cuidado divino. «Fijaos en los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan; y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta» (Mt 6,26). Ni siquiera los modestos gorriones, de los que en época antigua se vendían cinco por cuatro cuartos, son olvidados por Dios (Le 12,6). Las aves impuras, especialmente las nocturnas, pueden simbolizar el mal; la Babilonia caída se convierte en morada de demonios, «en guarida de todo espíritu impuro, en guarida de todo pájaro inmundo y repugnante» (Ap 18,2). Cirilo de Alejandría ve en el ave viva del rito mosaico de expiación la palabra celestial dispensadora de vida, y en la degollada, la sangre preciosa del Salvador. En cuadros del nacimiento de Cristo, las aves en vuelo pueden aludir, en sintonía con Lv 14,53, a la purificación del mundo. El niño Jesús jugando con un pájaro en cuadros que representan a la Madre de Dios (por ejemplo, la «Madonna con el verderón», de Rafael) puede entenderse como referencia a la salvación del alma humana. Varias leyendas cuentan que de la boca de algunos santos -como Teresa de Avila- en el momento de su muerte, huyó su alma en forma de pájaro. --> Aguila, cuervo, paloma. palmera De todas las clases de palmeras, la palmera datilera tiene, para los países de oasis, la mayor importancia económica; en ella no hay nada que no supiera aprovechar el hombre oriental. En altura y edad supera con mucho al hombre. En la antigua Mesopotamia, era un árbol sagrado; en representaciones asirias aparece sobre la corona de abanico el dios del sol en el disco solar alado. En Egipto, las palmas eran un símbolo de una vida larga, incluso interminable, y por eso se llevaban en las procesiones funerarias y con frecuencia se ponían en el sarcófago o sobre el pecho de la momia. En monedas romanas, la palmera es símbolo de Judea. Puede haber una resonancia del antiguo simbolismo del árbol de la vida en las palmeras que, en el templo de Salomón, adornaban las paredes y las hojas de las puertas del camarín (1 Re 6,29-35), pero el significado principal de las palmeras parece ser poner de manifiesto la gloria de Yahvé. La nave principal del templo estaba revestida con madera de abeto recubierta de oro y adornada con palmeras y cadenas (2 Cr 3,5); estas últimas simbolizan el límite sagrado que ningún infiel y ningún malvado deben traspasar. La palmera es una metáfora de lo elevado y excelso; de la sabiduría divina se dice que, como una palmera, está elevada en Kades (Eclo 24,18). «El honrado florecerá como palmera» (Sal 92,13). Job dice del que se aparta de Dios: «Antes de sazón se marchitará y su palmera no se pondrá verde» (Job 15,32). Cuando la gente se enteró de que Jesús llegaba a Jerusalén, «salió a recibirlo con ramos de palma, gritando: «¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el que es rey de Israel!» (Jn 12,13). En una visión del Apocalipsis, los mártires, en señal de su honradez y fidelidad a la fe, están vestidos de blanco («han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero») y llevan palmas en la mano, con las que indican que han superado lo terreno y han recibido ya la recompensa eterna (Ap 7,9). En los Padres de la Iglesia, la palmera del Cantar de los Cantares (7,8) es un símbolo de María: «Tu figura se parece a la palmera». El fruto de la palmera (según otra traducción, el

racimo de dátiles) (Cant 7,9) es Cristo. Desde el siglo vii u virr se introdujo la procesión del Domingo de Ramos, ligada a la bendición de las palmas, en recuerdo de la entrada de Jesús en Jerusalén. Según una creencia popular, las palmas benditas (mechones de rama ordinaiJ:jzi~k~rife de palma espinosa, de boj, c> de enebro) deben preservar de !a desgracia. En el arte cristiano, las ramas de palmera son atributo de los mártires; en piedras sepulcrales de la primera época cristiana, pueden ser, además, sencillamente una alusión al premio de la victoria que el cristiano ha recibido después de una vida de lucha. Una palmera entre otros dos árboles es símbolo de la cruz de Cristo; así aparece en el grabado en cobre de Schongauer «Jesús después de la tentación». paloma La forma de hacer el requiebro amoroso, el picoteo, así como el arrullo con el sonido sordo «u» llamaron la atención del hombre sobre la paloma. La llamada de la paloma se interpretó en parte como signo del amor y en parte como sonido de lamento. En todos los lugares en que fue venerada en el antiguo Oriente la diosa del amor, las palomas estaban consagradas a ella. Era el ave sagrada de la Ishtar babilónica, de la Astarté semítica y también de la Afrodita adoptada en la Hélade. En la antigua India se veía en la paloma oscura al mensajero de la muerte. En otros lugares fue considerada por su arrullo melancólico e inquietante como ave del alma. Los antiguos sirios construían palomares sobre sus tumbas. Cuando se cerraron las fuentes del océano primordial, Noé soltó tres veces una paloma. La segunda vez volvió «con una hoja de olivo arrancada en el pico» (Gn 8,11), símbolo de la paz que el Señor iba a otorgar a su pueblo después del diluvio. Las palomas formaban parte de los animales sacrificados en el culto, especialmente por los estratos más pobres del pueblo (Lv 12,8; 14,22). De las dos palomas que había que ofrecer en cada caso, una era para el holocausto y la otra para el sacrificio de expiación. En el Cantar de los Cantares se compara la belleza de la esposa con una paloma: «Tus ojos son como pichones» (Cant 1,15). «Paloma mía que anidas en los huecos de la peña... déjame ver tu figura» (Cant 2,14). «Una sola es mi paloma, sin defecto» (Cant 6,9). En los Salmos, la paloma es símbolo de la velocidad: «¡Quién me diera alas de paloma...!» (Sal 55,7); en otro pasaje, el que confía en Dios se designa a sí mismo como paloma (Sal 74,19). Cuando Jesús fue bautizado, se abrió sobre El el cielo «y vio al Espíritu de Dios bajar como una paloma y posarse sobre El» (Mt 3,16; Me 1,10). La paloma es la manifestación de amor del Padre a su Hijo hecho hombre. «He visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma» Un 1,32). En el envío del Espíritu Santo en forma de paloma Dios revela, en el lenguaje gráfico usual del antiguo Oriente, al rey Mesías elegido por él: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (Mt 3,17). En la escena de la purificación del templo hay que señalar una diferencia en el trato de Jesús con los vendedores de animales y con los de palomas; a los primeros los expulsó del templo con un azote de cuerdas, mientras que a los segundos los censuró sólo de palabra (Jn 2,14ss). Justino el mártir interpretó el bautismo como una repetición del diluvio y a Cristo como nuevo Noé; la paloma de Noé es así una prefiguración del Espíritu Santo. La aparición del Espíritu Santo en forma de paloma, atestiguada en el evangelio, fue fuente de inspiración para todo el arte cristiano; por eso esta ave aparece también en cuadros de la anunciación a María y del milagro de Pentecostés, e incluso repetidas veces en la representación del relato de la Creación (Gn 1,2) en el que se dice: «Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas». La paloma se cierne sobre el púlpito, porque Dios, a través del Espíritu Santo, enseña verdad y sabiduría. El signo de la paloma adorna el ánfora con los óleos sagrados, porque éstos son portadores del poder de la gracia del Espíritu Santo. Orígenes designa a los fieles como palomas; ya en Mateo (10,16) se dice: «Sed ingenuos como palomas». La paloma es el ave del alma en diversas leyendas, según las cuales, cuando muere un santo, ella vuela hacia

el cielo desde el cuerpo sin vida; por ello pasó a ser atributo de Santa Escolástica. pan El pan y el vino son la síntesis de la comida y de la bebida necesarias para vivir. Ya en Babilonia constituían los elementos de la comida cultual; Adapa estaba considerado como panadero divino. El pan, obtenido por la cocción de la harina y la trituración precedente de los granos, se convirtió, para el hombre que mira bajo la superficie, en el símbolo de la transformación del elemento vital, cuyo consumo es indispensable para el mantenimiento de la vida. En el culto de Mitra tenía lugar una comida sagrada de pan y vino en recuerdo de la comida de'Mitra antes de su subida al cielo. En los misterios eleusinos se consumía el kileón (líquido), hecho de harina, agua y especias; de él se esperaba recibir vida divina. La costumbre, ampliamente extendida, de cocer hombrecillos de masa recuerda los cultos en los que se consumía un cuerpo divino en forma de pan. Como elemento principal de la alimentación, el pan podía adquirir también, muy genéricamente, el significado de «comida», «alimento»; esto ocurre ya en el conocido pasaje del Génesis (3,19), según el cual Adán comerá su pan con el sudor de su rostro. El pan es más que una fruta, que se puede coger sencillamente de un árbol; no sólo es un don de la acción conjunta del sol y la tierra, sino también un producto del trabajo humano. El pan y el vino constituyen dones maravillosos de cielo y tierra (Sal 104,15). Sólo los elegidos pueden comer un pan que no ha sido hecho por el hombre, un alimento realmente celestial; así era el maná destinado a los israelitas hambrientos (Ex 16,14x). «El hombre comió pan de ángeles» (Sal 78,25). La sabiduría divina, personificada por el poeta, ha preparado su mesa: «venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado» (Prov 9,5). Al significado del pan como alimento vital en un sentido amplio, espiritualmente realzado, se contrapone el pan material, que no es suficiente para la vida del hombre (Dt 8,3). Jesús responde al diablo, que quería hacerle caer en tentación con pensamientos terrenos después de haber ayunado durante cuarenta días: «No sólo de pan vive el hombre, sino también de todo lo que diga Dios por su boca» (Mt 4,3x). Cuando Jesús pide: «Nuestro pan del mañana dánoslo hoy» (Mt 6,11), se refiere al alimento para el cuerpo y el alma. Cuando se dice que el pan de Dios es «el que baja del cielo y va dando vida al mundo» (Jn 6,33), se puede entender por ello el don de la redención en sentido genérico; pero la afirmación de Jesús que sigue de inmediato se refiere directamente al misterio eucarístico y a la participación consiguiente en la vida divina: «Yo soy el pan de la vida. El que se acerca a mí no pasará hambre» (Jn 6,35). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo: el que coma pan de éste vivirá para siempre. Pero, además, el pan que voy a dar es mi carne, para que el mundo viva» (Jn 6,51). El pan y el vino proporcionan la «comunión» con Cristo. En la última cena, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a los discípulos diciendo: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). En conexión con la muerte en cruz, tenemos aquí uno de los símbolos más profundos: el Salvador se da al entregarse a sí mismo. La Iglesia primitiva entendió el misterio de la eucaristía como una realidad de la presencia del Señor y de la unión vital con El. «Ese pan que partimos, ¿no significa solidaridad con el cuerpo del Mesías? Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos y cada uno participamos de ese único pan» (1 Cor 10,16x). Comer, consumir, significa «recibir en sí». El pan transformado por el «Logos» es símbolo sacramental de Aquél que dijo de sí mismo: «Yo vivo gracias al Padre; pues también quien me come vivirá gracias a mí» (Jn 6,57). El pan puro de trigo empleado en la misa, la hostia, es, en la Iglesia latina, análogo al empleado en la última cena y en la comida pascual. El hacer el signo de la cruz sobre el pan antes de partirlo es una antigua costumbre popular. pastor La estima de que goza el pastor, que conduce su rebaño a los pastos y lo protege de los animales del desierto, se manifiesta en que, entre los títulos reales del Oriente antiguo, la

palabra «pastor» es una de las designaciones más frecuentes. Las insignias de los reyes egipcios, el llamado azote y el cetro, eran originariamente los distintivos del pastor, a saber, el espantamoscas y el cayado. También el mito griego conoce la afinidad esencial entre el pastor y el rey; el hijo del rey, Paris, lleva a pastar su rebaño a las laderas del monte Ida. Dado que, según una antigua concepción, el rey es el representante terreno de Dios, se le contempla también en la imagen del pastor. Tanto en el arte mesopotámico como en el griego se encuentra la figura del pastor llevando al hombro un cordero o un becerro; también el dios griego Hermes fue representado llevando un carnero. Desde luego, no es pura casualidad que David fuera llamado para ser rey cuando estaba a cargo de su rebaño (2 Sin 7,8). El Señor mismo le dijo: «Tú pastorearás a mi puebla, Israel; tú serás jefe de Israel» (2 Sin 5,2). Los príncipes del pueblo son comparados repetidas veces con pastores. El Señor encomendará su pueblo a pastores que lo «apacienten con saber y acierto» (Jr 3,15). Pero también hay príncipes malos, que actúan contra los intereses de sus súbditos; a ellos va dirigida esta frase del profeta: «¡Ay del pastor torpe que abandona el rebaño!» (Zac 11,17). A los pastores terrenos que olvidan su obligación y se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a sus ovejas se contrapone el Señor como buen pastor: «Como sigue el pastor el rastro de su rebaño cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones» (Ez 34,1-10.12). Los que creen en Dios son «ovejas de su redil» (Sal 100,3). Aquellos a los que el Señor conduzca a las praderas «no pasarán hambre ni sed» (Is 49,9x). En el Cantar de los Cantares aparece el esposo divino como pastor que pastorea bajo los lirios (Cant 1,7; 2,16). El «pastorear bajo los lirios» es una imagen del amor nupcial y éste a su vez es símbolo del hombre que ansía a Dios. Por eso no es extraño que también el Mesías prometido aparezca como pastor. El Señor encomendará la soberanía a un solo pastor; en una alusión consciente al pretérito rey David, el enviado de Dios recibe en Ezequiel (34,24) también el nombre de David. El tiempo mesiánico habrá llegado cuando el Señor apaciente como un pastor la multitud de sus rebaños (Is 40,11). Jesús presentó su misión en la parábola del buen pastor. El fue enviado «para las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24). Así como el verdadero pastor se preocupa de las ovejas perdidas, del mismo modo, el Hijo del Hombre «ha venido a buscar lo que estaba perdido y a salvarlo» (Mt 18,llss). Cuando el pastor encuentra la oveja perdida, «se la carga en los hombros, muy contento» (Le 15,5). En contraste con el «mercenario», que abandona su rebaño cuando lo amenaza el peligro, Cristo es el buen pastor que conduce a todas las ovejas, incluso «a las que no son de su aprisco», es decir, también a los no judíos (Jn 10,16). Cristo es el buen pastor, que «se desprende de su vida por las ovejas» (Jn 10,11). Las ovejas que obedecen la voz de su pastor divino «no se perderán jamás» Un 10,27s). Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, encomendó la función de pastor a sus discípulos; a Pedro le dijo: «Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15ss). En la primera carta de Pedro (5,3s) se exhorta a quienes presiden las comunidades a que sean «modelos del rebaño», para que un día puedan recibir del pastor supremo la corona inmarcesible de la gloria. En su función de juez universal, el Hijo del Hombre «separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,32s). Equiparando al pastor con la oveja más valiosa de su rebaño -así hay que entender también el hecho de que Cristo sea a la vez oferente y víctima-, el cordero apocalíptico apacentará a los elegidos y los «conducirá a fuentes de agua viva» (Ap 7,17). Todavía en la Iglesia actual, los sacerdotes que trabajan en parroquias son llamados pastores (en la Iglesia evangélica se les da el nombre latino «pastor»). Los escritos del obispo dirigidos a los fieles de su diócesis son llamados «cartas pastorales». En cierto sentido, el palio que llevan

en las funciones litúrgicas el Papa y los obispos es un símbolo de la misión pastoral; esa banda blanca, guarnecida con cruces negras, está tejida con la lana de dos corderos que todos los años son bendecidos en Roma en la fiesta de Santa Inés. La imagen del Buen Pastor es el motivo más frecuente del arte cristiano primitivo; se encuentra en las pinturas de las catacumbas, en los relieves de sarcófagos, en vasos de oro y en mosaicos; su frecuente representación en pilas bautismales está ligada a la concepción del bautismo como acto que marca la entrada en el rebaño de Cristo, concepción atestiguada con frecuencia en los antiguos escritos cristianos. pecho En el entorno biblico, como también entre los israelitas, un gesto común para expresar el luto y el arrepentimiento era el golpearse el pecho. El profeta Nahún (2,8) relata cómo las esclavas se golpeaban el pecho cuando se llevaban prisionera a su señora. En Ezequiel (23,34) se habla de lacerarse el pecho, en conexión con el castigo de Dios. El pecho materno es imagen de la fecundidad: «bendiciones de pechos y ubres» (Gn 49,25). El que confía en Dios beberá la leche de los pueblos y mamará al pecho de los reyes (Is 60,16). En sentido metafórico, se habla de los pechos del consuelo (Is 66,11). Los pechos de la esposa del Cantar de los Cantares (4,5; 8,10) se interpretaron después como imagen del amor materno de la Iglesia, que protege y alimenta. El publicano arrepentido se golpeaba el pecho diciendo: «Dios mío, ten compasión de este pecador» (Le 18,13). Se consideraba un gesto de familiaridad el apoyarse en el pecho de un amigo durante la comida, que se hacía más bien recostado que sentado; así, el discípulo amado recostó su cabeza en el pecho de Jesús (Jn 13,23; 21,20). Cuando en el Apocalipsis se describe al Hijo del Hombre con un cinturón de oro en el pecho (Ap 1,13), esto hace referencia al lugar del corazón, así como la parte exterior del cuerpo puede designar el órgano central. Ya en los relatos evangélicos se encuentra la bienaventuranza de los pechos de María (Le 11,27). --- > Leche, seno. perla Según una antigua tradición, el nacimiento de la perla se debe a la irrupción de un rayo caído del cielo en una concha abierta; el mito griego habla de que el mismo Zeus bajó como rayo a una concha y engendró a Afrodita. El significado simbólico de la concha se basa en su relación con el agua y, con ella, a la luna, y también en la idea de que la perla se forma en la concha como el embrión en el cuerpo de la madre. En los Vedas se alaba a la concha como remedio siempre eficaz, con el que también se puede vencer a los demonios. En Altira, la perla era gin símbolo del redentor. En el Nuevo Testamento, la perla es una imagen de lo que está sustraído a la tierra, lo celeste. Cuando Jesús dice a sus discípulos: «No déis lo sagrado a los perros ni les echéis vuestras perlas a los cerdos» (Mt 7,6), recoge antiguas concepciones simbólicas que veían en la perla el signo de la luz divina. En las parábolas de Jesús, la perla es una imagen del reino de los cielos; cuando el comerciante que buscaba perlas buenas encontró una de gran valor, «fue a vender todo lo que tenía y la compró» (Mt 13,45s); en otras palabras, para el reino de Dios, único valor imperecedero, ningún sacrificio debe ser demasiado grande. La búsqueda de la perla verdadera conduce a la ciudad celeste, cuyas «doce puertas eran doce perlas, cada puerta hecha de una sola perla» (Ap 21,21); el que pasa por la puerta de las perlas, abandona definitivamente las huellas de lo terreno. Así como en la perla lo divino baja a la tierra, del mismo modo, mediante la perla lo terreno vuelve al cielo. La perla simboliza de manera excelsa la encarnación, el milagro de la concepción y del nacimiento de Cristo. Clemente de Alejandría designa al Logos como perla; con toda lógica, Efrén el Sirio comparó a María con una concha. También en el arte medieval, las conchas son un símbolo mariano. perro El mundo asignado al perro está entre el desierto y la civilización; en el campo ético, entre el bien y el mal y, en el ámbito de lo religioso,

entre el más acá y el más allá. En la antigua Mesopotamia se creía que el perro tenía una relación manifiesta tanto con la vida como con la muerte; era atributo de la diosa de la curación, Gula, y, por otra parte, al demonio femenino Lamastu, causante de la enfermedad y de la muerte, se dedicaban figuras de perros hechos de arcilla. El perro es, en el sentido más verdadero de la palabra, un «animal del umbral»; es el guardián en la puerta del mundo subterráneo (en la saga griega, «kerberos»). Las antiguas concepciones egipcias sobre el soberano del mundo subterráneo estaban mezcladas con la imagen del perro o del chacal (el dios de los muertos, Anubis). El dios hinduista Shiva, el gran destructor, es el «Señor de los perros». La representación del perro como símbolo de la fidelidad se encuentra ya en piedras sepulcrales griegas y en figuras de los vasos. El perro, considerado un animal impuro, era en el Antiguo Testamento una imagen expresiva de lo indecente y despreciable. Un necio que insiste en su necedad es como un «perro que vuelve a su vómito» (Prov 26,11). Los malvados «vuelven por la tarde, ladran como perros, merodean por la ciudad» (Sal 59,6s). Cuando llegue el día del juicio sobre Edom, en sus palacios crecerán espinos y se convertirá en morada de chacales (Is 34,13). Donde viven los chacales se extingue la vida humana (Jr 50,39). El justo implora así a Dios en su angustia mortal: «Líbrame a mí de la espada, mi única vida de la saña del mastín» (Sal 22,21). Así como no se les debe echar perlas a los cerdos, tampoco hay que dar lo sagrado a los perros (Mt 7,6). También en la segunda carta de Pedro (2,22) se mencionan juntos el perro y el cerdo cuando se dice en referencia a los que enseñan falsas doctrinas: «Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan acertado: "El perro vuelve a su propio vómito" y "cerdo lavado se revuelca en el fango"». Pablo llama «perros» a sus adversarios judaizantes (Flp 3,2), lo que no ha de entenderse como sobrenombre injurioso, conforme al sentido actual de la palabra, sino que se refiere en toda su dureza a la indecencia y, en cierto sentido, impureza «de los malos obreros». En el Apocalipsis se dice que los incrédulos y malhechores están excluidos de la ciudad celeste: «Fuera los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras y todo amigo de cometer fraudes» (Ap 22,15). En boca de Jesús la palabra «perro» pierde dureza, pero sirve para distinguir «las ovejas perdidas de la casa de Israel» de los «perrillos» paganos (Mt 15,24ss). En la parábola del rico y el pobre, los perros van a lamer las llagas de Lázaro (Le 16,21); aquí los perros pueden entenderse, en perspectiva simbólica, como anunciadores de la muerte o como guías que indican el camino hacia otro mundo; Lázaro estaba de hecho en el umbral y poco después fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Para los Padres de la Iglesia, los perros que lamen las heridas son un símbolo de los predicadores que, en cierto modo con su lengua (la palabra de Dios), tocan el alma de los pecadores. Con ello enlaza la leyenda de Santo Domingo, según la cual su madre soñó, antes de nacer el hijo, que daría a luz un pequeño perro blanco y negro que con una antorcha en la boca iluminaría a todo el mundo. En la pintura, un perrito deforme simboliza la incredulidad, mientras que un perro blanco y de elegantes proporciones simboliza a la persona creyente (por ejemplo, en los cuadros de los tres reyes). En los siglos xv y xvi, el perro es con frecuencia atributo de las personificaciones de la envidia y de la ira; sin embargo, en cuadros con una pareja (por ejemplo, Zacarías e Isabel) indica la fidelidad conyugal. pescador Junto al cazador y al pastor, el pescador pertenece a los oficios arcaicos que se sentían dependientes por completo de los poderes de la naturaleza. En textos orientales antiguos aparece con frecuencia la figura de un pescador divino; así, en un pasaje se designa también como «pescador» al sumerio Dumuzi. Una fábula hitita cuenta cómo un pescador sin hijos y su mujer criaron como suyo al hijo del dios del sol. El Israel disperso entre las naciones será cazado, por encargo de Dios, por muchos

cazadores, y vendrán numerosos pescadores «para pescarlos . Yo vigilo su conducta, no se me oculta... a, Les pagaré el doble por sus culpas y pecados» (Jr 1,16ss). El Señor lea escogido como ejecutor de la c~!~.Fnt,d divina al imperio caldeo, cuyo soberano «saca con el gancho (el anzuelo) a todos» los hombres que nadan como peces en el mar, los arrastra en la red (Hab 1,14s). A pesar de todos sus esfuerzos, el hombre no puede extirpar por completo el mal sin la ayuda de Dios, como tampoco puede sacar al cocodrilo en el anzuelo o ponerle un lazo de juncos en el hocico (Job 40,25s). En una imagen relativa al futuro, Ezequiel (47,10) describe el torrente que brota del manantial del templo: «Se pondrán pescadores a su orilla... habrá tendederos de redes; su pesca será variada, tan abundante como la del Mediterráneo». Aquí los peces y la pesca expresan simbólicamente la bendición de Dios en el tiempo de la salvación. Los primeros discípulos que Jesús eligió eran pescadores (Me 1,16-20). Cuando Pedro se llenó de espanto por la pesca milagrosa, Jesús le dijo: «No temas: desde ahora lo que pescarás serán hombres» (Le 5,10). Excepcionalmente, citaré aquí un texto apócrifo del Evangelio de Tomás (logion 8); según él, el creyente se parece a un pescador prudente que en su red sacó a tierra muchos peces pequeños, pero los echó de nuevo al mar cuando pudo llamar suyo a «un pez grande y bueno»; es cierto que no se dice a quién o a qué se refiere este pez singular, pero no es descaminado afirmar que se trata de Cristo. La pesca con el anzuelo y la red es uno de los temas más antiguos de la pintura y de las artes plásticas preconstantinianas y simboliza el bautismo y el apostolado. Gregorio Magno afirma, comentando el pasaje de Job antes citado, que Leviatán (personificación del mal en forma de cocodrilo) fue traspasado por el aguijón de la divinidad, porque quiso atrapar la carne del Redentor; en el Hortus deliciarum de la abadesa Herrad von Landsberg aparece el mismo Dios Padre como pescador que captura al monstruo con el anzuelo de la cruz. Una repercusión todavía vigente del simbolismo del pescador es el anillo del pescador («annulus piscatoris), exclusivo del Papa, con la representación grabada de la pesca milagrosa de Pedro, según Le 5,4-10. Red. pez Dado que en la Antigüedad, y todavía en Aristóteles, los peces eran considerados como unisexuales, entraron fácilmente en el simbolismo de la virgen madre divina y de su hijo, el portador de la salvación. Según una saga de la antigua Babilonia, el primer año después de la creación llegó al país en forma de pez Oanes, el dios de la sabiduría, enseñó a los hombres el conocimiento de la agricultura y los introdujo en las ciencias. Visnú, el primer padre del género humano actual, se salvó del diluvio, encarnado en un pez. Ya en el culto de la diosa siria Atargatis había comidas sagradas de pescado; posiblemente esta práctica cultual está ligada al simbolismo de la resurrección atribuido al pez del portador de la salvación (y de ahí la representación de peces en los monumentos funerarios egipcios, micénicos y etruscos). Cuando Jonás, huyendo del Señor en un barco, se vio en medio de una tempestad, pidió a los hombres que iban en el barco que lo arrojaran al mar. «El Señor envió un pez gigantesco para que se tragara a Jonás, y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días con sus noches. Desde el vientre del pez, Jonás rezó al Señor, su Dios.p> Desde el seno del abismo gritó: «Me rodeaba la corriente... Bajaba hasta las raíces de los montes, la tierra se cerraba para siempre sobre mí. Y . sacaste mi vida de la fosa». Por orden del Señor, el pez vomitó al profeta en tierra firme (Jon 2). El vientre del pez es la expresión gráfica de la «profundidad devoradora» (c£ Sal 69,16); el hecho de ser tragado por el pez indica el traspasar los umbrales del más allá; sólo por la palabra de Dios la vida fue devuelta al profeta. Ya en el Antiguo Testamento se compara a los hombres con peces. Así como los peces son atrapados «en la red mortal», así también los hombres se enredan cuando les cae un mal momento (Ecl 9,12). El Señor hace «a los

hombres como peces del mar» (Hab 1,14). Se atribuye significado simbólico a los peces que vivifican el agua maravillosa que mana del templo (Ez 47,9); ellos están en armonía con los árboles que crecen a la orilla del río, cuyas hojas nunca se secan y cuyo fruto nunca desaparece; por eso simbolizan también la vida y la salvación que viene de Dios. Los acontecimientos del relato de Jonás son, según Mateo (12,39s), una prefiguración de la muerte y resurrección de Cristo, «porque si tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del monstruo, también tres días y tres noches estará este Hombre en el seno de la tierra». También en el Nuevo Testamento el pez representa al hombre. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Veníos conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19; cf. también Le 5,10). En el sermón del monte Jesús establece un paralelismo entre pescado y pan, por una parte (como dones del padre bueno), y serpiente y piedra, por otra (Mt 7,10). La multiplicación milagrosa de cinco panes y dos peces y la alimentación de cinco mil personas por obra de Jesús (Me 6,35-44) son un prototipo de la eucaristía. El Señor, después de su resurrección, se apareció en el lago de Tiberíades a sus discípulos, que habían salido a pescar inútilmente. Cuando aún no lo habían reconocido, Jesús les dijo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». En efecto, los discípulos volvieron con la barca llena: 153 peces grandes. Cuando llegaron a tierra, les dijo el Señor: «Vamos, almorzad». Entonces les dio un pez que había asado sobre brasas y pan (Jn 21,3-13). En la interpretación del número 153, algunos autores pensaron que los naturalistas de aquella época conocían 153 especies de peces, que ahora simbolizan a toda clase de hombres a los que llega la red de la Iglesia. Otros, siguiendo la gematría (cambio de las letras de una palabra en sus valores numéricos), usual en la Antigüedad, vieron en el número 153 el número del cordero pascual, con lo que habría también aquí una referencia velada a la eucaristía. El pez (uno solo) asado a la brasa que el Señor dio a sus discípulos para comer (Jn 21,9.13) fue interpretado ya por Agustín como «el Cristo que padece». El significado cristológico del pez, que tiene su raíz en el simbolismo antiquísimo del pez como portador de salvación, fue reavivado por el orden de las letras de la palabra griega «ichthys» («pez»); en ellas se vieron las iniciales de las palabras «Iesous Christos Theou Huvoc >Soter» (Jesucristo, Hijo de Dios. Salvador). En la época de las persec,,zcione, contra los cristianos, la imabun cíL., pez era el signo secreto de reconocimiento de los cristianos; el pozo bautismal fue llamado «piscina» («estanque de peces»). Tertuliano ejemplifica en la imagen del pez el misterio de la gracia bautismal: «Pero nosotros nacemos en el agua, a semejanza de nuestro «ichthys» Jesucristo, y sólo perseverando en el agua encontramos la salvación». En las pinturas de las catacumbas aparece el pez como símbolo de la eucaristía; en las representaciones de la última cena de Jesús se encuentra, hasta el siglo ix, el pez junto al pan y al cáliz. pie Los dos pies sostienen el cuerpo y hacen posible su desplazamiento. Con los pies el hombre permanece pegado al suelo; la huella de sus pies permanece con frecuencia visible durante largo tiempo después de su paso. En el antiguo Oriente y en la Antigüedad en general, el pie era un símbolo del sojuzgamiento; era una costumbre generalizada que el vencedor, como signo de su dominio total, pusiera su pie sobre el enemigo que yacía en el suelo. En algunas representaciones egipcias aparece el rey sobre un escabel formado por enemigos vencidos. Así como la vida es comparada con un camino, del mismo modo los pies, en sentido figurado, juegan un papel. El tropiezo de los pies y el resbalón de los pasos en Sal 73,2 no han de entenderse literalmente, sino que se refieren a la conducta moral y religiosa. «El que habita al amparo del Altísimo» no conocerá la desgracia, «porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos... para que tu pie no tropiece en la piedra» (Sal 91,1.11-12). David dice de sí mismo que su pie se mantiene en el camino recto, porque procede con honradez (Sal

26,11s). Job sabe que sus pies se mantuvieron en las huellas del Señor, «seguían su camino sin torcerse» (Job 23,11). El Señor lo puso todo a los pies del hombre, es decir, se lo dio en propiedad (Sal 8,7ss). Para reafirmar su victoria, Josué mandó traer a los cinco reyes y ordenó a sus oficiales que les pisaran el cuello (Jos 10,24). El vencedor humilla a sus enemigos poniéndolos como escabel de sus pies (Sal 110,1). Como signo de su soberanía, el Señor hace del cielo su trono y de la tierra el escabel de sus pies (Is 66,1). El gesto de quitarse el calzado puede hacerse por humildad y veneración (cf. Ex 3,5); pero la desnudez de los pies puede indicar también miseria y esclavitud. El Señor ordenó a Isaías andar «semidesnudo y descalzo» durante tres años, como signo viviente y como presagio contra Egipto y Cus, cuyos cautivos correrían la misma suerte (Is 20,2ss). El caer a los pies de alguien puede ser un gesto de súplica -como en el caso del jefe de la sinagoga Jairo al pedir la curación de su hija (Me 5,22)-, pero también un signo de adoración (Ap 22,8). La antiquísima costumbre de tomar posesión con los pies, especialmente cuando se trata de tierra, es claramente perceptible en el texto en que los cristianos ricos ponen el precio de la venta de sus bienes a los pies de los apóstoles (Hch 4,35). Refiriéndose al modo de comportarse, Pablo escribe: «Plantad los pies en sendas llanas para que la pierna coja no se disloque, sino se cure» (Heb 12,13). Para reforzar la victoria definitiva, el enemigo mortal es aplastado bajo los pies (Rom 16,20). Los pies pueden ser instrumentos del juicio; quizá hay que entender desde esta perspectiva la descripción apocalíptica del Hijo del Hombre, cuyos pies se parecían al bronce incandescente, como si se hubie~an puesto al rojo en un horno (Ap 1,'15). La fe popular vio en la iglesia de la ascensión del Monte de los Olivos las huellas de los pies que el Señor dejó marcadas en la roca al despedirse. A los santos se les besaban los pies, al no poder besar los del Dios invisible; también era costumbre de los que peregrinaban a la iglesia de San Pedro de Roma besar los pies de la estatua del Apóstol. Piedra angular, piedra básica En el pensamiento analógico de los pueblos del Antiguo Oriente, la piedra básica tenía gran importancia; era la primera piedra de la obra, la que marcaba toda la construcción. De ordinario, era una piedra angular, en la que estaba grabado el nombre del fundador y, en las construcciones religiosas, el de la divinidad correspondiente. Los egipcios señalaban las cuatro esquinas de la piedra depositando objetos portadores de bendición. La colocación de la piedra básica era una tarea sagrada de reyes o sacerdotes. En la frecuente equiparación de casa y cosmos, la colocación` de la piedra básica significa un acto de la cosmogonía; según concepciones indias, toda piedra básica correctamente colocada se encuentra en el centro del mundo. Dios mismo puso la piedra angular de la tierra; El la «fundó» -es decir, puso su piedra básica- y desplegó sobre ella la medida (Job 38,4ss). El Señor aparece como el verdadero constructor del mundo. El pone también sobre Sión «una piedra probada, angular, preciosa, de cimiento». El que construye sobre ella, «el que confía en ella, no vacila» (Is 28,16); esta piedra angular es símbolo del Mesías. En sentido figurado, la piedra angular designa a los dirigentes del pueblo israelita (cf. Zac 10,4). En virtud de su elección, el pueblo de Israel, humillado por otros pueblos, es «la piedra que desecharon los constructores» y que se ha convertido en la piedra angular (Sal 118,22). Al final de la parábola de los viñadores malvados, Jesús se designa a sí mismo como la piedra rechazada por los constructores (Me 12,10). Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo ante el Consejo de Jerusalén que Cristo «es la piedra que desechasteis vosotros los constructores y que se ha convertido en piedra angular» (Hch 4,11); la elevación a piedra angular significa su glorificación; aunque fue rechazado por los hombres, se convierte en la piedra angular de la nueva Jerusalén. Cristo es la piedra angular de la Iglesia,' en la que «la construcción se va levantando compacta, para formar un templo

consagrado por el Señor» (Ef 2,20s). Sólo para los que creen en El y construyen sobre El, esta piedra angular tiene una importancia que supera todo lo demás; para los incrédulos, en cambio, se convertirá en «una piedra para tropezar» (1 Pe 2,7s). Antes de introducir la primera piedra para la construcción de una nueva iglesia en la cavidad rociada con agua bendita, el obispo la sella con una cruz. La piedra angular es símbolo de Cristo; porque «un cimiento diferente del ya puesto, que es Jesús el Mesías, nadie puede ponerlo» (1 Cor 3,11). La piedra angular es el «eje del mundo», el monte sagrado del mundo, y por eso el obispo recita al poner la primera piedra: «Sus cimientos están en un monte santo» (según el Sal 87,1). piedra La dureza de la piedra, su forma muchas veces extraña y la experiencia de que de ciertas piedras se puede obtener fuego parecen indicar -en la concepción del hombre ligado a la naturaleza- la existencia de un poder sobrehumano. Esto es válido especialmente para las «piedras celestes», los meteoritos, en los que se manifiesta la posibilidad de una conexión entre arriba y abajo, entre los distintos planos del ser; aquí ha de mencionarse la Kaaba, en la que hay empotrada una piedra de meteorito de época preislámica. Para los hombres primitivos, la piedra no es algo muerto, sino un ser portador de vida y de fecundidad. Todavía Filón de Biblos habla de «piedras animadas». En Egipto, la piedra era una imagen de la eternidad; cuando el cuerpo humano se descompone, su imagen esculpida en piedra y su nombre grabado deben asegurarle una supervivencia. El Antiguo Testamento censura en numerosos pasajes la veneración de las piedras. «No os haréis ídolos... ni colocaréis relieves en piedra en vuestro país para postraros ante ellos» (Lv 26,1). En contraste con los pueblos paganos, el pueblo de Yahvé no debe «venerar el leño y la piedra» (Ez 20,32). Dios está encolerizado porque los israelitas, en su defección, han derramado libaciones y ofrecido sacrificios a las «piedras lisas del torrente» (Is 57,6). Por otra parte, la piedra -en una concepción purificadase convierte en símbolo del poder divino. Jacob, con la cabeza apoyada en una piedra, tiene el sueño de la escala celeste y llega al convencimiento de que aquella piedra es «casa de Dios» (Bet-El) y de que aquel lugar es «la puerta del cielo» (Gn 28,11-19). En el fuego que brotó de la roca reconoció Gedeón el carácter divino de la aparición que tuvo (Jue 6,21). El querubín protector, con las alas extendidas, se pasea «entre piedras de fuego» (Ez 28,14). El altar se construía de piedras no labradas (Ex 20,25). En el lenguaje gráfico de la Biblia, la piedra es también una imagen de la dureza de corazón (Job <1 1 ,16; Ez 11,19). Las piedras están muertas, pero Dios podría «sacarle hijos a Abraham de estas piedras» (Mt 3,9). Sin Dios, el hombre está también muerto como las piedras; pero el que cree en la «piedra viva», en Cristo, «es edificado como un templo espiritual» (1 Pe 2,4s). La piedra mencionada en los Salmos (118,22), que fue rechazada y, no obstante, elegida, es aplicada por Jesús a sí mismo: «todo el que cae sobre esa piedra se estrellará, y si ella cae sobre alguno, lo hará trizas» (Le 20,17s). El que arremete contra esa piedra se precipita a su perdición, y en el juicio final, la piedra que es Cristo aniquilará a sus enemigos. Cristo es la «piedra para tropezar y roca para estrellarse» (1 Pe 2,8); de la fe en El depende el que sea para uno salvación o perdición. El apoyo de Israel en las propias obras en vez de apoyarse en la fe es una caída en la piedra de tropiezo que constituye Cristo para todos los hombres (Rom 9,32s). Según el Apocalipsis, al que salga vencedor se le dará una piedra blanca en la que hay escrito un nombre nuevo «que sólo sabe el que lo recibe» (Ap 2,17). Ignacio de Antioquía compara a los creyentes con piedras vivas que, por la acción elevadora de la santa cruz, son atraídos a la altura. La mística Mechtild de Magdeburgo llama a Dios «Piedra elevada». Una figura del nacimiento de Cristo que se encuentra repetidas veces en el arte medieval es la piedra que, según Daniel (2,34), se desprende a sí misma del monte.

Piedra angular, roca. piedras preciosas El misterioso encanto de las piedras preciosas estimuló la fantasía de los hombres del antiguo Oriente. Aunque forman parte de la corteza terrestre, su dureza y sobre todo su brillo indican un parentesco con la luz radiante de las potencias celestes. El esplendor de las figuras supraterrenas se compara con el centelleo de las piedras preciosas. Antes de que el héroe babilónico Gilgamés llegara a la hierba de la vida, tenía que atravesar un jardín encantado que daba (como frutos) piedras preciosas. Para los egipcios, el lapislázuli era una piedra sagrada, cuyo color azul indica su origen celeste; los objetos de adorno reales se elaboraban con oro y lapislázuli, para encomendar así a su portador a la protección del sol y del cielo. El escudo que llevaba en el pecho el sumo sacerdote estaba adornado con doce piedras preciosas: carnelita, topacio, azabache, esmeralda, zafiro, diamante, jacinto, ágata, amatista, turquesa, ónice y jaspe; «las piedras llevarán los nombres de los hijos de Israel» (Ex 28,17-21; 39,10-14). Las piedras preciosas, en su número de doce, son una imagen de la gloria refulgente y radiante de Dios, cuyo servidor supremo en la tierra era el sumo sacerdote. Cuando Dios se mostró a Israel y a los ancianos de Israel, tenía bajo los pies «una especie de pavimento de zafiro» (Ex 24,10). El zafiro indica especialmente la cercanía de Dios y la belleza radiante del cielo; el cuerpo de marfil del esposo celeste está «cubierto de zafiros» (Cant 5,14). Daniel (10,6) dice de la figura de un ángel que «su cuerpo era como crisólito». Antes de que el príncipe de Tiro -una figura simbólica del Anticristo, del Lucifer precipitado desde el cielo- fuera presa del orgullo y se considerara a sí mismo Dios, vivía en el jardín de Edén, cubierto con toda clase de piedras preciosas (Ez 28,13). El piadoso Tobit ve la imagen de la Jerusalén restablecida engalanada con zafiros y esmeraldas: «las torres de Jerusalén serán edificadas con oro, y sus baluartes con oro fino. El pavimento de sus plazas será de azabache y piedras de Ofir» (Tob 13,17). Cuando Sión está desolada y abatida, el Señor le da ánimo diciéndole: «Mira, yo mismo coloco tus piedras sobre azabaches, tus cimientos sobre zafiros; te pondré almenas de rubí, y puertas de esmeralda, y murallas de piedras preciosas» (Is 54, l ls). En un acto de imitación y simulación infernales, también la mujer que personifica a Babilonia está adornada con perlas y pedrería (Ap 17,4). Pero, al final de los tiempos, ya nadie comprará las mercancías de Babel, oro y plata, piedras preciosas y perlas, entre otras (Ap 18,1ls). Los justos entrarán en la nueva Jerusalén, en la ciudad celeste, y contemplarán toda la gloria de Dios. El esplendor de la ciudad santa es «como una piedra preciosísima parecida a jaspe claro como cristal» (Ap 21,11). Cada una de las doce piedras angulares de los muros de la ciudad lleva el nombre de un apóstol y está adornada con una piedra preciosa diferente (Ap 21,14.19x). Las doce piedras preciosas que había en el escudo del sumo sacerdote y en la Jerusalén celeste se relacionaron en la Edad Media con los doce meses del año o los doce signos del zodíaco. En el arte bizantino, las cruces están con frecuencia decoradas con una piedra preciosa grande y doce pequeñas; la piedra grande simboliza a Cristo, y las pequeñas hacen referencia a los apóstoles. El zafiro (con frecuencia equiparado erróneamente al lapislázuli) era de ordinario un signo de la santidad; como guardianes de la fe y preservadores de la virtud, los obispos llevaban anillos de zafiro. La verde esmeralda indicaba la pureza y la castidad y se convirtió en símbolo del evangelista Juan y de la Virgen María. El erudito y príncipe de la Iglesia Rábano Mauro buscó un significado simbólico de todas las piedras preciosas; valgan como ejemplo la amatista (= pensar en el cielo con humildad) y el jaspe (= fuerza de la fe). Diamante. plantas Ciertas propiedades naturales y mágicas de las plantas -como el aroma, el poder curativo, el carácter venenoso, el valor alimenticio- hacen

que ocupen un lugar destacado en las creencias y en las costumbres. En el murmullo del árbol, en el perfume de la flor, en la germinación de la semilla, en la maduración de los frutos, se presentía la presencia invisible de poderes divinos. La flor y el árbol son, en su aspecto femenino, fenómenos de origen mítico; los dioses de la vegetación son los hijos muertos y resucitados de la «magna mater», de la naturaleza inmortal. El pequeño jardín de Adonis y la momia de grano de Osiris dan testimonio de la creencia en la resurrección después de la muerte. Entre las plantas que ejercieron un papel en la magia, destaquemos solamente la mandrágora, empleada como narcótico y afrodisíaco, en cuya raíz se veía una figura parecida a la humana. Finalmente, señalemos también la característica común a la mayoría de los pueblos de expresar fenómenos humanos mediante conceptos de la vida vegetal; por ejemplo, árbol genealógico, vástago, crecimiento, fructificar, estar arraigado. Mientras que hasta la creación del mundo vegetal la naturaleza del mundo creado se caracteriza por la polaridad -luz y tinieblas, aguas superiores e inferiores, tierra y mar-, a partir de entonces se manifiesta el desarrollo. Por la palabra de Dios, «la tierra brotó hierba verde que engendraba semilla... y árboles que daban fruto y llevaban semilla...» (Gn 1,12). Cada proceso de nacimiento es un proceso de diferenciación y por eso se dice expresamente de las semillas «según su especie». Dios es propiamente el primer jardinero: El «plantó» un jardín y puso en él al hombre (Gn 2,8). El fue también quien instruyó al hombre en el arte de las plantas de cultivo (Is 28,24-26). Puesto que para el hombre bíblico las plantas están incluidas en el plan creador de Dios, apenas se encuentran en ellas vestigios de uso mágico. Uno de estos raros pasajes está en Ex 30,1416, donde se habla de los «frutos mágicos del amor»; en el Cantar de los Cantares (7,14), las aromáticas «manzanas del amor» -tanto aquí como en el Pentateuco se trata de la mandrágora (en hebreo «duda»)- son únicamente símbolos del amor. La actividad de plantar es una imagen de la acción del Señor, que produce el desarrollo; así, El condujo a su pueblo y lo plantó en su propio monte (Ex 15,17). Pero el pueblo, plantado como cepa noble, se volvió espino (Jr 2,21). El Señor promete a los que confían en El darles «un plantío de salvación» para que el hambre no vuelva a producir la muerte en el país ni tengan que soportar la burla de los pueblos paganos (Ez 34,29). Son innumerables los pasajes en los que las plantas se utilizan como ejemplo o como símbolo. Un proverbio de sabiduría en boca de los necios no es más que una rama de espino en manos de un borracho (Prov 26,9). Así como la tierra produce su vegetación y el jardín hace brotar lo sembrado, «así también el Señor hace germinar la justicia» (Is 61,11). También al hombre se le ve en la imagen de la planta: «El honrado florecerá como palmera, se alzará como cedro del Líbano plantado en la casa del Señor, florecerá en los atrios de nuestro Dios; en la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso» (Sal 92,14x). Finalmente, en lenguaje profético, la idea mesiánica se vincula con la imagen de un vástago, que traerá justicie y salvación (Jr 33, 15x). En las imágenes orales del Nuevo Testamento, las plantas indican el crecimiento interno y son símbolo de la profundidad vital. Plantar y regar son imágenes de la actividad del apóstol; pero Dios es el que hace crecer (1 Cor 3,5ss). «Quitaos de encima toda costra espesa de maldad y aceptad dócilmente el mensaje plantado en vosotros, que es capaz de salvaros» (Sant 1,21). En último término, todos los hombres son «labranza de Dios» (1 Cor 3,9), y precisamente las cosas tan naturales e incluso insignificantes como la semilla que germina irradian en las parábolas de Jesús la gloria oculta del reino de los cielos. El reinado de Dios «se parece al grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta: creció, se hizo un árbol y los pájaros anidaron en sus ramas» (Le 13,18x). Las plantas pueden ser imagen del hombre: «La buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los secuaces del Malo» (Mt 13,38). Al hombre se le conocerá por sus frutos, es decir, por sus acciones; «un árbol sano no

puede dar frutos malos, ni un árbol dañado puede dar frutos buenos» (Mt 7,17-20). Finalmente, las fuerzas vegetativas simbolizan el nacimiento interior y la voluntad del hombre, y a ello se refieren estas palabras de Jesús: «El plantío que no haya plantado mi Padre del cielo será arrancado de raíz» (Mt 15,13). Desde la Antigüedad se mantuvo ininterrumpidamente la tradición de que las flores, arbustos y árboles que crecen en las tumbas son símbolo de la supervivencia del hombre. El nuevo crecimiento de la vegetación en primavera se vivió de manera consciente como ejemplo de la salvación pascual. Según Máximo de Turín, la «carne del Señor» brotó en tiempo de Pascua «de la tumba como una floración radiante». El nacimiento de la mandrágora a ras de tierra y sin guía es en la patrística una imagen de la generación nacida de Adán, que prolifera en la tierra oscura, pero anhela la luz del cielo y, finalmente, es coronada con la cabeza del Logos. En las leyendas, el crecer, ponerse verde y florecer en circunstancias no naturales alude a la fuerza de lo sagrado. En el momento de la muerte de Santa Teresa de Avila comenzó a florecer un árbol que llevaba mucho tiempo seco. Las hierbas medicinales, las flores e incluso los árboles pueden hacer referencia a la Virgen María; según Konrad de Würzburg, ella es la «caña de azúcar» en la que está el jugo de todas las dulzuras; ella es la «botica deliciosa» y por eso en los pintores del gótico tardío aparece con frecuencia en una alfombra de césped llena de plantas medicinales. -> Arbol, flores. plata El blanco radiante de la plata es una imagen de la pureza y de la purificación. Así como el color del oro se relaciona con el sol, del mismo modo el de la plata se relaciona con la luna. En la necrópolis real de Ur se encontró una barca de plata en forma de luna creciente; es la esplendorosa canoa del dios lunar Sin. Desde la Antigüedad hasta la alquimia del Medioevo tardío se vio el oro como un elemento de índole solar, mientras que en la plata se reconoció un significado lunar. En el mito hitita aparece la plata personificada como seguidora del padre de los dioses. El que se dirige a Dios recibe, en vez de bronce, oro, y en vez de hierro, plata (Is 60,17). Debido a su resplandor blanco, la plata se empleaba como símbolo de purificación. Como una especie de ofrenda de expiación, como «rescate por sí mismo», el Señor pedía a cada israelita «cinco gramos de plata, según el peso del templo» (Ex 30,12s). «Oh Dios, nos pusiste a prueba, nos refinaste como refinan la plata» (Sal 66,10). Las palabras del Señor se comparan con plata pura (Sal 12,7). En el juicio divino dos tercios serán arrancados; el tercio restante será acrisolado como el oro, acendrado como la plata (Zac 11,9). El Señor de los ejércitos se parece al fuego del fundidor: «se sentará como fundidor a refinar la plata, refinará y purificará como plata y oro a los levitas» (Mal 3,3). En la segunda carta a Timoteo (2,20), Pablo menciona los utensilios de oro y plata destinados a usos nobles, y los de madera y barro, que se emplean para usos menos nobles. Pero, en último término, lo decisivo no es el material -sea oro, plata, madera o paja -sino únicamente el construir sobre Jesucristo como verdadero fundamento (1 Cor 3,lls). El oro hace referencia a Cristo, la plata, a María, cuya madre Ana, como madre del platero, fue declarada patrona de las minas de plata. En sintonía con los Salmos, que comparan la palabra de Dios con la plata, este metal precioso sirve también como referencia simbólica a la verdad del mensaje anunciado por los evangelistas. plomo En la Antigüedad, el plomo se obtenía principalmente como subproducto de la plata; era imagen de lo que carece de valor y de nobleza. Como el oro y la plata, no es inoxidable y parece indicar con ello la caducidad y la mancha terrenas. En la tradición hermética, el plomo, como metal «enmohecido y caótico», pertenecía al planeta Saturno. El Señor habla así a la Jerusalén pecadora: «Te limpiaré de escoria en el crisol, separaré de ti la ganga» (Is 1,25). Cuando el ejército del Faraón quería perseguir a los judíos a través del Mar

Rojo, los egipcios «se hundieron como plomo en las aguas formidables» (Ex 15,10). En el horno de fundición de Dios, la casa de Israel se convirtió en escoria: «todos ellos son cobre y estaño, hierro y plomo; se han convertido en escoria» (Ez 22,18). El plomo es más pesado que los otros metales; en lenguaje simbólico, es más pecador y por ello se hundirá más profundamente. Un hombre sin perspicacia, un necio, es más pesado de sobrellevar que el plomo (Eclo 22,14). Gregorio Magno compara a los judíos, que no se impregnaron suficientemente de la palabra de Dios, con plomo blando, del que se puede borrar fácilmente lo escrito en él. polilla La polilla del vestido, que roe especialmente el tejido animal t lana), es mencionada con frecuencia en la Biblia como imagen de la destrucción. Job (27,18) compara la destrucción de una casa que pronto se hundirá con la construcción de un capullo de polilla. Yahvé destruye «como polilla» la magnificencia del hombre; «el hombre no es más que un soplo» (Sal 30,12). La comparación con la polilla pone de manifiesto la caducidad y transitoriedad del hombre (Job 4,19). Los enemigos del Siervo de Dios se deshacen como un vestido, «la polilla los consume» (Is 50,9). El juicio divino es comparado con la actividad destructora de la polilla; así amenaza el Señor: «Pues yo soy polilla para Efraín, carcoma para la casa de Judá» (Os 5,12). Finalmente, la polilla ilustra también la maldad femenina. «Porque del vestido sale la polilla y de una mujer la maldad de otra» (Eclo 42,13). Jesús exige apartarse con decisión de los tesoros manifiestamente perecederos; no hay nada que no esté amenazado por la polilla, la carcoma o el robo (Mt 6,19s). «Vended vuestros bienes y dadlo en limosnas; haceos bolsas que no se estropeen, un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni echa a perder la polilla» (Le 12,33). También en la carta de Santiago (5,2) se advierte a los ricos: «Vuestra riqueza se pudrirá, vuestros trajes serán consumidos por la polilla». pozo En sentido muy genérico, los pozos y los manantiales con agua corriente son imágenes del fortalecimiento y purificación corporales y espirituales. El lugar de refrigerio («locus refrigerii») se convirtió en una referencia oral al paraíso. A la Kaaba de la Meca, el más importante santuario islámico, está unido un pozo sagrado; de él beben los peregrinos y se llevan agua a sus hogares. El brotar y manar del agua se transfiere al germen y al brote vegetales, convirtiéndose así en símbolo de la fecundidad; recuérdese el «pozo del feto», el lugar prenatal de permanencia de los seres concebidos. Los pozos de los patriarcas tienen «agua saludable», que Dios dio a sus elegidos. Cuando los filisteos cegaron con tierra los pozos de Abraham, pretendieron, en lenguaje simbólico, apartar a los israelitas de la fuente de agua divina (Gn 26,15). Dios mismo es el «manantial de agua viva» (Jr 17,13), el pozo de la salvación. Cuando el pueblo se apartó del camino de Dios, abandonó la «fuente de agua viva, y se cavó aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jr 2,13). Los aljibes no tienen agua que borbotea (agua viva), sino agua detenida (muerta). En sentido figurado, la palabra pozo designa el seno femenino dador de vida (Lv 20,18). Yahvé dice a los que anhelan la salvación: «Mirad la roca de donde os tallaron, la cavidad de pozo de donde fuisteis excavados; mirad a Abraham, vuestro padre; a Sara, que os dio a luz» (Is 51,1s). Cristo es la «fuente de vida», en la que los fieles se salvan «por su misericordia, mediante el baño regenerador y renovador del Espíritu Santo» (Tit 3,5). Cuando la samaritana pregunta a Jesús: «¿Vas a ser tú más que nuestro padre Jacob, que nos dejó este pozo?», El le responde: «El que beba el agua que yo voy a dar nunca más tendrá sed: porque esa agua se le convertirá dentro en un manantial que salta dando una vida sin término» (Jn 4,7-14). E1 pozo de Jacob es una imagen del judaísmo de la ley, al que se contrapone el manantial alimentado por la verdadera doctrina de Cristo.

Mechtild de Magdeburgo habla del «pozo de la divinidad eterna». Un motivo frecuente en la pintura románico-carolingia de los libros fue el pozo de la vida, en el que los más diversos animales apagan su sed. En un altar de Gante, obra de los hermanos van Eyck, el manantial celeste se divide en siete rayos, que indican los siete dones del Espíritu Santo. Con la contemplación mística de la pasión de Cristo, se introdujo en la baja Edad Media el motivo del pozo de sangre: la sangre del Crucificado o del varón de dolores fluye a un pozo, en el que se bañan Adán y Eva, u otras personas necesitadas de redención. De varios santos se dice que excavaron pozos y por eso llevan uno como atributo, por ejemplo, Clemente Romano. Cueva. primicia, primogénito La costumbre de una ofrenda de primicias es conocida en muchos pueblos primitivos. Tribus cazadoras ofrecían la primera pieza conseguida o una parte de ella al comienzo de la estación de la caza; esta acción iba acompañada con frecuencia de palabras de acción de gracias y de petición de éxito en futuras cacerías. En Egipto, la primera espiga, cortada por el mismo rey, era consagrada a Min, el dios de la fertilidad. Las primicias ofrecidas a Dios -sean plantas o animales- expresan el reconocimiento de la soberanía divina; todas las criaturas son, en último término, propiedad suya. Los árabes preislámicos ofrecían, durante la fiesta de la Primavera, primicias de los rebaños. La palabra griega «aparchae» (primicia, ofrenda primicial) manifiesta que también en el ámbito egeo se conocía la costumbre de consagrar el todo mediante la ofrenda de una parte. El filósofo Aristóteles, en su Etáca a Nicómaco, sostiene la opinión de que la ofrenda de primicias es la forma más antigua de ofrenda. Mediante la ofrenda de las primicias, los israelitas reconocían que toda la cosecha pertenece a Dios. Del nuevo grano sólo se podía comer después que Yahvé había obtenido su parte (Lv 23,14). «Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, las primicias de tus frutos» (Ex 23,19). Los frutos primiciales llevados al santuario eran recibidos por el sacerdote y colocados ante el altar (Dt 26,2ss). Las frutas no debían comerse durante los tres primeros años de producción -eran como el «prepucio» de los árboles «incircuncisos»-; el cuarto año eran ofrecidas al Señor como rescate, y sólo a partir del quinto año podían comerse (Lv 19,23ss). La parte consagrada ejerce un influjo sagrado sobre el conjunto; así, Israel es la parte consagrada entre los pueblos de la tierra, y el mismo Dios dijo: «Israel es mi hijo primogénito» (Ex 4,22). Debido a que el faraón se negó a dejar salir de Egipto a los israelitas, que eran los primogénitos de Yahvé, todos los primogénitos de Egipto sufrieron la muerte (Ex 12,29). El término veterotestamentario «bekór» designa el primer nacido del hombre y del ganado. En representación de todos los demás, los primogénitos son propiedad del Señor; por eso ordenó a Moisés: «Conságrame todos los primogénitos israelitas: el primer parto, lo mismo de hombres que de animales, me pertenece» (Ex 13,2). Ya Abel ofrecía las primicias y la grasa de sus ovejas (Gn 4,4). El sacrificio del hijo primogénito que se hacía en los pueblos circundantes fue aborrecido por los israeli tas (cf. 2 Re 3,27); más aún. se afirma expresamente que tales «costumbres, execrables» son propias de las naciones que el Señor había expulsado ante los israelitas (2 Re 16,3). Si en Ex 22,28s y 34,19s se mencionan juntos el rescate de los primogénitos humanos y la ofrenda de los primogénitos animales, esto indica únicamente que unos y otros pertenecen a Yahvé. El primogénito humano era ofrecido sólo simbólicamente. En lugar de aquellos que, como primogénitos, tendrían que haber servido directamente al Señor, fue designada la tribu de Leví; los levitas estaban en cierto modo consagrados al Señor en sustitución de todos los primogénitos (Nm 3,12s). Cuando Job dice que los miembros de los incrédulos son devorados por el «primogénito de la muerte», expresa con ello que también la muerte y los poderes que le pertenecen son, en último término, propiedad de Dios y están a su servicio. El profeta Zacarías habla de un día futuro, en el

que los habitantes de Jerusalén mirarán «al que han traspasado...; llorarán como se llora a un primogénito». Así como Dios es «el primero» (Is 44,6), es decir, el origen de todo ser, así Cristo es el primogénito introducido por El en el mundo y al que deben venerar todos los ángeles (Heb 1,6). Cristo es «imagen de Dios invisible, nacido antes que toda criatura...; El es antes que todo y el universo tiene en El su consistencia» (Col 1,15.17). Con ello se afirma claramente que toda salvación sólo puede venir de El, pero que también (como primogénito) está ante Dios en representación de todos los hombres y está consagrado a E1 de manera especial -hasta el sacrificio de su muerte, que es el presupuesto para la resurrección-. Si por Adán todos mueren, del mismo modo por Cristo, «primer fruto de los que duermen», todos recibirán la vida (1 Cor 15,20.22). «El es el principio, el primero en nacer de la muerte, para tener en todo la primacía» (Col 1,18). Sus seguidores, que poseen «el Espíritu como primicia» (Rom 8,23), constituyen «la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo» (Heb 12,23). Los 144.000 fieles del Apocalipsis (14,4) -e1 millar del número simbólico que indica «plenitud»: 12 veces 12fueron adquiridos «como primicias de la humanidad para Dios y el Cordero»; la afirmación de que «no se pervirtieron con mujeres» y permanecieron «vírgenes» no debería entenderse como rechazo absoluto de la sexualidad, sino en el sentido de que ellos estuvieron por encima y no bajo sus impulsos sexuales. El que quiera entrar en el Reino de Dios ha de ofrecer a Dios sus propias primicias, los impulsos que están únicamente dirigidos a la satisfacción personal, y, de este modo, convertirse en «don de primicias» (Sant 1,18) entre las criaturas. Puerta, portón La puerta posibilita o impide el paso según esté abierta o cerrada. Con puerta y portón está unida la idea del umbral entre dos ámbitos, el exterior y el interior, el hoy y el mañana, lo profano y lo sagrado. El lenguaje de los mitos y religiones del antiguo Oriente menciona puertas del cielo y del mundo subterráneo; porque el abandonar este mundo es entrar en el más allá. Los egipcios ponían con frecuencia figuras de leones a la entrada de sus templos para protegerlos de los poderes demoníacos. En la mayoría de las pirámides, las inscripciones del espacio intermedio entre la antecámara y la cámara del sarcófago hacen referencia a una «puerta elevada», a la que se designa muchas veces como «puerta de la Nut» (es decir, puerta del cielo). Algunas tradiciones de la antigua Mesopotamia hablan de guardianes divinos de puertas en las entradas del cielo y del mundo subterráneo. Los romanos tenían un dios propio de la entrada a la puerta, el Jano de dos caras. La idea de una puerta entre el más acá y el más allá era también familiar al pensamiento bíblico. Cuando Jacob despertó del sueño en el que vio la escala celeste, dijo: «Qué terrible es este lugar: es nada menos que la morada de Dios y la puerta del cielo» (Gn 28,17). En un salmo de expiación, el rey de Judá Ezequías se lamenta de que, a mitad de su vida, tenga que irse «hacia las puertas del mundo subterráneo» (Is 38,10). El espacio libre que había junto a las puertas dentro de los muros de la ciudad era el centro de la vida pública. En él se ejercía el derecho y se pronunciaba sentencia (cf. Rut 4,111; 2 Sin 15,2; Job 31,21). De la posesión de la puerta dependía la posesión de toda la ciudad; por eso «las puertas de Sión» designan metonímicamente toda la ciudad de Dios. «El Señor prefiere las puertas de Sión a todas las moradas de Jacob» (Sal 87,2). «Tomar posesión de las puertas de los enemigos» significa conquistar sus ciudades (Gn 22,17). Cuando el Señor se encoleriza y retira su favor, las puertas de Judá «desfallecen, se inclinan sombrías» (Jr 14,2). Sentarse «a la puerta del rey» -es decir, a la puerta del palacio real- significa gozar de su confianza, como aparece en el relato de Mardoqueo en el palacio persa (Est 2,19.21; 3,3). En sentido figurado, la puerta significa sencillamente fin, límite. Dios «cerró el mar con una puerta cuando salía impetuoso del seno materno» (Job 38,8). Los que estaban «a

las puertas de la muerte» pueden ser salvados por el Señor; El puede destrozar «las puertas de bronce» y hacer saltar «los cerrojos de hierro» (Sal 107,16.18). En el Nuevo Testamento se desarrolla todo el significado escatológico de puerta y portón como acceso a la filic~ e ¡dad eterna. Cuando en una ocasión le preguntaron a Jesús cuántos se salvan, respondió: «Forcejead para abriros paso por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Una vez que el dueño de casa se levante y cierre la puerta, por mucho que golpeéis la puerta desde fuera gritando: "Señor, ábrenos", El os replicará: "No sé quiénes sois"» (Lc 13,23ss). También las vírgenes necias se encuentran la puerta cerrada, mientras que las prudentes entran con el novio a la fiesta nupcial (Mt 25,1-12). La puerta cerrada es una imagen de la posibilidad desperdiciada de la salvación. El punto culminante del simbolismo bíblico de la puerta es el testimonio de Jesús sobre sí mismo: «Yo soy la puerta: el que entre por mí estará al seguro» (Jn 10,7ss). Aquel a quien se le abre la «puerta de la fe» (Hch 14,27) puede seguir el camino de la salvación. El anuncio de la buena noticia es una «puerta de la palabra» (Col 4,3). Las palabras del Señor al ángel de la iglesia de Laodicea hacen referencia a la puerta del corazón de sus habitantes: «Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,20). La Jerusalén celeste tiene doce puertas y cada una de ellas consta «de una sola perla» (Ap 21,21); en las puertas se manifiesta ya el maravilloso esplendor de toda la ciudad, es decir, la gloria de Dios. Las puertas no se cerrarán y, sin embargo, por ellas no entrará nada impuro (Ap 21,25ss), conforme a su funcién de ser al mismo tiempo paso y Ií-mite. Según una concepción simbólica, 1a entrada a la iglesia es el Salador, que se designó a sí mismo como «puerta» (Jn 10,7); en su justicia mantiene alejados a los incrédulos, pero a los fieles les abre el camino del santuario. A la identificación de puerta de la iglesia y puerta del cielo corresponden con frecuencia las representaciones de las entradas, por ejemplo, las vírgenes prudentes y las necias y -en el tímpano -e1 tema del juicio final. La creencia popular se interesó sobre todo por la figura de Pedro, que con su doble llave (símbolo del poder de atar y de desatar) abre las puertas del cielo. La visión del profeta Ezequiel (44,1ss) de la puerta del santuario orientada a levante, en la que sólo puede detenerse el «príncipe», se aplica a María; de ella dice San Ambrosio: «Está cerrada, porque es virgen; es puerta, porque Cristo entró por ella... Esta puerta miraba a oriente... porque dio a luz al comienzo, al sol de justicia». Puntos cardinales Debido al curso diario del sol, los puntos cardinales del oriente y del poniente adquirieron un significado especial. De un lado del cielo parecen venir la luz, el calor y la vida, mientras que el lado del poniente denota frío, tinieblas y muerte. Las necrópolis egipcias solían estar situadas en la parte occidental del país; en lenguaje eufemístico se designaba a los muertos como los «occidentales»; los muertos eran colocados de manera que pudieran mirar a la salida del sol. Para el parsismo, los malos demonios habitan en el norte, donde reinan eternamente el frío y la oscuridad. Por otra parte, también los dioses pueden vivir en el norte inaccesible; el dios fenicio Baal tenía el epíteto de Baal Sefon, es decir, Señor del norte. El que sostiene las esquinas del mundo es su soberano. Según un mito babilónico, Shamash colgó las cuatro esquinas del mundo en el cielo. En las esquinas del mundo, limitado por el zodíaco, se divisaban las constelaciones Taurus, Leo, Aries y Acuario. La orientación solía hacerse por la salida del sol, es decir, hacia oriente, designado también «delante», desde la posición del que se orienta. En el punto cardinal del levante estaba el jardín Edén (Gn 2,8). Esta concepción del hombre expulsado del paraíso, derivada de la visión espaciotemporal, no debe hacer olvidar que el lugar del origen estaba en el centro del ser; de allí fluían los cuatro ríos del paraíso (Gn 2,10-14)

a los cuatro puntos cardinales. El número cuatro indica en general los puntos cardinales y es, por tanto, un símbolo de la totalidad cósmica. Imitando la construcción del mundo, es decir, en armonía con él por voluntad de Dios, el altar debía tener «cuatro esquinas»; los «cuernos en sus cuatro esquinas» (Ex 27,1s) están en correspondencia con las cuatro esquinas del mundo. También el recinto sagrado del templo tenía cuatro esquinas y con sus cuatro lados miraba exactamente a los cuatro puntos cardinales (Ez 42,15-20). Al altar terreno corresponde el trono celeste de Dios, que estaba rodeado por cuatro seres vivientes (con los rostros de hombre, león, toro y águila) (Ez 1,10); «los cuatro seres vivientes caminaban de frente» (Ez 1,12). Los cuatro puntos cardinales pueden indicarse también por los cuatro vientos; en un sueño de Daniel (7,2), «los cuatro vientos agitaban el océano». El norte es un punto cardinal inquietante, en el que habitan los poderes ocultos al hombre; allí está el «monte de Dios» (Is 14,14). «Altura hermosa, alegría de toda la tierra es el monte Sión, el extremo norte, la ciudad del gran rey» (Sal 48,3). En el culto sacrificial, el lado norte del altar es especialmente santo (Lv 1,11). Pero del norte viene también el juicio destructor sobre Israel (Jr 1,14): «Yo traigo del norte la desgracia, una gran calamidad» (Jr 4,6). De oriente, de levante, vinieron los tres sabios para adorar a Jesús (Mt 2,1). Según el Apocalipsis, también el ángel bueno, que lleva el sello del Dios viviente, viene «de la salida del sol»; y llama «a voz en grito a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y al mar» (Ap 7,2). Los cuatro ángeles están «cada uno en un ángulo de la tierra» y retienen a los cuatro vientos de la tierra (Ap 7,1). Como ya ocurría en la visión de Ezequiel, también en el Apocalipsis cuatro seres (que tienen, respectivamente, rostro de hombre, de león, de toro y de águila) llevan el trono de Dios (Ap 4,6s); en los seres vivientes, los cuatro puntos cardinales, es decir, el mundo entero, rinden «gloria y honor y gracias» a Dios (Ap 4,9). Como signo de rechazo a los poderes del mal y de las tinieblas, los antiguos neófitos cristianos escupían hacia occidente y luego se giraban hacia oriente para saludar a Cristo, el «sol salutis». Así hay que entender también la dirección hacia oriente de la nave de la Iglesia, atestiguada ya por Tertuliano: la marcha de los bautizados con sus vestiduras blancas desde la piscina bautismal, situada en el lado occidental de la Iglesia, hasta el altar, en el lado oriental, era un camino simbólico de la muerte a la resurrección. Según una interpretación mística del nombre de Adán como unión de las iniciales de las palabras griegas que designan los cuatro puntos cardinales («Anatole», «Dysis», «Arktos» y «Mesembria»), el hombre originario -antes de la primera caída- aparece como símbolo de la totalidad cósmica. A partir de los Padres de la Iglesia se encuentra la relación simbólica de los cuatro puntos cardinales a los cuatro brazos de la cruz de Cristo. En algunas pinturas de libros medievales se representa al mundo en forma de círculo; en el centro está Cristo y de El salen los cuatro ríos del paraíso y la enseñanza de los cuatro evangelistas al mundo entero; con frecuencia se introducen también en esta cruz axial cósmica los cuatro grandes profetas del Antiguo Testamento, las virtudes cardinales y los cuatro elementos. púrpura Se llama púrpura tanto a la purpurina, cuyo color oscila entre el rojo y el violeta, como al material coloreado. La púrpura auténtica, obtenida del líquido que segrega el molusco de este mismo nombre, estaba reservada, debido a su elevado precio, a los dioses y a los reyes. La mitología hace referencia a Fenicia como lugar de origen de la tintorería de la púrpura: el dios Melkart fue el primero que tintó de púrpura un vestido para su amada. La vestidura de este color era en Persia un privilegio de los soberanos aqueménidas, y en Roma, de los césares. Entre los israelitas era ya conocida en la época de la salida de Egipto y se utilizó en el culto del Señor en la confección de las cortinas de la tienda de la fundación y en los ornamentos del sumo sacerdote (Ex 28,2-5.31.36). También las cortinas del templo eran de color púrpura (2

Cr 3,14), considerado como símbolo de soberanía, tanto divina como terrena. El trono de Salomón estaba tapizado de púrpura (Cant 3,10), y Daniel recibió como distinción regia un vestido de púrpura y una pulsera de oro (Dn 5,29). Del uso religioso de los «paganos» se conocen ídolos revestidos de púrpura (Jr 10,5.9). La púrpura puede ser también sencillamente una imagen de la riqueza y del lujo; precisamente las alfombras artísticas y los vestidos de púrpura son una especie de símbolo del estatus de la «mujer hacendosa» (Prov 31,22) En la parábola del rico libertino, éste se vestía de púrpura y lino finísimo (Le 16,19). El «manto de púrpura» que le pusieron a Jesús para burlarse de El (Mt 27,28) debía ser un manto rojo ordinario de soldado, pero que en este caso se utilizó simbólicamente como vestidura regia para el «rey de los judíos». En el Apocalipsis (17,4), «la gran prostituta», «la abominación de la tierra», va vestida de púrpura y escarlata; también ella es en cierto sentido una soberana, aunque sólo de los que no reconocen a Dios. La púrpura de color rojo intenso de los cardenales es signo de dignidad y (en el color rojo «sangre») de la disposición al martirio. Según el escritor eclesiástico Sicardo de Cremona (hacia el 1200), el color púrpura hace referencia a la sangre de Jesús. Tomás de Aquino relaciona los colores que aparecen en la liturgia del Antiguo Testamento (Ex 25-28) con conceptos de valores cristianos: el blanco = pureza, el jacinto = deseo del cielo, el carmesí = el amor, el púrpura = el martirio. En las representaciones artísticas, Cristo lleva el manto de púrpura después de la resurrección y a veces, en calidad de Cristo Rey, también en la cruz. Querubín y serafín Las concepciones del antiguo Oriente utilizaban seres mixtos para ilustrar los representantes de un mundo incomprensible al hombre, cuyo ámbito de influencia puede estar entre lo divino y lo demoníaco. Estos seres ocupan la categoría de genios y, como signo de su rango supraterreno, se los representa con alas. En Egipto, los dioses Isis y Neftis ejercen en parte este papel subalterno; bajo forma de serpiente, vigilan las puertas del mundo subterráneo; como seres alados antropomorfos, protegen la momia en el sarcófago. La diosa Karibu, de la antigua Mesopotamia, guardaba la puerta del santuario y tenía acceso a él. En el arte asirio, hombres alados con cabeza de águila rodean el árbol de la vida, y hombres alados bajo figura de toro son los guardianes a la entrada de templos y palacios. En el Antiguo Testamento los querubines aparecen sobre todo como seres mixtos. Se distinguen de las figuras mitológicas afines del entorno bíblico en que nunca se les atribuye un papel cultual de mediadores. Ellos son los guardianes de los centros sagrados de la vida. Después del pecado original, el Señor colocó «a los querubines y la espada llameante que oscilaba, para cerrar el camino del árbol de la vida» (Gn 3,24). Eran también guardianes del Altísimo los querubines con dos rostros, uno de hombre y otro de león, que vigilaban la entrada y todas las paredes del templo (Ez 41,17-20). Yahvé imparte su revelación entre los dos querubines repujados en oro que hay sobre el arca (Ex 25,22). Moisés oyó la voz de Dios «que le hablaba desde la placa que cubre el arca de la alianza, entre los querubines» (Nm 7,89). Los querubines indican la cercanía o la presencia de Dios; El cabalga sobre ellos (2 Sm 22,11) y reina sobre ellos (2 Re 19,15). En una visión de Ezequiel, los querubines -en forma humana, con cuatro rostros y cuatro alas- forman el carro viviente del trono de Dios (Ez 1,5s). También los serafines son signos de la presencia de Dios. En la visión de la vocación de Isaías, su aspecto se caracteriza por tres pares de alas (Is 6,2). La palabra «saraf» («arder») designa, desde al ángulo puramente lingüístico, una serpiente venenosa de fuego (Nm 21,6-9; Dt 8,15) y una serpiente voladora (Is 14,29); pero los serafines no tienen figura de serpiente. Su relación con el fuego se manifiesta en que uno de ellos tocó con un ascua del altar los labios de Isaías, purificándolo así de su pecado (Is 6,6).

Los cuatro vivientes del Apocalipsis que rodean el trono de Dios aparecen como seres cósmicos «llenos de ojos por un lado y por otro» (Ap 4,6); los ojos son símbolo de las estrellas. Su aspecto tiene gran parecido con los cuatro seres vivientes de la visión de Ezequiel, pero sus seis alas (Ap 4,8) recuerdan a los serafines. Pablo, en la carta a los Hebreos (9,5), alude a «los querubines que cubrían con su sombra el lugar de la expiación»; tanto ellos como la lámpara y el altar de oro para el incienso no son más que «símbolos de lo celeste», a los que Pablo contrapone «las realidades celestes» (Heb 9,23s). Dionisio Areopagita distingue en la jerarquía celeste nueve coros angélicos; en primer lugar están los serafines. En las representaciones artísticas aparecen siempre con seis alas, dos de ellas extendidas hacia adelante para cubrirse frente a la gloria de Dios. Los querubines suelen tener, según Ezequiel, cuatro alas, pero a veces tienen dos (1 Re 6,27) o, según el Apocalipsis, seis. El motivo bizantino-cristiano de la exaltación de Cristo -en el que sólo aparece el trono con el cojín y los emblemas de Cristo, pero no Cristo mismorepresenta también a querubines guardianes, aunque no se los menciona en la fuente literaria (Sal 9,8). En la representación trinitaria del trono de la gracia, que se generaliza en el siglo XII, el trono está cubierto por las alas de dos querubines. raíz Las ramas, las hojas y las flores pueden morir o ser alejadas; sin embargo, la planta sigue viviendo, a condición de que su parte más importante, la raíz, se conserve. Las formas con frecuencia caprichosas de la raíz estimularon pronto la fantasía supersticiosa del pueblo (especialmente, por ejemplo, la raíz negra y venenosa de la mandrágora). En el pensamiento simbólico, la raíz designa el comienzo, la causa primordial e invisible de lo existente. Puesto que, en último término, todo comienzo está en Dios -gráficamente, arriba, en el cielo- es comprensible que en diversos textos religiosos (por ejemplo, en los Upanishads) la raíz del árbol del universo mire hacia arriba, mientras que la copa se inclina hacia la tierra. Estar arraigado, echar raíces, significa estar en conexión con las fuentes originarias de la vida. Reconocer el poder de Dios «es la raíz de lainmortalidad» (Sab 15,3). El Señor será como rocío para Israel, y por eso «florecerá como azucena y arraigará como álamo» (Os 14,6). «La raíz del honrado no se desprende» (Prov 12,3). En cambio, Dios arrancará «del suelo vital» las raíces del impío (Sal 52,7), o, como se dice en Job: «Por debajo sus raíces se secan, por arriba su ramaje se marchita». El pasaje de mayor contenido del Antiguo Testamento alude a la causa originaria, a la raíz de todo ser. El Hijo de Dios es como una raíz en tierra árida (según otra traducción, en tierra sedienta) (Is 53,2); la tierra seca, ansiosa de agua, es Israel. Pero al mismo tiempo el profeta habla también del vástago mesiánico, aludiendo así, con las dos partes de las plantas, que en la naturaleza no pueden ser una sola, al misterio de Cristo. Así como éste es la raíz misteriosa y al mismo tiempo el vástago procedente de ella, del mismo modo El es el que entró en la carne mortal y, sin embargo, resucitó para la vida eterna. El apóstol Pablo habla de la «raíz sagrada» del árbol que forma la parte creyente de la humanidad. «Si está consagrada la raíz, también lo están las ramas»; las ramas malas son desgajadas, los impíos, apartados de la «savia del olivo» que viene de la raíz (Ron 11,16-24). Sólo el que sigue a Cristo como el Señor y está arraigado y construido en El, alcanzará la salvación (Col 2,7). El que no tiene raíz no puede tener base en la vida, se quemará y se secará (Mt 13,6). En el capítulo final del Apocalipsis se encuentra la autorrevelación de Cristo, que es al mismo tiempo una confirmación del simbolismo mesiánico de la raíz: «Yo, Jesús, envié mi ángel para que os declarase esto acerca de las iglesias. Yo soy el retoño y el linaje de David, el lucero brillante de la mañana» (Ap 22,16). Todos los años, en la liturgia de Adviento (en las antífonas cantadas desde el 17 al 23 de diciembre), se invoca como portadora de la

salvación la raíz prometida por Isaías: «Tú estás como estandarte para los pueblos, los reyes enmudecen ante ti, los pueblos te invocan suplicantes: ¡Ven a liberarnos!» Según la visión del más allá de la Divina Comedia de Dante, las esferas celestes en su totalidad se parecen a la copa de un árbol invertido, cuyas raíces se dirigen hacia arriba; tiene fruto en todo tiempo y no pierde ninguna hoja. rana Debido a su gran fertilidad, la rana simbolizó para los antiguos egipcios la fuerza del nacimiento de la vida; la diosa del nacimiento Heket fue representada con cabeza de rana. En época tardía se vio en este anfibio un símbolo del nuevo nacimiento. En contraste con la veneración que se profesaba a los animales en el país del Nilo, los israelitas consideraban a la rana como personificación de poderes demoníacos, pero que podían estar al servicio de Dios. Debido a que el faraón no quería dejar salir al pueblo de Israel, se cumplió la amenaza de Dios: «Bullirá el Nilo de ranas que subirán, se meterán en tu palacio, por habitaciones y alcobas y hasta tu cama; lo mismo pasará en casa de tus ministros y de tu pueblo, en hornos y artesas» (Ex 7,28). Cuando Aarón extendió la mano sobre las aguas, «hizo salir ranas que infestaron todo el territorio egipcio» (Ex 8,2). En relación análoga a los castigos que se abatieron sobre los egipcios están las siete plagas del Apocalipsis. En la sexta plaga, «de la boca del dragón, de la boca de la fiera y de la boca del falso profeta» salen «tres espíritus inmundos en forma de ranas» (Ap 16,13). Al interpretar este pasaje del Apocalipsis, Euquerio de Lyon afirma que las ranas son los seres sometidos al diablo y a la herejía. El sapo, equiparado con frecuencia en el simbolismo a la rana, fue en la baja Edad Media atributo de la impureza y de la muerte. En el arte copto, la rana se convirtió -volviendo a las concepciones del antiguo Egipto- en símbolo de la resurrección y de la vida eterna. red En los pueblos antiguos la red era imprescindible no sólo para la pesca sino también para la caza. En manos de Marduk la red se convierte en una temible arma divina, con la que captura al monstruo Tiamat y después lo mata. Como símbolo de soberanía ilimitada, el dios de la ciudad de Lagash, Ningirsu, sostiene en un monumento una red con hombres capturados. En un relieve del templo egipcio de Edfu, tres dioses y el faraón arrastran una red en la que están capturados peces, pájaros, animales terrestres y hombres. También en el Antiguo Testamento la red es un arma de Dios. Refiriéndose a Sedecías, el último rey de Judá, infiel a la alianza, dice el Señor: «Tenderé mi red sobre él y lo cazaré en mi trampa; lo llevaré a Babilonia para juzgarlo allí por haberme traicionado» (Ez 17,20). En Habacuc (1,14s), el imperio caldeo aparece como ejecutor de la voluntad divina; los israelitas malvados son los peces, y el soberano caldeo «los saca a todos con el anzuelo, los apresa en la red». Redes, lazos y trampas son imágenes para indicar el mal, que pone una trampa al bien y queda él mismo apresado en ella. El salmista clama. confiado en Dios: «Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo» (Sal 31,5). Pers lo- rna!vados, que cavan un foso para otros, terminan cayendo en él: «su pie quedó escondido en la red que escondieron» (Sal 9,16). La angustia y la aflicción pertenecen a la vida humana hasta que la envuelven «redes de muerte» y caen sobre ella «los lazos del abismo» (Sal 116,3). Más aún, tampoco el hombre conoce su tiempo: «Como peces cogidos en la red, como pájaros atrapados en la trampa, se enredan los hombres cuando un mal momento se les cae encima de repente» (Ecl 9,12). Por medio de Jesús, la red se convierte en una imagen de la historia de la salvación en conexión con las pescas milagrosas de Pedro. Los pescadores que habían estado con Simón Pedro bregando inútilmente toda la noche hicieron al día siguiente una pesca tan abundante, siguiendo la orden de Jesús, que «las redes estaban a punto de romperse» (Le 5,1-6); con ello se alude a la actividad de los apóstoles como «pescadores de hombres», que

comenzaría poco después. La repetición de una pesca similar, en la que los discípulos no tenían fuerzas para sacar la red «por la cantidad de peces» era una exhortación implícita del Señor, ya resucitado de entre los muertos, a que pensaran en su vocación (Jn 21,4-6). El reinado de Dios es comparado con una red «que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena la arrastran a la orilla, se sientan, reúnen los buenos en cestos y tiran los malos» (Mt 13,47s). Desde finales del siglo n se representó el bautismo bajo la imagen de la pesca con anzuelo y red; el pescador es símbolo de quien bautiza; el pez, del bautizado. La red llena de pequeños peces puede ser un símbolo de la Iglesia. El púlpito de Traunkirchen (Austria) tiene forma de barca de pesca, en la que Santiago y Juan Zebedeo echan la red. BBBLIOGRAFíA: I. Scheftelowitz, Das Schlingen- und Netzmotiv im Glauben und Brauch der Vólker (Giessen 1912); M. Eliade, «Le «Dieu Lieur» et le symbolisme des noeuds», Revue de L Histoire des Religions 134 (1947), 536; N. A. Dahl, «The Parables of growth», STh 5 (1952), 132166 (también sobre la red de pescar); J. G. Heintz, Le filet divin (Mémoire de 1'Ecole Biblique, Jerusalén 1965). reino La idea de un reino fundado por Dios y regido por encargo suyo está atestiguada en varios pueblos del antiguo Oriente. Según aparece en relieves egipcios, el rey fue coronado por los dioses mismos; después lanzó una flecha a cada uno de los puntos cardinales asumiendo simbólicamente con ello la soberanía sobre el mundo. En el reino acádico «de las cuatro partes del mundo», el rey era considerado un dios, a quien había otorgado su soberanía el rey de los dioses. La idea religiosa del reino se encuentra también en las afirmaciones de los aqueménidas sobre su reino como un gran estado conferido por Ahura Mazda. Durante las siguientes épocas iranias el reinado terreno se entendió como espejo del reinado celeste; en el soberano se veía al rey salvador, cuyo nacimiento fue anunciado por una estrella en el cielo. La palabra del Antiguo Testamento «malkut» designa tanto la soberanía real como el ámbito de la soberanía; la función de gobernar y el espacio al que se extiende la soberanía están inseparablemente unidos entre sí. En un canto de alabanza a Dios se dice: «Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno continúa de edad en edad» (Sal 145,13). El reino de Dios, «su soberanía, se extiende a todo el universo» (Sal 103,19). Mediante la sublimación de la idea del rey davídico como soberano establecido por Yahvé en Sión y cuyo reino abarca todo el universo (Sal 2,6ss), se introduce la concepción mesiánica. Mientras que los reinos de este mundo tienen carácter animal (Dn 7,1-12), el reino futuro de Dios está representado por el Hijo del Hombre y a El se le otorgan la soberanía, la dignidad y el reinado sobre todos los pueblos (Dn 7,13s). En el reino del Mesías acabará toda enemistad, no habrá «daño ni estrago... porque está lleno el país del conocimiento del Señor» (Is 11,6-9). El reino de Dios es imagen de la felicidad suprema y definitiva. El primer tema del mensaje de Jesús fue el anuncio de la cercanía del reino de Dios (Mc 1,14). En Mateo se habla del «reino de los cielos» (Mt 4,17), pero las dos expresiones tienen el mismo significado. La comprensión del reino de Dios requiere apertura espiritual y colaboración interior; sólo así fructifica. Esta es también la razón por la que Jesús, en las parábolas del crecimiento del reino, utiliza la imagen de las plantas (Mt 13,18-32). Con Jesucristo llega el reino de Dios, pero no se consumará hasta el final del mundo, en la parusía gloriosa. Hasta entonces es necesario pedir a Dios que venga su reino (Mt 6,9s). La voluntad del hombre sola no abre el acceso al reino: «a menos que uno nazca del agua y el Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» Un 3,5). Pero el reino futuro de Dios ya está prefigurado en la Iglesia de Cristo. Por el Salvador somos arrancados al poder de las tinieblas y trasladados «al reino de su Hijo querido» (Col 1,13). Según el Apocalipsis, al gran juicio final precede el reino de los mil años; durante esta época de la historia del mundo y de

la salvación, los poderes del diablo son encadenados por mil años (no en sentido matemático, sino simbólico) y arrojados al abismo. Los mártires, resucitados de la muerte, participan con Cristo victorioso en la soberanía (Ap 20,1-4). rey En tiempos antiguos se consideraba a los soberanos como portadores de fuerzas especiales y sobre todo se creía que estaban en relación permanente con los dioses. El soberano aparecía en parte como Dios visible, como su hijo, o se le consideraba como su representante elegido. Como hijo de Ra, el rey egipcio era «imagen viviente en la tierra» del dios del sol; era garante de la vida terrena y de la vida cósmica, cuyo símbolo, la cruz con asas, tenía en sus manos. Según la tradición sumeria, la realeza descendió del cielo. Originariamente, la función del soberano estaba ligada con la del sumo sacerdote; éste era el caso de los reyessacerdotes de la antigua Mesopotamia. Los aqueménidas afirmaban que habían recibido la realeza por la gracia de Ahura Mazda. El culto a los soberanos tuvo un desarrollo peculiar en la época helenística y llegó a su apoteosis en el imperio romano. En contraste con los soberanos egipcios y mesopotámicos de la Antigüedad, el rey israelita nunca fue el centro de poder de su pueblo; esta posición la ocupaba solamente Yahvé. El era el verdadero príncipe de su pueblo. «Festeje Israel a su Creador, los vecinos de Israel a su rey. Alabad su nombre con danzas» (Sal 149,2s). «Porque el Señor nos gobierna, el Señor nos da leyes, el Señor es nuestro rey, E1 es nuestra salvación» (Is 33,22). Cuando Israel quiso tener un rey terreno, según el modelo de los pueblos circundantes, éste fue considerado como lugarteniente de Dios. Samuel dijo a Saúl: «El Señor te unge como jefe de su heredad» (1 Sin 10,1). Aunque David no fue irreprochable, el Señor le hizo la promesa de que le daría una descendencia, confirmando con ello su reino. «Estableceré después de ti una descendencia tuya, nacida de tus entrañas, y consolidaré tu reino» (2 Sm 7,12s). En la línea de Gn 49,10
románico se representó incluso al crucificado en actitud regia y con la corona real (en lugar de la corona de espinas). Entre los emperadores bizantinos penetró también la concepción del antiguo Oriente sobre la benevolencia gratuita de Dios; también en la Europa central y occidental se consideró a los reyes como representantes de Cristo. En la alta Edad Media se designó como sacramento la consagración solemne del rey, y se concibió la corona como feudo de Cristo. riñones El hebreo tiene varias palabras para indicar los riñones, que en parte incluyen también la zona de las caderas y las ingles. Se creía que los riñones eran la sede de la fuerza de procreación y por ello se convirtieron en imagen de la fuente de la vida. Dios prometió a Jacob: «Un grupo de pueblos nacerá de ti y saldrán reyes de tus riñones» (Gn 35,11). A David le aseguró que un hijo que saldría de sus riñones construiría el templo (1 Re 8,19). Cuando en los primeros tiempos se dice que al jurar se ponía la mano bajo las caderas de aquel a quien se le prometía algo (Gn 24,2; 47,29), se trata de un eufemismo para indicar los órganos genitales; una costumbre parecida existía en la antigua Roma. El sentido específico judío era reforzar la santidad del juramento haciendo referencia al pacto contraído con Dios en la circuncisión. Los riñones se mencionan también en conexión con el parto: «Mis riñones están con espasmos, me agarran angustias como angustias de parturienta» (Is 21,3). Los riñones son, en sentido muy genérico, una imagen de la fuerza; del caballo del Nilo se dice: «Mira la fuerza de sus riñones» (Job 40,16). Una mujer hacendosa «se ciñe los riñones con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos» (Prov 31,17). El ceñirse los riñones es a su vez una imagen de la disponibilidad y del ponerse en marcha. La comunidad de Israel debía hacer la comida pascual con las sandalias en los pies, un bastón en la mano y las caderas ceñidas (Ex 12,11). Dios dice a Jacob: «Si eres hombre, cíñete las caderas» (Job 38,3). Cuando el Señor puso su mano sobre Elías, éste se ciñó los riñones y partió (1 Re 18,46). Un israelita lleno de celo por la casa de Dios pide al Señor que nuble la vista de sus enemigos, «que sus ojos no vean, que sus caderas siempre flaqueen» (Sal 69,24); las caderas que flaquean son una imagen de la pérdida de la fuerza. «Salir de los riñones de un hombre» es un eufemismo para indicar la descendencia, el hecho de haber sido engendrado por él (véase Heb 7,5). Leví estaba todavía en los riñones de su padre cuando lo encontró Melquisedec (Heb 7,10). Como en el Antiguo Testamento, también en las cartas apostólicas el ceñirse los riñones es una imagen de la disponibilidad. Pedro exhorta a una conducta digna: «Por eso, ceñid los riñones de vuestra mente, vivid con sobriedad ~ poneó una esperanza sin reservas en el don que os va a traer la manifestación de Jesús el Mesías» (1 Pe 1,13). Aquí no se trata de los riñones corporales, sino de los del interior del hombre; así aparece también en la carta de Pablo a los Efesios: «Conque en pie: ceñíos los riñones con la verdad, por coraza poneos la honradez». río La mayoría de los pueblos orientales consideraban el agua corriente como una sustancia cargada de poder, que no sólo puede limpiar la suciedad externa, sino también purificar de los pecados. En la mitología, los ríos sagrados están vinculados a la morada de los dioses. El dios siriougarítico El tiene su morada «en los manantiales de los dos ríos, en medio de las corrientes de las profundidades». Algunas listas babilónicas de los dioses mencionan a un dios llamado «río de la salvación». En Egipto se tenía un gran respeto al Nilo; según una tradición, el manantial de la corriente está en la cueva de un monte, en la que reposa el cadáver de Osiris; el desbordamiento del Nilo, tan importante para la fertilidad del país, fue relacionado con la nueva resurrección del dios. La fertilidad de la tierra es inimaginable sin agua. «En Edén nacía un río que regaba el parque y después se dividía en cuatro brazos» (Gn 2,10). La descripción que sigue de los cuatro ríos -de los que sólo dos se pueden determinar geográficamente con certeza: el

Tigris y el Eufrates- da al paraíso una posición central (Gn 2,11-14); en perspectiva simbólica, cada uno de los ríos fluye a una de las cuatro direcciones del mundo. El Señor dirige «como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones» (Is 66,12). La salvación de Dios es conducida como un río; pero cuando se seca la corriente, sobreviene la desgracia (Is 19,5). Una espantosa profecía es el agotamiento de los brazos del Nilo (Ez 30,12). La sabiduría del libro de la Alianza es comparada con la riqueza acuática de los ríos (Eclo 24,2327). El paso de los israelitas a través del Jordán (Jos 3-4) fue interpretado en época cristiana como prefiguración del bautismo. El poder curativo del agua corriente se manifiesta en el leproso sirio Naamán, que, por orden del profeta Elíseo, se bañó siete veces en el Jordán (2 Re 5,9-14). También en el Nuevo Testamento el Jordán es escenario de importantes acontecimientos religiosos. La gente de Judea acudía a Juan Bautista, «confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (Mt 3,5s). También Jesús fue desde Galilea al Jordán para que Juan lo bautizara (Mt 3,13-17). Con la interpretación histórico-salvífica de la purificación de los pecados se unió la idea antiquísima del nuevo nacimiento del seno materno del agua. Cuando el tiempo se haya cumplido, saldrá del trono de Dios un «río de agua viva, luciente como el cristal» (Ap 22,1). En el arte cristiano, los ríos se representan de ordinario -según el modelo antiguo- en forma de dioses acuáticos en posición sedente o yacente, con el atributo de una urna de la que brota agua. Ya en las representaciones de los antiguos sarcófagos cristianos aparece la personificación del Jordán como dios acuático barbado, con urna, caña y remo. En las pilas del bautismo medievales, los cuatro ríos del paraíso señalan con frecuencia los cuatro puntos cardinales; en las pinturas de los libros, los ríos de Edén están en relación con los cuatro evangelistas. La conexión entre el jardín de Dios del Antiguo Testamento y el estado paradisíaco anunciado por el Nuevo Testamento aparece en Gregorio de Nisa en la imagen de una corriente de gracia, que fluye «por toda la tierra y desemboca en el paraíso; fluye, por tanto, en dirección contraria a la de los cuatro ríos del paraíso y lleva a él realidades mucho más valiosas que las que aquéllos llevaban desde allí». roca Cuanto más grandes y peculiares en su forma son las rocas, tanta mayor impresión producen en el hombre primitivo. La cultura megalítica del período prehistórico, que se extiende por toda Eurasia, atestigua la veneración cultual de la roca. En la Arabia preislámica se ofrecieron sacrificios a una prominencia rocosa de color rojo y de forma similar a un hombre, como personificación de una divinidad (al-Fals). Pero hay que señalar que, de ordinario, el culto no se daba a la piedra en sí, sino a la revelación divina que había tenido lugar en ella o a la memoria de un pacto que allí se había establecido con Dios. Un mito hurrita cuenta que una roca había dado un hijo a Kumarbi, padre de los dioses. Ya en el Génesis (49,24), la piedra rocosa de gran elevación aparece como una imagen de Dios. En un cántico de acción de gracias dice David: «Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía» (2 Sin 22,2s). Yahvé se parece a una fortaleza inexpugnable, en la que Israel se siente protegido. «Porque tú eres mi peña y mi alcázar» (Sal 31,4). También se distingue con toda claridad entre el culto idolátrico de los pueblos circunvecinos a una piedra y la imagen aplicada a Yahvé: «Porque su roca no es como nuestra Roca» (Dt 32,31). «¡Ay de aquellos que abandonan al Dios de su salvación y no piensan en la roca de su refugio» (Is 17,10). Porque el Señor de los ejércitos será para los incrédulos e infieles «piedra de tropiezo y roca de precipicio» (Is 8,14). La roca del desierto de la que Moisés hizo brotar agua por orden de Dios es, según Pablo (1 Cor 10,4), una prefiguración de Cristo. Para la Iglesia tuvieron especial importancia las palabras de Jesús a Pedro: «Ahora te digo yo: Tú eres Piedra, y sobre esta roca voy a edificar mi Iglesia, y el poder de la muerte no la

derrotará» (Mt 16,18). El Apóstol de la roca es, pues, un símbolo de la fuerza inquebrantable de la verdadera fe. La roca puede indicar duración y firmeza; todo el que escucha las palabras del Señor y las pone en práctica «se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca» (Mt 7,24). Ambrosio llama al agua que brotó de la roca una prefiguración de la sangre que salió del costado herido de Cristo. En las pinturas de las catacumbas y en los relieves de los sarcófagos se representa con frecuencia a Moisés haciendo brotar agua -,según Ex 17,6- de la roca de Horeb. X,í como el lenguaje eclesiástico compara con frecuencia a Cristo con una roca, del mismo modo el lenguaje de la alquimia lo llama «Lapis Philosophorum». Una representación de la alta Edad Media muestra al Cordero (Cristo) sobre una roca, de la que fluyen los cuatro ríos del paraíso. En pinturas del bautismo de Jesús de los siglos xv y xvl, un elevado grupo rocoso, que se alza directamente desde la llanura, señala con frecuencia al Hijo del Hombre. rodilla, rodillas El arrodillarse era signo de sentimiento de culpa, gesto de súplica y expresión de homenaje. El que se echa sobre ambas rodillas, dejando de estar erguido como un hombre libre, manifiesta su sometimiento ante el que es superior y más poderoso que él. Los prisioneros de guerra, pero también los criminales, suplicaban de rodillas para salvar la vida. En esta postura se adoraba sobre todo a la divinidad; en Asiria, incluso el rey se arrodillaba ante el altar. El temblor de rodillas es una imagen de miedo y debilidad. Cuando se acerca el espanto del fin; todas las manos desfallecen «y todas las rodillas flaquean» (Ez 7,17). En la tormenta que se abate sobre Nínive hay «destrucción, desolación, devastación. El temple se funde, vacilan las rodillas, se doblan los ijares» (Nah 2,11). Cuando un hombre recibe la gracia de Dios y puede contemplar el resplandor de su luz, «sus débiles manos se fortalecen, y se robustecen sus rodillas vacilantes» (Is 35,3). Se dobla la rodilla por reverencia, como signo de acatamiento de la voluntad de Dios. Ante toda la asamblea de Israel, Salomón «se arrodilló y elevó las manos al cielo» (2 Cr 6,13). En su oración penitencial, Esdras se arrodilló y alzó las manos al Señor (Esd 9,5). Yahvé se ha fijado en los israelitas «cuyas rodillas no se han doblado ante Baal y cuyos labios no lo han besado» (1 Re 19,18). Elías hace un gesto de intensísima súplica cuando, en la cima del monte Carmelo, se encorva hacia la tierra, con el rostro en las rodillas (1 Re 18,42). Al final de los tiempos, todos se postrarán ante el Señor, «ante El se inclinarán los que bajan al polvo» (Sal 22,30). La imagen del Antiguo Testamento de las rodillas trémulas, vacilantes, como expresión de miedo y debilidad, se encuentra también en la carta a los Hebreos (12,12). El que se arrodilla es quien expresa una súplica; fueron numerosas las personas que se arrodillaron ante Jesús, como el leproso que quería ser curado (Me 1,40), o el padre del niño epiléptico, que suplicó a Jesús que curara a su hijo (Mt 17,15). También el que ora se arrodilla, como el mártir Esteban cuando encomendó su espíritu a Jesús (Hch 7,60). Antes de su prendimiento, Jesús se alejó de sus discípulos como a un tiro de piedra «y se puso a orar de rodillas» (Le 22,41). Llegará un día en el que, «al nombre de Jesús», todos doblarán las rodillas (Flp 2,10); el cielo, la tierra y el mundo subterráneo manifestarán así su adoración a Dios. En la Iglesia occidental, al principio sólo se oraba de rodillas en los días de carácter penitencial; hacia el final de la Edad Media, se impuso como posición normal de los fieles el permanecer de rodillas durante toda la liturgia del sacramento de la misa. La genuflexión momentánea con una ligera inclinación de la parte superior del cuerpo se hace en la Iglesia católica como signo de adoración al Santísimo. rojo El rojo es el primer color que adquiere significado simbólico, derivado al principio de una concepción mágica. En diversos pueblos prehistóricos se rociaba a los difuntos con ocre y almagre, en la esperanza de que el color que simbolizaba la sangre y la vida pudiera hacer

volver la vida extinta. El color rojo se emplea con frecuencia, debido a su efecto emocional, como medio apotropaico; en Grecia, los amuletos se envolvían en un lienzo rojo o se ataban a una cuerda roja. En Egipto, el rojo se veía como una referencia simbólica a lo demoníaco y era el color asignado a Seth. El rojo expresa pasiones e impulsos no dominados, como el odio, la crueldad y la lascivia. Para seducir a sus amantes, las mujeres viciosas se vestían de rojo (Jr 4,30). Los ídolos se coloreaban con almagre o con afeites rojos (Sab 13,14). El rojo de los pecados sólo puede borrarse por el rojo de la expiación. La ceniza de la «vaca roja», que debía ser joven y sin defecto, se consideraba un medio especialmente adecuado de purificación: «el sacerdote tomará ramas de cedro, hisopo y púrpura escarlata y los echará al fuego donde arde la vaca» (Nm 19,1-10). Las ropas enrojecidas del Mesías que pisa el lagar (Is 63,13) simbolizan la muerte sacrificial de Cristo. El escudo de los guerreros que combaten a favor de Dios y extirpan el mal es rojo, «los soldados visten de púrpura» (Nah 2,4). El apóstol Pablo alude a la «vaca roja» del Antiguo Testamento y afirma la eficacia incomparablemente mayor de la sangre de Cristo (Heb 9,13s). La mujer Babilonia, «la madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra», estaba «vestida de púrpura y escarlata» (Ap 17,4), y el monstruo de siete cabezas en el que ella estaba sentada era «un animal escarlata, cubierto de títulos blasfemos» (Ap 17,3). Mencionemos primero el rojo en su significado inferior como color de lo infernal. Los animales simbólicos de Satán fueron tomados de la fauna de color rojo: la zorra y la ardilla. Desde el siglo xrv se representó con frecuencia a Judas con el cabello rojo. Pero, frente a esto, el rojo significa también el amor infinito de Dios por el que creó y redimió al mundo. Dios Padre lleva con frecuencia, como Creador, un manto rojo. Los dos colores del esposo celeste del Cantar de los Cantares (5,10) son interpretados por el obispo Ambrosio como el blanco de la gloria divina y el rojo (o el rosa) de la encarnación. La vestidura roja del resucitado de Matthias Grünewald es el rojo del sol invencible. El color del amor se encuentra en la pintura medieval casi siempre en Marta Magdalena, la gran pecadora y penitente, y en el discípulo amado de .jesu., Juan. En la liturgia, el rojo es el color del Espíritu Santo, de la pasión y de los mártires. rostro Por rostro hay que entender el lado dirigido al que mira, lo que mira a uno. La concepción del «rostro de Dios», especialmente arraigada en la Alta Mesopotamia, es un antropomorfismo atribuible a la representación gráfica de la divinidad. La expresión «contemplar el rostro de Dios», originariamente referida a la imagen del culto, tenía en Babilonia el sentido de «buscar ayuda». En el Corán (Sura 2,274), «contemplar a Dios» significa la vida bienaventurada en el más allá. El rostro de la tierra es su superficie visible (Gn 2,6). La palabra hebrea para decir rostro puede adquirir también el significado de la preposición «ante»; así se dice que Moisés depositó las varas «en el rostro del (es decir, «ante el») Señor» (Nm 17,22). Así como el rostro humano puede expresar alegría y bondad, el resplandor del rostro divino significa gracia y benevolencia (Nm 6,25). Los que confían en Dios dicen en el Salmo 4,7: «¿(quién podrá darnos la dicha? Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor». El rostro de Dios expresa su acercamiento al hombre, su presencia. Puesto que el Señor mora sobre el arca de la alianza, la jarra con maná y la vara de Aarón están ante el rostro de Dios (Ex 16,33), y los panes de la proposición del santuario israelita son llamados en el texto original «panes del rostro» (Ex 25,30). La expresión «ver el rostro de Dios» puede tener significado cultual: buscar la presencia de Dios en el templo. «Vamos a aplacar el rostro del Señor, a buscar el rostro del Señor de los ejércitos» (Zac 8,21). Quien se oculta ante el rostro de Dios, quien no quiere que Dios lo vea -como Adán y Eva después del pecado original (Gn 3,8)-, se aparta de El. Una imagen tomada del poderío humano habla de que el rostro

punitivo de Dios se dirige contra los malhechores. «Así dice el Señor: Dirijo mi rostro sobre vosotros para perdición y extermino a toda Judá» (Jr 44,11). Puesto que el rostro del Señor se dirige contra aquellos que hacen el mal (cf. 1 Pe 3,12), los incrédulos claman a los montes y a las rocas: «Caed sobre nosotros y ocultadnos del rostro del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero» (Ap 6,16). E1 lado de Dios dirigido al hombre se revela en su Hijo unigénito; el «conocimiento del esplendor de Dios» brilla «sobre el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6). Pero los creyentes reflejan «con la cara descubierta el esplendor del Señor» y se van «transformando en su imagen con resplandor creciente» (2 Cor 3,18). Contemplar el rostro de Dios no significa en el Nuevo Testamento un acontecimiento terreno, sino que se refiere a la vida del más allá. Los ángeles «contemplan siempre en el cielo el rostro» del Señor (Mt 18,10). En la tierra vemos como «a través de un espejo», pero en la vida futura veremos «cara a cara» (1 Cor 13,12). Aquel sobre cuya frente esté escrito el nombre de Dios, es decir, el que pertenece a los redimidos, contemplará el rostro del Señor y vivirá en su reino de felicidad eterna (Ap 22,4). Los Padres de la Iglesia recurren con frecuencia a la metáfora antropomorfista. Así, Clemente de Alejandría afirma: «Adonde mira el rostro de Dios hay paz y alegría; pero allí de donde se ha apartado, se infiltra subrepticiamente el mal». Según Juan Damasceno, la expresión «rostro de Dios» designa la divinidad misma en cuanto se revela hacia fuera. rueda La rueda pertenece a los más antiguos símbolos solares; en parte se concebía el sol viajando por el cielo en un carro de ruedas, y en parte se imaginaba el movimiento del cerebro al modo de una rueda. Pero la rueda puede significar también sencillamente la órbita solar dividida en cuatro, siendo así -en coincidencia con el símbolo afín del círculo- compendio del cosmos. El girar de la rueda se convirtió en símbolo de la caducidad, como en el caso de la diosa griega del destino, Tykhe, representada sobre una rueda. Finalmente, la rueda es símbolo del juicio; Nemesis, la diosa punitiva de la justicia, tiene la rueda como atributo. El malvado Ixión fue atado a una rueda de fuego para expiación de su culpa. De Anacreonte procede el dicho de que la vida del hombre gira veleidosamente como la rueda de un carro. Ezequiel vio en una visión que junto a cada uno de los cuatro vivientes que aparecían en la manifestación de Dios había una rueda. «El aspecto de las ruedas era como el brillo del crisólito...» Podían «rodar en las cuatro direcciones» (alusión a los cuatro puntos cardinales). La enigmática expresión «sin tener que girar al rodar» (Ez 1,17) indica la dimensión extraterrena; se trata de un carro celeste, no hecho por los hombres. Las llantas de las ruedas «estaban llenas de ojos» (Ez 1,18); con ello se indica la omnisciencia de Dios. La aparición era grandiosa para Ezequiel, pero incomprensible a su entendimiento: «oí que a las ruedas las llamaban La Carroza» (Ez 10,13). En una visión de Daniel (7,9), las llamas de fuego forman el trono divino y «sus ruedas, llamaradas». También en los Salmos la rueda es una imagen de la excelsa majestad de Dios, que, en cierto modo, infunde miedo a los hombres: «Tu trueno rodaba como ruedas en remolino, los relámpagos deslumbraban el orbe, la tierra retembló estremecida» (Sal 77,19). La rueda puede ser también una imagen de la confusión y la vanidad; así, en Eclo 33,5 se dice: «Rueda de carro es la mente del necio, aro que gira sus pensamientos». Algunos Padres de la Iglesia vieron en las cuatro ruedas de la visión de Ezequiel una referencia a los cuatro elementos del universo o a las cuatro estaciones del año. Como atributo de los querubines, la rueda junto al árbol del conocimiento- se convierte en símbolo del paraíso cerrado, cuya entrada vigila un querubín. En la mística, sobre todo en Hildegard de Bingen, la rueda era una imagen frecuente de la divinidad. El rosetón central de las fachadas catedralicias medievales fue llamado «rota» (rueda); su cubo, el centro de la historia de la salvación, es Cristo. La rueda se convierte

también en símbolo de la vida del hombre y de su veleidad, movida por la «Fortuna» (¡rueda de la fortuna!). Una rueda partida, que estaba destinada a ser instrumento de martirio pero saltó antes en pedazos y mató a los sayones del verdugo, es el atributo de Santa Catalina de Alejandría. BiBLiOG~IA: R. Petazzoni, «La ruota nel simbolismo rituale di alcuni popoli indoeuropea», en Studi e Material¡ di Storia delle Religioni 22 (1949-1950), 124138; G. Braun von Stumm, «Das Rad, Symbol von Evangelium und Kirche, auf oberrheinischen Münzen des 12. und 13. Jahrhunderts», Mainzer Zeitschrift 46-47 (19511952), 36-56; R. Lefort des Ylouses, «La roue, le swastika et la spirale: symboles antiques du tonnerre et de la foudre», GBA 46 (1955), 5-20; M. Riemschneider, «Rad und Ring als Symbol der UnterweIt», Symbolon 3 (1962), 46-63. sacrificio Una idea muy antigua del sacrificio es la del intercambio; el hombre ofrece algo a su dios para recibir aún más de él. A este tipo pertenece el sacrificio de súplica, pero también el de acción de gracias, al que va unida la expectativa de que la divinidad otorgue ulteriormente su bendición. El sacrificio nació del conocimiento de la relación mística entre vida y muerte; su objetivo específico es mantener el orden existente del mundo y asegurar la propia vida. Las ofrendas preferidas son las primicias, es decir, los priméros frutos, los animales del primer parto y los primogénitos humanos. Las ofrendas humanas son el grado supremo del sacrificio de expiación y del pecado, que debe aplacar la cólera divina. El sacrificio humano fue sustituido por el sacrificio de animales; en el mito griego, en lugar de Frisos se sacrifica un carnero, y en lugar de Ifigenia, una vaca. En una concepción del sacrificio cada vez más cercana a la ética, se reconocen como sacrificio la orientación y la acción morales. En los cultos antiguos, la comida de los oferentes se vivía como comunión de mesa con la divinidad. Se percibe todavía una concepción antropomórfica de Dios cuando se dice que Yahvé espera de los israelitas que no se presenten ante El con las manos vacías (Ex 23,15). «Llevarás a la casa del Señor, tu Dios, las primicias de tus frutos» (Ex 23,19). Todo primer nacido ha de ser consagrado al Señor: «Conságrame todos los primogénitos israelitas: el primer parto, lo mismo de hombres que de animales, me pertenece» (Ex 13,2). A partir de aquí hay que entender también la prueba de fe que se le pide a Abraham: sacrificar a Isaac (Gn 22,114). El hijo primogénito era propiedad del Señor y sólo podía conservarse pagando un rescate a su pueblo (Ex 13,13). Sin embargo, el verdadero Dios no quiere que sean sacrificados hombres para su gloria -a diferencia de los dioses fenicio-cananeos-, pero pide la máxima disponibilidad para el sacrificio. Así pues, el sacrificio se convierte en un símbolo de la entrega completa a Dios. Una forma sublimada del sacrificio humano era la consagración al servicio divino; así, Ana consagró a su hijo Samuel al Señor antes de que naciera. La mayoría de los sacrificios del Antiguo Testamento eran sangrientos y en ellos subyace la concepción de la muerte representativa. El sacrificio de expiación, por el que el hombre consciente de su culpa esperaba alcanzar la reconciliación con Dios, era siempre cruento. Mediante la imposición de las manos del oferente sobre la cabeza de un animal sin defecto, el pecado cometido debía transmitirse a él (Lv 4,4.15.24.29). La sangre de la víctima con la que se untaban los salientes del altar (Lv 4,25.30) indicaba la entrega del hombre pecador. En los sacrificios no sangrientos de comida, la ofrenda constaba de flor de harina (Lv 2,1), cuyo color blanco indicaba la pureza; la levadura -símbolo del pecado- no debía llegar al altar del Señor (Lv 2,lls). En los Salmos (141,2) se encuentra ya una concepción muy espiritualizada del sacrificio: «Aquí está mi oración, como incienso en tu presencia, mis manos levantadas, como ofrenda de la tarde». En el Nuevo Testamento tiene lugar una ampliación y profundización del significado simbólico de los sacrificios del Antiguo Testamento; los dones y las ofrendas son «un esbozo y sombra de lo celeste» (Heb 8,5). La ley del Antiguo Testamento, con sus sacrificios,

tiene «sólo una sombra de los bienes definitivos y no la imagen misma de lo real» (Heb 10,1). En lugar de todos los sacrificios del Antiguo Testamento, Cristo estableció su propio sacrificio de redención en la última cena y lo ofreció de forma sangrienta al día siguiente en la cruz. El es el «cordero de Dios», el animal del sacrificio, «que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). La misteriosa relación entre muerte y resurrección se manifiesta en el sacrificio de Cristo, que fue «resucitado de la muerte, como primer fruto de los que duermen» (1 Cor 15,20). La imagen del sacrificio primicial se aplica en el Apocalipsis (14,4) a las almas vírgenes, que fueron rescatadas de los hombres «como primicias de la humanidad para Dios y el Cordero». Dios no espera de sus fieles sacrificios sangrientos, sino «sacrificios espirituales» (1 Pe 2,5), pero detrás de ellos debe estar siempre la entrega de toda la persona: «Os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico» (Rom 12,1). Gregorio Magno compara las almas de los fieles con vasos sagrados «que reciben la palabra de Dios, para que, brotando de sus corazones, se ofrezca la ofrenda total de la vida y de la oración». La muerte redentora de Cristo en la cruz es el único sacrificio sangriento que conoce la fe cristiana. En la celebración de la eucaristía se hace presente por vía sacramental la muerte de Cristo como compendio de la salvación acontecida en El. El acto esencial del sacrificio de la misa tiene lugar en la consagración, a la que se añade la comunión como comida sacrificial. El pan y el vino se mencionan ya en la ofrenda de Melquisedec (Gn 14,18), que en el arte medieval fue representada una y otra vez como prefiguración veterotestamentaria del sacrificio de la misa. Como expresión interna de la disposición interior, la comunión es un símbolo de la participación sacramental en el sacrificio. El altar es la mesa del sacrificio, el pan y el vino son los alimentos ofrecidos. Según Teodoro de Mopsuestia, las ofrendas del sacrificio, cuando son el cuerpo y la sangre de Cristo, tienen que hacer presente también la pasión del Señor; en el traslado de las ofrendas al altar ve este autor a Cristo que se encamina al sacrificio, el paño del altar se convierte en símbolo del sudario, y la liturgia, desde la epíclesis hasta la comunión, representa la resurrección. La Iglesia luterana rechaza enérgicamente todas las interpretaciones del culto como verdadera acción sacrificial, pero reconoce la existencia de una «ofrenda cotidiana» en la acción de gracias y en la confesión de fe. Cordero. sal En virtud de su propiedad de conservar y sazonar, la sal fue considerada portadora de una fuerza vital específica. Según una tradición de la antigua Siria, los hombres aprendieron de los dioses el uso de la sal. Debido a su acción purificadora, la sal ejerce también un papel en el culto. En Roma existía la costumbre de poner un poco de sal en los labios del recién nacido para proteger su vida de los peligros que la amenazaban. Según una creencia popular muy extendida, la sal repugna a los demonios. En la alquimia se asocian «espíritu» y «sal»; para Heinrich Khunrath la sal no es sólo el centro físico de la tierra, sino también la «sal de la sabiduría». En el Antiguo Testamento, la sal está unida a la idea de una fuerza que conserva la vida y otorga estabilidad. La sal no sólo pertenece a las necesidades vitales del hombre (Job 6,6), sino que, según la ley mosaica, se prescribe también para todos los sacrificios: «Echaréis sal a todas vuestras ofrendas». Más aún, la sal aparece como un medio simbólico de unión entre el hombre y Dios. «No dejéis de echar a vuestras ofrendas la sal de la alianza de tu Dios» (Lv 2,13). Los animales ofrecidos en holocausto debían rociarse con sal (Ez 43,24). La sal de la ofrenda es una sal de la alianza; véase también Nm 18,19 en las traducciones bíblicas de Elberfeld y de Zürich. La sal se convierte en símbolo de la inviolabilidad de la alianza con Dios y de su fidelidad inquebrantable. Eliseo saneó un manantial, cuya agua malsana hacía abortar a las mujeres y causaba la muerte,

echándole sal (2 Re 2,19-22). Pero la sal puede convertirse también en imagen de la maldición y de la cólera divinas. Una tierra fértil queda convertida en región de sal por la maldad de sus habitantes (Sal 107,34). Yahvé amenaza a su pueblo desagradecido asegurándole que el azufre y la sal calcinarán su tierra y la harán estéril (Dt 29,22). La vida y la muerte -según el carácter de la relación del hombre con Diospueden estar representadas en la sal. Cuando Abimelec arrasó la ciudad conquistada y esparció sal sobre ella, su acción simboliza la destrucción completa (Jue 9,45). En el sermón de la montaña se recuerda la fuerza de conservación de la sal. Jesús contrapone a la maldad del mundo la tarea de sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra», es decir, los discípulos son llamados a llevar la palabra de la verdad a toda la tierra. Pero su misión quedaría frustrada «si la sal pierde su fuerza» (Mt 5,13), es decir, si los discípulos fallan y pierden la credibilidad. La paz y la sal (= la vida en la verdad) van unidas (Mc 9,50). En la carta a los Colosenses (4,6), Pablo hace referencia a la fuerza de la sal que preserva de la corrupción: «Vuestra conversación sea siempre agradable, con su pizca de sal». Según el Padre de la Iglesia Jerónimo, Cristo mismo es la «sal celeste» que penetra el cielo y la tierra con su fuerza portadora de vida. En el rito romano del bautismo se le pone al neófito sal en la boca como símbolo de la sabiduría. En consonancia con el efecto milagroso de la sal en manos de Eliseo, se echa sal al agua bendita. Según una creencia popular, la sal que se bendice en las témporas tiene un especial efecto apotropaico. saliva La saliva estaba considerada como una materia dotada de poder. Puesto que se confiaba en su fuerza para exorcizar, se escupía en la dirección de la que amenazaba el peligro. La saliva del dios babilónico Marduk era «saliva de vida». Según una tradición egipcia, la boca es un lugar mítico de nacimiento; el dios primigenio Atum dice de sí mismo que derramó de su boca, escupiéndolos, a los dioses Shu y Tefnut. La fuerza de curación de la saliva se pone de manifiesto en la saga del ojo de la luna perdido y vuelto a encontrar, que Thot escupió y después volvió a «llenarse» (imagen del crecimiento de la luna). El escupir a alguien se consideraba una grave ofensa (Nm 12,14). El siervo de Dios -en la visión profética, una imagen de Cristo- confiesa: «Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos» (Is 50,6). Pablo anunció el evangelio a los gálatas con motivo de una enfermedad, pero ellos no rechazaron la prueba patente en su cuerpo, ni mostraron desprecio escupiéndole, sino que lo recibieron como mensajero del Señor (Gál 4,1314). Los evangelios relatan que Jesús utilizó la saliva con fines curativos. Así, tocó con saliva la lengua del sordomudo, y éste comenzó a hablar (Mc 7,33ss). En una ocasión, al vera un ciego de nacimiento, «escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego» y le dijo que fuera a lavarse a una piscina. El hombre volvió con vista Un 9,6s). En la primera época cristiana era frecuente el echar saliva como rito del bautismo; en ese gesto se veía una renuncia manifiesta a Satanás. Agustín interpreta la mezcla de saliva y barro en la curación milagrosa de Jesús como símbolo de la unión de la naturaleza divina y la humana en Cristo, unión que nos cura de la ceguera espiritual. El untar con saliva los oídos y la nariz de los neófitos es un símbolo de la apertura de los sentidos a Dios; el significado de exorcismo que resuena en este gesto se manifiesta en las palabras «tú, diablo, huye, porque se acerca el juicio de Dios»., sandalias Como signo de la vinculación a la tierra, las sandalias ejercen un papel en diversos actos jurídicos. Como el pie, también la sandalia se convierte en símbolo de propiedad y de poder. El que está «bajo la sandalia» de otro, es dominado por él. En inscripciones hititas, la sandalia aparece como elemento determinante del dios. Junto al bastón del heraldo y al sombrero de viaje, las sandalias aladas

pertenecen a los atributos permanentes de Hermes, el mensajero griego de los dioses. La fecundidad de la madre tierra se transmite al cuerpo a través de la sandalia. La sandalia misma se convierte en símbolo de la fecundidad, no sólo en las costumbres nupciales del Oriente y en los cuentos (La Cenicienta), sino también en la creencia etrusca en la resurrección; así han de interpretarse las sandalias de madera, de arcilla o de metal, encontradas en las tumbas. El llevar sandalias era una prerrogativa de los hombres libres; los prisioneros de guerra y los esclavos tenían que andar descalzos (Is 20,2.4). Como acto jurídico, el quitarse la sandalia podía significar la renuncia a la libre voluntad y al ejercicio de un derecho. Boaz compró a Rut y su herencia cuando el hombre que era el primero con derecho a la compra renunció a ella; entonces se quitó la sandalia y se la dio a Boaz como testimonio del trato (Rut 4,6ss). Cuando uno se negaba al matrimonio de levirato, la viuda rechazada debía «quitarle una sandalia del pie» a su cuñado y decirle: «Esto es lo que se hace con un hombre que no edifica la casa de su hermano. Y en Israel le pondrán por mote "La casa del Sinsandalias"» (Dt 25,9s). La sandalia es símbolo de la toma de posesión e incluso del acto de someter a otros al dominio propio. Cuando el Señor pone su sandalia sobre Edom (Sal 60,10), significa que hace esclavo a ese país; y cuando, al manifestarse a Moisés desde la zarza ardiente, le exige que se quite las sandalias (Ex 3,5), tras esta orden está la idea de que el hombre pecador no toma posesión del suelo sagrado, sino que se presenta ante Dios con espíritu de humildad y sin pretensiones de soberanía. A los ejecutores de la cólera divina, llamados del confín de la tierra, no se les romperá la correa de sus sandalias, con las que oprimen al pueblo de Israel (Is 5,27). En la casa, de ordinario se quitaban las sandalias; esta acción la realizaban los servidores o los esclavos. Juan Bautista habla en su humildad del que viene detrás de él y bautizará con Espíritu Santo: «Yo no merezco ni agacharme para desatarle la correa de las sandalias» (Me 1,7; Jn 1,27). Cuando vuelve el hijo pródigo, su padre manda a los criados que le saquen el mejor traje y le pongan sandalias en los pies (Le 15,22); con ello el hijo es restablecido en sus antiguos derechos. El mandato del Señor a sus discípulos de que no lleven bolsa, ni alforja ni sandalias (Le 10,4; Mt 10,10) significa sólo la renuncia a los bienes terrenos, no la prohibición de llevar unas sencillas sandalias (Me 6,9). Las sandalias pueden ser también un símbolo de la disponibilidad a extender el evangelio de la paz a todo el mundo (Ef 6,15). El doctor de la Iglesia Ambrosio ve en la indicación a Moisés de que se quite las sandalias una exhortación a no dejarse enredar en los lazos de la carne; y el mismo autor interpreta el pasaje del Cantar de los Cantares que menciona las sandalias de la esposa -«qué elegantes tus pasos con las sandalias» (Cant 7,2)- como el caminar de la Iglesia o del alma. El antiguo simbolismo de la fecundidad se manifiesta todavía en la costumbre de algunas regiones de poner un zapato delante de la puerta el día de San Nicolás para que él lo llene de manzanas, nueces y pastel de especias. De Santa Eduvigis, patrona de Silesia, cuenta la leyenda que en invierno caminaba descalza, pero llevaba siempre consigo los zapatos para ponérselos, por decoro, en caso necesario. sangre La sangre que recorre el cuerpo es portadora de fuerza en un sentido especial; para los pueblos antiguos, aparecía incluso como materialización de la vida. Según tradiciones de la antigua Mesopotamia, la sangre era el elemento divino en el hombre, porque éste fue creado de la sangre de dioses a los que se había dado muerte (sacrificados). El color rojo es el color de la vida. En el culto de Atis, el adepto debía quedar lleno de fuerzas superiores mediante el bautismo de sangre del Taurobolio; más aún, esperaba un nuevo nacimiento por la sangre de animales que goteaba sobre él. La sangre que brota del cuerpo recuerda la muerte y produce náusea y consternación. Para los hititas, la sangre, junto a todos los poderes siniestros, como la enfermedad y la guerra, pertenecía al

mundo subterráneo. La diosa sumeria Inana, para vengarse, llenó los pozos de sangre. En la sangre está la sede de la vida: «la vida de la carne es la sangre»; más aún, «en ella vive el alma» (Lv 17,11). Puesto que la sangre es pura fuerza vital, puede gritar al cielo (Gn 4,10). La sangre era tabú como elixir de la vida. El Creador de la vida vengará toda sangre derramada: «Si uno derrama la sangre de un hombre, otro derramará la suya; porque Dios hizo al hombre a su imagen» (Gn 9,6). La sangre estaba reservada a Dios como Señor de toda vida. En el pasaje antes citado del tercer libro de Moisés, se dice a continuación que Dios ha dado la sangre «para uso del altar, para expiar por vuestras vidas» (Lv 17,11). La sangre de los animales sacrificados era rociada sobre el altar, o extendida sobre los cuernos del altar, o derramada en él. La sangre de los animales se derramaba en representación de la del hombre; esta idea se expresa también por el hecho de que el oferente (el pecador) tenía que apoyar la mano sobre la cabeza del animal del sacrificio: «el Señor se lo aceptará como expiación» (Lv 1,4). La sangre del cordero pascual sacrificado, rociada en las jambas de las puertas de los israelitas, tenía fuerza de expiación y de redención e hizo que pasara de largo el ángel exterminador (Ex 12,7.13). El arraigo terreno del hombre se expresa en la locución «carne y sangre». La identidad de Jesús como el Mesías no fue revelada a Pedro por la carne y la sangre, no por su razón humana, sino por el Padre celestial (Mt 16,17). Puesto que la carne y la sangre tienen su origen en la tierra, no pueden poseer el Reino de Dios (1 Cor 15,50). Sólo aquellos que «no han nacido de la sangre, ni por impulso de la carne..., sino que nacen de Dios», son reconocidos como hijos de Dios (Jn 1,12s). Así como en el Antiguo Testamento la alianza entre Dios y su pueblo se fundaba en la sangre de los animales sacrificados, del mismo modo, la nueva alianza se funda en la sangre de Jesús: porque «sin derramamiento de sangre no hay redención» (Heb 9,22). Sólo una vida original y pura puede reinov3r la vida manchada por el pecado. Los hombres fueron rescatados de pus pecados «con la sangre preciosa del Mesías, cordero sin defecto y sin mancha» (1 Pe 1,18s). Jesús, pensando en su inminente sacrificio de expiación, dijo en la institución de la eucaristía: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis, haced lo mismo en memoria mía» (1 Cor 11,25). La sangre de Cristo se convierte en símbolo de la redención (Mt 26,28). El que ha «lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero», llega ante el trono de Dios y lo sirve día y noche en su templo (Ap 7,14s). En la celebración de la misa y, según el lenguaje de las iglesias evangélicas, en la cena, los cristianos celebran la memoria del sacrificio expiatorio del Hijo de Dios. Numerosos cuadros medievales presentan al Salvador, que redime con su sangre a la humanidad; así, en los motivos del «Ecce Homo» (con la corona de espinas y el manto de burla), del crucificado, del varón de dolores (con todas las marcas de la pasión como síntesis del acontecimiento salvífico) y de la Piedad. Hay representaciones en las que la «Iglesia» recoge los rayos de sangre de las heridas de Cristo. Según una leyenda, el papa Gregorio Magno, en un momento de duda, suplicó que la hostia se transformara en sangre, lo que condujo en la pintura al motivo de la misa gregoriana: el Papa está arrodillado en oración ante el altar, en el que Cristo aparece como varón de dolores y la sangre de sus heridas fluye al cáliz. sauce El sauce, que está hermanado con el agua y que de los árboles que echan las ramas hacia el suelo es el primero que se viste de un verde suave, se convirtió pronto en una imagen de la vida que florece. Cuando los viticultores de la Antigüedad plantaban con preferencia sauces en sus viñedos, lo hacían no sólo para dar apoyo a los sarmientos, sino también para que la fuerza impulsora del sauce tuviera un influjo favorable en el desarrollo de la uvas. Dado que, al parecer, el sauce arroja su flor antes de echar el fruto, se creía que este árbol no se reproducía mediante la semilla del fruto, sino que transmitía su fuerza vital a través de las raíces y las ramas

hundidas en el agua o en la tierra. El «casto» sauce se convirtió en la planta sagrada de la diosa virginal Kore, que como Perséfone estaba en conexión con el mundo subterráneo. Para recordar la liberación del pueblo israelita de la esclavitud de Egipto y para dar gracias a Dios por la cosecha de la fruta y el vino, se celebraba la fiesta de las Tiendas. «El primer día cortaréis ramos de árboles de adorno, palmas, ramas de árboles frondosos y de sauces, y haréis fiesta siete días en presencia del Señor» (Lv 23,40). Cuando posteriormente se daban siete vueltas al altar de las ofrendas entre cánticos de súplica, las ramas de sauce que los israelitas llevaban en las manos expresaban el deseo de la lluvia, de la fecundidad y de la vida. Más aún, el crecimiento y la prosperidad de la nación se unieron simbólicamente con el sauce; así, se dice en Isaías (44,3x): «Voy a derramar agua sobre lo sediento... y mi bendición sobre tus vástagos. Crecerán como hierba junto a la fuente, como sauces junto a las acequias». Pero el sauce es también el árbol misterioso, cercano al subsuelo, que no sólo es puro, sino también infecundo. El pasaje de Job (40,22) que une íntimamente a la bestia diabólica Behemot con los «sauces del río» fue traducido así en la transmisión alejandrina: «Le dan sombra árboles con ramas y retoños del árbol puro» (en griego «agnos», «puro»; «agonos», «estéril»); es una expresión gráfica de la vida estéril, de las sombras de la muerte; las ediciones actuales de la Biblia adoptan en su mayoría la traducción latina «populus», «álamo». En su profunda aflicción cantaban los israelitas durante el exilio: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras» (Sal 137,1x). El colgar las cítaras en el árbol de la esterilidad es en cierto modo una ofrenda simbólica; porque «¡cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!». El romano Hermas («Pastor de Hermas») ve el sauce en el plano cósmico como símbolo de la fuerza vital divina, que fue introducida en la tierra por la encarnación de Dios. Agustín toma el aspecto oscuro y ve en los sauces que crecen junto a los ríos de Babilonia a los hombres enredados en las cosas terrenas, estériles en toda obra buena. Según la leyenda, Judas, después de su traición, se ahorcó en un sauce. Sauces secos en cuadros de los santos, por ejemplo el «Jerónimo» de Durero, indican los instintos muertos. sed La sed es una de las experiencias elementales de los pueblos del desierto y de la estepa; para quien está sediento, una bebida significa la devolución de la vida. Ni siquiera al enemigo se le debe prohibir el agua (Prov 25,21). Una de las experiencias más profundas de los israelitas durante su peregrinación por el desierto fue que, gracias al cuidado de Dios, no padecieron hambre ni sed. Cuando el pueblo sediento se encaró con Moisés, éste golpeó con su vara una roca por orden de Dios, e inmediatamente brotó agua de ella (Ex 17,5x). La sed es el deseo de una bebida que conserve la vida; en sentido figurado, del agua de la vida, de Dios. «Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios» (Sal 42,2x). El apagar gratuitamente la sed se presenta como una imagen elocuente de la salvación final (Is 55,1). Llegarán días «en que enviaré hambre al país; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oir la palabra del Señor» (Am 8,11). En las profecías se mencionan el hambre y la sed como signos del juicio. Dado que la voluntad de Israel sólo tiende al placer terreno, a la música y la bebida, «sus nobles morirán de hambre, y la plebe se abrasará de sed» (Is 5,12x). Un vaso de agua fresca, aun el que se dé al más humilde, no quedará sin recompensa (Mt 10,42). Metafóricamente, la sed puede convertirse en deseo absoluto de justicia. «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ésos van a ser saciados» (Mt 5,6). En el tiempo futuro de la salvación, el hambre y la sed serán calmadas, es decir, el deseo de vida eterna será satisfecho (Ap 7,16). «Quien tenga sed, que se acerque; el que quiera, coja de balde agua viva» (Ap 22,17). seis

El número seis tiene una importancia relativamente pequeña en la creencia de los pueblos. Se le considera un número cósmico que designa todas las direcciones principales del universo: no sólo los cuatro puntos cardinales, sino también las direcciones hacia arriba («zenit») y hacia abajo («nadir»). El cuadrado con sus seis lados es la piedra de construcción ideal. En la antigua India, el número seis aparece en la figura geométrica del hexagrama, formada por dos triángulos encajados entre sí, uno de los cuales indica el aspecto creador de Visnú, y el otro, el aspecto destructor de Shiva. El calendario preislámico tenía seis estaciones anuales de dos meses cada una. En la Biblia tiene gran importancia el relato de los seis días de la Creación. «Y el día sexto quedaron concluidos el cielo, la tierra •y sus muchedumbres» (Gn 2,1). Conforme a ello, se establece esta norma para el hombre: «Durante seis días trabaja y haz tus tareas»; pero el día séptimo está destinado al Señor como día de descanso (Ex 20,9s). Durante seis años se sembrará la tierra y se recogerá la cosecha; «pero el séptimo año la dejarás en barbecho» (Ex 23,1Os). En memoria de la huida de Egipto, llevada a cabo con la ayuda de Dios, los israelitas, después de volver a sus tiendas, deberán comer panes ázimos durante seis días; «el séptimo habrá asamblea en honor del Señor» (Dt 16,8). En una manifestación antinatural, el seis puede ser también expresión de poderes hostiles a Dios; éste es el caso del gigante con seis dedos en cada mano y en cada pie, que insultó a Israel (2 Sin 21,20s). En el Apocalipsis aparece entre los enemigos de Dios un animal con una cifra humana, «y su cifra es 666» (Ap 13,18). Independientemente de si se trata de una referencia velada a un poderoso de la tierra -se pensó sobre todo en el emperador Nerón- con esta cifra se descalifica la imperfección humana en su rebelión contra Dios, puesto que el seis y los números formados con él son signo de lo creatural y están en todo caso bajo el sagrado y divino siete. Así como Dios creó el mundo en seis días, del mismo modo seis ángeles que tocan la trompeta introducen la ruina de este mundo; cuando el séptimo ángel comience a tocar, «llegará a su término el designio secreto de Dios, como lo anunció a sus siervos los Profetas» (Ap 10,6s). Señalemos también la presencia del número seis en las tinajas de las bodas de Caná (Jn 2,6) y en las llamadas obras de misericordia (Mt 25,23s). En analogía con los seis días de la Creación, el Medioevo cristiano habló de seis edades del mundo: de Adán a Noé, de Noé a Abraham, de éste a David; la cuarta, hasta el exilio babilónico; la quinta, hasta la encarnación de Cristo y la sexta, hasta el fin del mundo. La vida misma del hombre fue dividida en seis etapas: infancia, niñez, adolescencia, juventud, madurez y vejez. sello Por sello puede entenderse tanto la señal grabada en un objeto como su marca en cualquier superficie. Originariamente servían como sello cilindros de arcilla con un signo grabado; poco después aparecieron también los anillos de sello o los sellos de mano que se llevaban colgados al cuello. Los sellos y su simbolismo -de ordinario eran signos tomados del mundo religioso- se utilizaban para asegurar la propiedad; en Sumeria, donde solían ser de piedras semipreciosas, tenían también significado de amuleto, debían proteger a su portador de los males y recomendarlo a los dioses. En la magia judía, el hexagrama y el pentagrama, como imagen del sello, debían mantener alejados a los espíritus del mal; ambos signos fueron recibidos por el islam como «sellos de Salomón». Sellar designa el manejo del sello y significa autentificar legalmente, firmar (1 Re 21,8). El sello es algo muy personal. La esposa del Cantar de los Cantares dice a su amado: «Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón» (Cant 8,6). En otro pasaje se llama a la esposa «fuente sellada» (Cant 4,12). La marca del sello manifiesta que ya hay un propietario; el sellar significa, pues, la inviolabilidad para otros. La cueva de los leones a la que fue arrojado Daniel fue sellada personalmente por el rey (Dn 6,18). Dios puede

sellar las estrellas, es decir, impedir que salgan (Job 9,7); y sella muchas revelaciones impidiendo así que se conozcan. Daniel recibe esta orden: «Guarda estas palabras y sella el libro hasta el momento final» (Dn 12,4). El «delito sellado en un saco» (Job 14,17) significa el perdón de los pecados que el hombre espera. En la acción de sellar con el Espíritu Santo (Ef 1,13), Dios toma oficialmente posesión del hombre como propiedad suya; de ahí la invitación que se le hace: «No irritéis al santo Espíritu de Dios que os selló para el día de la liberación» (Ef 4,30). El «sphragis» adquiere en las cartas de Pablo el sentido de marca indeleble y se convierte en «signum» con carácter de confirmación. «Y el que nos mantiene firmes -a mí y a vosotros- en la adhesión al Mesías es Dios que nos ungió; El también nos marcó con su sello» (2 Cor 1,21s). La cueva de los leones sellada en la que Daniel esperaba su liberación es figura de la tumba sellada, de la que Cristo se levantó de entre los muertos (Mt 27,66). Antes de las catástrofes del tiempo final, Dios hace marcar con su sello, como propiedad suya, a sus siervos (Ap 7,28), para conducirlos incólumes a través de los tribunales; el sellar es aquí una referencia simbólica a la solicitud especial de Dios para con sus fieles. El obispo Cirilo de Jerusalén designó el bautismo como «vestidura de luz», como «sello sagrado e inviolable», y decía a los catecúmenos: «El Espíritu Santo sellará vuestras almas. Vosotros seréis elegidos para el servicio del gran rey». La unción con el crisma se designa en la Iglesia oriental como «sphragis» (sello); en una oración que se pronuncia durante la consagración del óleo se pide que los bautizados y ungidos «permanezcan por este sello firmes y vigorosos, indemnes e inviolables». En el rito romano del bautismo se hace la señal de la cruz sobre la frente del neófito; en este «sphragis» bautismal, que vuelve a marcar el alma con la semejanza primigenia con Dios, reconoce el Señor a los suyos. seno El seno (en hebreo, «hek») designa la zona de los riñones y del muslo superior y es símbolo de la salvaguardia y protección que se da a los niños (1 Re 17,19) y también a la amada (2 Sin 12,8). Tiene significado eminentemente simbólico cuando se pone a un recién nacido en el regazo o junto al pecho (Rut 4,16). El seno puede adoptar el significado de vientre materno (Sal 22,10-11). En el Nuevo Testamento, la palabra «seno» se traduce también por «pecho» (en griego, «kolpos»). Así se dice que el Hijo unigénito descansa en el pecho o en el seno del Padre celeste (Jn 1,18). La entrada en el seno de Abraham equivale al recibimiento en el cielo; así, el mendigo Lázaro fue llevado por ángeles al lugar de los que han nacido a la nueva vida (Le 16,22-23). En el arte medieval, algunas ilustraciones de la parábola del rico y el pobre muestran el alma de Lázaro en el seno de Abraham. Este tema -con frecuencia también varias almas (figuritas desnudas)- se utilizó de forma consciente como alusión al paraíso. Seres vivientes (los cuatro) En los siglos rv y m antes de Cristo, los signos zodiacales toro, león, escorpión y acuario eran las constelaciones en cuyo signo la situación del sol anunciaba el comienzo de cada una de las estaciones del año. El toro era la constelación del equinoccio de primavera, el león indicaba el solsticio de verano, el escorpión, el equinoccio de otoño, y acuario, el solsticio de invierno. Según la concepción del antiguo Oriente, las cuatro constelaciones estaban en las cuatro «esquinas» del mundo, limitado por el zodíaco. Dado que para el mundo supersticioso de la Antigüedad el signo zodiacal del escorpión era inquietante, fue sustituido con frecuencia por el signo afín del águila. En la religión y en el arte de la antigua Mesopotamia, ciertas figuras mixtas aladas (especialmente el león o el toro con cabeza de hombre) eran manifestaciones de fuerzas divinas. Recuérdense también los dioses astrales babilónicos Nabu (acuario), Nergal (león alado), Marduk (toro alado) y Ninurta (águila).

El profeta Ezequiel se encontraba en el exilio babilónico cuando contempló la gloria de Dios: en medio del resplandor «aparecía la figura de cuatro seres vivientes; tenían forma humana, cuatro rostros y cuatro alas cada uno... Su rostro tenía esta figura: rostro de hombre, y rostro de león por el lado derecho de los cuatro, rostro de toro por el lado izquierdo de los cuatro, rostro de águila los cuatro» (Ez 1,5-10). Los cuatro seres vivientes, como cimas visibles de la creación, llevan el trono de Dios: el león encarna las fuerzas físicas, el toro, la fecundidad, el águila, la rapidez, y el hombre, el espíritu. Pero, puesto que toda la Creación es un reflejo de Dios, las cuatro figuras simbolizan también al mismo tiempo los cuatro rasgos esenciales más importantes de Dios: el león, su poder; el toro, su fuerza creadora; el águila de vista penetrante, su omnisciencia, y el hombre, la voluntad divina. Después se reveló también la gloria del Señor en los cuatro seres vivientes rodeados de resplandor; Ezequiel caracteriza a los seres con cuatro alas y cuatro rostros como querubines (Ez 10,14-22). La concepción de que Yahvé reina «sobre querubines» se encuentra ya en Samuel (1 Sin 4,4; 2 Sm 6,2). Cuando se dice que cada uno de los seres vivientes iba en la dirección que mostraba su rostro (Ez 1,12), se indican con ello los cuatro puntos cardinales, las regiones del mundo, y se hace una referencia a la soberanía de Dios. También el vidente de Patmos contempló «cuatro seres vivientes llenos de ojos por delante y por detrás; el primero se parecía a un león, el segundo a un novillo, el tercero tenía cara de hombre y el cuarto parecía un águila en vuelo» (Ap 4,6s). A diferencia de la visión de Ezequiel, aquí los cuatro seres vivientes están claramente separados en su forma y no son figuras mixtas; también tienen seis alas (Ap 4,8), pero tienen la misma función: rodear y llevar el trono de Dios; también son, en definitiva, símbolos de la creación terrena y, por tanto, en un sentido más profundo, indican al mismo tiempo la gloria de Dios. Los vivientes del Apocalipsis, en cuyo centro «había un Cordero de pie, aunque parecía degollado» (Ap 5,6), se convirtieron pronto en símbolos de Cristo y de los evangelistas, aunque su adscripción no es uniforme en los distintos Padres de la Iglesia. Ya Ireneo relaciona la visión de Juan con la de Ezequiel. Los cuatro símbolos posteriores de los evangelistas se remontan a Jerónimo. Las imágenes de los animales se atribuyeron a los evangelistas según el contenido del evangelio respectivo. Mateo comienza con la presentación del origen humano del Señor y por eso su símbolo tiene «rostro de hombre». El evangelio de Marcos empieza con Juan Bautista, el «predicador del desierto»; por eso Marcos recibió como atributo el león. Lucas habla pronto de la ofrenda de Zacarías, simbolizada por el toro sacrificial; otra interpretación ve en el atributo de Lucas una referencia a Juan, el hijo otorgado por Dios a Zacarías, a pesar de que tanto él como su mujer eran de edad avanzada (el toro, símbolo de la fecundidad). Por medio del evangelista Juan habló con gran poder el Espíritu, sus palabras se elevaron a las alturas, de las que descendió la Palabra eterna; esto se simboliza mediante el águila. Como ilustración de la visión de Ezequiel, los cuatro evangelistas fueron también concentrados en una figura, el tetramorfo; pero este motivo desaparece del arte después del siglo xil. En las figuras del hombre, el toro, el león y el águila, algunos vieron también alusiones a la encarnación, la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo. Serpiente Debido a la forma de su cuerpo y a sus costumbres, la serpiente es uno de los animales que más miedo infunde al hombre. Por salir de agujeros y de la maleza, parece pertenecer al mundo subterráneo; por otra parte, a causa de su costumbre de exponerse al sol, es comparada con él. Según una concepción del antiguo Egipto, en el reino de los muertos viven demonios en forma de serpientes que vomitan fuego o están armadas con un cuchillo; pero, como ojo del dios solar Ra, la serpiente rechaza todo mal y, bajo la designación de Ureus, se convierte en emblema en la frente de los reyes. Muchas veces la serpiente, sólo con mirar a su víctima, la hechiza antes de matarla con su

veneno; por eso es símbolo de la muerte (saga griega de Laocoonte). Por su capacidad de regeneración, parece emparentada con la luna y remite a la vida que se renueva, a la inmortalidad; la serpiente de Esculapio enroscada en un bastón es todavía hoy un signo de la profesión médica. La primera afirmación bíblica sobre la serpiente menciona como su característica principal la astucia; más aún, «era el animal más astuto de cuantos el Señor Dios había creado» (Gn 3,1). Su lengua bífida está en consonancia con su «doblez»; mediante sus falsas promesas -«seréis como Dios» (Gn 3,5)- seduce a la primera pareja a comer el fruto prohibido. La aparición de la serpiente marca el momento decisivo del drama del paraíso: promete vida -«¡Nada de pena de muerte!» (Gn 3,4)-, pero en realidad trae la muerte. La maldición de Dios recae sobre la serpiente: «Te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida» (Gn 3,14). Entre ella y el hombre Dios pone hostilidad y anuncia a la serpiente que su cabeza será pisoteada (Gn 3,15). A los fieles se les da el poder de caminar sobre serpientes y víboras (Sal 91,13). El patriarca Jacob profetiza sobre su hijo Dan diciendo que «es culebra junto al camino, áspid junto a la senda: muerde al caballo en la pezuña, y el jinete es despedido hacia atrás» (Gn 49,17). El Señor envió contra su pueblo «serpientes venenosas» como castigo (Nm 21,6) por haber hablado contra Dios y contra Moisés; cuando los israelitas reconocieron su culpa y pidieron a Moisés que intercediera por ellos, el Señor le ordenó que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera en un estandarte. «Todo el que sea mordido y la mire, vivirá» (Nm 21,7s). El animal que fue más profundamente humillado por la maldición de Dios puede, por su palabra, convertirse en salvación de la humanidad. La serpiente de bronce es el modelo veterotestamentario del Salvador crucificado. «Lo mismo que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también el Hombre tiene que ser levantado en alto para que todos los que creen en El tengan vida eterna» (Jn 3,14s). En una ocasión Jesús propone a sus discípulos como imagen de la cautela la serpiente: «Sed cautos como serpientes e ingenuos como palomas» (Mt 10,16). Pero, fuera de este caso, la serpiente tiene significado negativo. El Señor dio a sus discípulos «potestad para pisotear serpientes y escorpiones» (Le 10,19). La serpiente es símbolo de los poderes infernales; es la personificación de Satanás, que será aplastado bajo los pies de los discípulos mediante el Dios de la paz (Rom 16,20). En el último libro de la Biblia reaparece de nuevo la antigua serpiente del paraíso en una figura apocalíptica como gran dragón rojo; es la «serpiente primordial que se llama Diablo y Satanás» y extravía a la tierra entera (Ap 12,9; 20,2). La ambivalencia de la serpiente se encuentra también en la patrística. Ambrosio de Milán habla del Crucificado como de una serpiente colgada en el madero («serpens in ligno suspensus»). La profecía de Jacob sobre Dan es aplicada por los Padres de la Iglesia a Judas (de la tribu de Dan), que por su traición fue culpable de la muerte del Señor. La personificación de la cautela adquirió en el Medioevo, en alusión a Mt 10,16, una serpiente como atributo. Los obispos bizantinos y coptos llevan en el extremo de su báculo dos serpientes como símbolo de la prudencia con la que deben presidir su comunidad. La perfidia de la serpiente del paraíso al acercarse a Eva se expresa cuando, desde el siglo xii, aparece en las representaciones de la tentación con cabeza de mujer (posteriormente, también la parte superior del cuerpo). Dragón. Glauben und Weltbild der Vólker (Tubinga 1983). siete El significado numinoso del número siete se apoya ciertamente en la observación de fenómenos naturales. Ante todo hay que pensar en la fase de la luna, de siete días de duración, pero también en los (cinco) planetas conocidos en la Antigüedad, a los que se añadieron el sol y la luna. El reconocimiento de siete colores en el arco iris y de siete tonos en la escala musical hizo que el siete se convirtiera en el número de

la plenitud, de la perfección. En conformidad con la concepción de siete cielos, los templos babilónicos constaban de siete niveles; la semana fue dividida en siete días; Ishtar llevaba siete velos. Los dioses sirios Baal y Mot, que se combatían mutuamente, gobernaban por turno cada uno siete años. En la religión irania, Ahura Mazda está rodeado por los siete «santos inmortales»; el grupo más importante de dioses védicos está formado por los siete Aditya. El número siete fue adoptado también por los griegos: hidra de siete cabezas, siete musas, siete maravillas del mundo. El siete es la expresión de la totalidad querida por Dios. La unidad de tiempo perfecta se articula en siete partes; baste pensar en los seis días de la Creación, concluidos y coronados por el día séptimo (Gn 2,2s). También el año séptimo tiene especial importancia (Ex 23,1Os). «La expiación y consagración del altar durará siete días» (Ex 29,37); la fiesta de la consagración del templo duraba dos veces siete días (1 Re 8,65). La palabra hebrea «saba» («jurar») viene de las siete cosas sagradas en las que se pronunciaba el juramento. Corno símbolo de la omnisciencia, Yahvé tiene siete ojos (Zac 4,10). El candelabro sagrado tiene siete lámparas (Ex 25,37). El siete reaparece sin cesar en la historia de la salvación: los -.siete días de espera», tras los cuales Noé soltó la paloma (Gn 8,10.12 i; las sie~ vacas gordas y las siete flacas; ld~ siete espigas gruesas y las siete finas que aparecen en el sueño del faraón (Gn 41,1-32); las siete vueltas de los siete sacerdotes a la ciudad de Jericó el séptimo día (Jos 6,4); la fuerza de Sansón radica en sus siete guedejas (Jue 16,13); en la era mesiánica, el sol brillará con una fuerza siete veces mayor que la de la luna (Is 30,26). En el segundo milagro de la multiplicación, Jesús alimentó a la multitud hambrienta con siete panes; «la gente comió hasta quedar satisfecha, y recogieron siete espuertas de sobras» (Me 8,5-8). El Padrenuestro tiene siete peticiones. En su intento de imitación de lo sagrado y lo divino, también el mal puede estar unido al número siete. Jesús expulsó siete demonios de María Magdalena (Le 8,2). El dragón apocalíptico tiene siete cabezas, cada una de ellas con una corona (Ap 12,3). Pero, en la mayoría de los casos, el siete es el número de la salvación y de lo divino. Ante el trono de Dios se encuentran siete espíritus, designados también como siete lámparas encendidas (Ap 1,4; 4,5). El rollo sellado con siete sellos indica la perfección del designio divino, cuya realización es encomendada al Cordero que tenía siete cuernos y siete ojos (Ap 5,1.6). En las visiones apocalípticas aparecen además siete truenos, siete trompetas, siete capas de ira, etc. El Medioevo cristiano vio en el siete una referencia al misterio del hombre creado por Dios: el cuerpo humano es simbolizado por el cuatro; el alma que busca a Dios, por el tres. Las siete virtudes se dividen en las cuatro cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y en las tres teologales (fe, esperanza y caridad). Por influjo de Isaías 11,2, se habla de siete dones del Espíritu Santo. El viernes anterior al Domingo de Ramos se convirtió en el día del recuerdo de los siete dolores de María: profecía de Simeón, huida a Egipto, pérdida de Jesús niño en el templo, encuentro en el camino hacia el Calvario, María bajo la cruz, descendimiento de Jesús, Cristo en los brazos de María, sepultura de Cristo. Agustín vio en el siete tanto el signo del pecado como el de la redención. La ambivalencia de este número se manifiesta además en que no sólo hay siete sacramentos, sino también siete pecados capitales. simiente, semilla La semilla contiene germinalmente todas las partes de la planta futura. Entre los antiguos labradores existía la costumbre de poner al recién nacido en un cesto de semilla y rociarlo con granos -originariamente en la esperanza de que la fuerza vital de la semilla se transmitiera al niño-. Puesto que del grano de semilla sólo puede brotar nueva vida cuando la antigua envoltura se rompe desde dentro (simbólicamente una muerte), la semilla se convirtió no sólo en imagen de la vida y del

desarrollo, sino también de la resurrección. El rito egipcio de cavar la tierra hace referencia a la muerte de Osiris, que, bajo la figura simbólica del grano de semilla, es sumergido en la tierra para levantarse después con la germinación de la semilla. La ley universal de la naturaleza (a excepción del paraíso) del nacer y morir aparece formulada por la palabra de Dios ya en el tercer día de la Creación: «Verdee la tierra hierba verde que engendre semilla y árboles frutales que den fruto según su especie y que lleven semilla sobre la tierra» (Gn 1,11). Sobre los israelitas pesa esta amenaza, si se apartan del mandato de Dios: «Sembraréis en balde, pues vuestros enemigos se comeran la cosecha» (Lv 26,16). En las manos del sembrador divino, los elegidos se convierten en granos de semilla; el Señor «sembrará en el país» al pueblo de Israel (Os 2,25). Más aún, toda la vida humana se parece a una simiente y a su cosecha: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares; al ir iba llorando llevando la semilla, al volver vuelve cantando trayendo sus gavillas» (Sal 126,5s). La palabra hebrea «zéra» significa no sólo la semilla de las plantas, sino también la del hombre y el animal. Dios estableció hostilidad entre la «semilla de la mujer» (con lo que se indica su descendencia) y la de la serpiente (Gn 3,15); la «semilla de la mujer» puede interpretarse como referencia al Mesías, que nace de María, la nueva Eva, y pisa la cabeza de la serpiente (personificación de la amenaza a toda semilla buena, es decir, a todo desarrollo de la vida). El hombre cosechará aquello que siembre (Gál 6,7). Pero no es indiferente el suelo en el que cae la semilla: «El que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna» (Gál 6,8). Y en otro pasaje se dice: «A siembra mezquina, cosecha mezquina» (2 Cor 9,6). Pero la palabra «semilla» no ha de entenderse sólo en sentido terrenocreatural, sino más bien en sentido espiritual. El grano de semilla se convierte en imagen de la palabra de Dios; en la parábola del sembrador dice Jesús: «El sembrador siembra la palabra» (Me 4,14), o, en la tradición de Lucas (8,11): «La semilla es la Palabra de Dios». El que escucha la Palabra, pero la ahoga en las preocupaciones por lo mundano y en la seducción de la riqueza es comparable a las zarzas, que no dejan germinar la semilla. Pero el que abre por completo su corazón es como la tierra buena que produce fruto abundante (Mt 13,22s). Más aún, la semilla misma designa a los «hijos del Reino» en contraposición a la cizaña, los hijos del Malo (Mt 13,38). En otra parábola, Jesús compara el Reino de los cielos con un grano de semilla: «Cuando se siembra en la tierra es la semilla más pequeña de todas, pero, una vez sembrada, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra» (Me 4,30ss). El pequeño y poco vistoso grano de la mostaza negra simboliza la naturaleza y la fuerza de una fe inquebrantable, que hace posible lo imposible (Mt 17,20; Le 17,6). Finalmente, la semilla sumergida en la tierra, que al germinar sale de la oscuridad a la luz, se convierte en una imagen de la resurrección de los muertos: «Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible...; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42ss). Los fieles wé vuelven a nacer «no de una semilla mortal, sino de una inmortal, por medio de la palabra de Dios viva y permanente» (1 Pe 1,23). Los Padres de la Iglesia vieron en el pequeño grano de semilla al Redentor, que, sembrado en la humanidad (encarnado), crece hasta convertirse en el árbol gigantesco de la Iglesia. En libros de oraciones y biblias del Medioevo tardío, la parábola de la semilla y de los cuatro terrenos en los que cae (en el camino, en suelo pedregoso, entre zarzas y en tierra buena, según Mt 13,3-8) se presenta muchas veces juntamente con Cristo como maestro y con los discípulos. sol La fuerza del sol, productora de luz y de calor, fue reconocida ya por el hombre prehistórico y venerada como manifestación de un poder supraterreno. Por su regularidad en levantarse cada mañana de la oscuridad, el sol era para los

egipcios garante del orden cósmico. La imagen del sol alado -que tuvo su origen en Egipto y después fue recibida por los asirios y los persasse basa en la comparación del astro del día con un ave. Especulaciones ligadas a los hechos de caer y levantarse convirtieron en Babilonia al sol en héroe y vencedor en la lucha contra el poder de la muerte y en anunciador del derecho divino; el rey Hammurabi afirmó haber recibido las leyes de la mano del dios solar Shamash. El sol surgió por la palabra de Dios el cuarto día de la Creación; él es el dominador del día (Gn 1,14-19). Así como la irradiación del sol se extiende a todas las cosas, del mismo modo la gloria de Dios se manifiesta en todas sus obras (Eclo 42,16). En Isaías (60,20) el sol cósmico se convierte en metáfora del sol celeste: «Tu sol ya no se pondrá ni menguará tu luna, porque el Señor será tu luz perpetua». Los hijos de Coré ensalzan al Dios viviente: «Porque el Señor es sol y escudo» (Sal 84,12). El canto antiquísimo del héroe solar reaparece en el Sal 19,6s: «como un héroe», recorre su camino. «Asoma por un extremo del cielo y su órbita llega al otro extremo: nada se libra de su calor.» Los que llevan a Dios en el corazón son comparados en el libro de los Jueces (5,31) con el sol saliente. La esposa del Cantar (6,10) es hermosa como la luna y pura como el sol. El pasaje del Antiguo Testamento más importante para el cristianismo está en Malaquías (3,20; según otra numeración, 4,3): «Pero a los que respetan mi nombre los alumbrará el sol de la justicia». Para la radiación del sol el hebreo no tiene una palabra propia; por eso se encuentran perífrasis como «lengua de la luz» (Eclo 43,4) y «alas del sol» (Mal 3,20). Cristo es el «sol que nace de lo alto» e ilumina a los que «viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Le 1,78s). El mismo Jesús utilizó el sol como imagen del amor divino que abarca a buenos y malos (Mt 5,45). En la transfiguración de Jesús, su rostro brilló como el sol, y sus vestidos se volvieron «resplandecientes como la luz» (Mt 17,2). También el vidente de Patmos contempló al Hijo de Dios, cuyo semblante «resplandecía como el sol en plena fuerza» (Ap 1,16). Siguiendo a Cristo, los justos «brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43). El hecho de que al morir Jesús se oscureciera el sol (Le 23,45) fue para los creyentes un símbolo de la muerte del sol verdadero. En el Apocalipsis (12,1) aparece en el cielo una gran señal, «una mujer envuelta en el sol», que es una imagen de la madre de Dios y de la Iglesia. La Iglesia primitiva dio un contenido nuevo con el misterio de la Resurrección al antiguo día del sol; el domingo pasó a ser el día del Señor. Como el sol que se oculta por la tarde en occidente vuelve a salir por la mañana en oriente, así Cristo se levanta de entre los muertos; el sol de la justicia ha «llevado el occidente al oriente y crucificado la muerte para la vida» (Clemente de Alejandría). Los cristianos de la primera época oraban de cara al sol, y hasta la época moderna las iglesias estaban orientadas a la salida del sol. Según Hilario de Poitiers, el Logos es como el sol: sus rayos están eternamente dispuestos a iluminar dondequiera que se abran las ventanas del alma humana. La fiesta de la conmemoración del nacimiento de Cristo, celebrada al principio el 6 de enero, fue trasladada hacia la mitad del siglo rv al 25 de diciembre para desplazar la fiesta del culto al «sol invictus», al dios del Imperio romano de la época. Algunas miniaturas carolingias representan junto a la cruz la figura del sol, que, avergonzado por la crucifixión del sol verdadero, se cubre la cabeza. sombra Según la concepción de los pueblos primitivos, la sombra es el segundo yo o la verdadera alma del hombre. En tumbas del antiguo Egipto se muestra con frecuencia cómo la negra sombra del difunto abandona la tumba en compañía del ave del alma. Según Homero, los difuntos tienen en el mundo subterráneo una existencia en sombras. Otra concepción ve en la sombra el contraste con el calor sofocante y de este modo se convierte en un símbolo de la protección; así, los egipcios creían que la sombra de un dios reposaba sobre el faraón y que los lugares sagrados estaban bajo la sombra de su dios. El habitante de regiones cálidas, y por tanto también el hombre bíblico, ama la sombra como

lugar de refugio del sol ardiente. El que se cobija a la sombra de un techo goza de la protección del dueño de la casa rGn 29.8'. En una especie de fábula diep la zarza a los otros árboles que la han elegido rey: «Si de veras queréis ungirme rey vuestro, venid a cobijaros bajo mi sombra» (Jue 9,8-15). Al que habita al amparo del Altísimo, «a la sombra del Todopoderoso», no puede hacerle nada toda la maldad del mundo (Sal 91,1s). Los elegidos del Señor están seguros «a la sombra de su mano» (Is 49,2). En la lucha contra la perfidia de los hombres, el salmista implora así a Dios: «Piedad, Dios mío; piedad, que me refugio en ti; me refugio a la sombra de tus alas, mientras pasa la calamidad» (Sal 57,2). La sombra puede ser una referencia simbólica a la caducidad de todo lo terreno. «El hombre no dura más que un soplo, el hombre se pasea como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién» (Sal 37,9). Después de alabar al Señor en presencia de toda la comunidad, David dijo: «Ante ti somos emigrantes y extranjeros, igual que nuestros padres. Nuestra vida terrena no es más que una sombra sin esperanza» (1 Cr 29,15). En Marcos 4,32 aparece la sombra como una metáfora de la protección; del grano de mostaza sembrado, que llega a ser más grande que las demás hortalizas, se dice que «los pájaros pueden anidar a su sombra». El poder taumatúrgico de los apóstoles podía actuar también a través de su sombra; por eso la gente sacaba a los enfermos a las callejas y los ponían en catres y camillas «para que, al pasar Pedro, por lo menos su sombra cayera sobre alguno» (Hch 5,15). Como hermana oscura de la luz, la sombra alude al lado amenazante del ser; pero Jesús nació para iluminar «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Le 1,79). La sombra ha de concebirse siempre como complementaria de aquello que la produce. Los sacerdotes de la Iglesia que ofrecen los dones según la ley son como una sombra de las cosas celestes (Heb 8,5), «pues la ley sólo contiene una sombra de los bienes definitivos y no la imagen misma de lo real» (Heb 10,1). sueño El sueño está cerca de lo inconsciente y precreatural, de la oscuridad y de lo amorfo. Antes de que el dios sumerio Enki diera la orden para la creación de los hombres, yacía en un sueño profundo. El tiempo primigenio se parece a un crepúsculo vespertino, y los dioses primigenios aparecen con frecuencia como «indolentes» y «cansados». En varios mitos y cuentos (La bella durmiente) se habla repetidas veces del sueño como símbolo de la muerte. Mientras que Gilgamés dormía de cansancio, la serpiente le robó la hierba de la inmortalidad, es decir, a causa del sueño, el héroe perdió el derecho a la vida eterna. En el mito griego, Hypnos, el sueño, y Thanatos, la muerte, son hermanos. La intervención de Dios en la historia de la salvación se introduce a veces en la Antigüedad mediante un profundo sueño que invade al hombre. Así, mientras Adán dormía, el Señor le sacó una costilla y de ella formó a la primera mujer (Gn 2,21). De Abraham se dice que, a la caída del sol, lo invadió un «sueño profundo», en el que se le comunicó la revelación divina (Gn 15,12). En general, el sueño es un «medium» de predicciones celestes. «En sueños o visiones nocturnas, cuando el letargo cae sobre el hombre que está durmiendo en su cama», el Señor le abre el oído (Job 33,15s). La pérdida de la conciencia y el paso al mundo del sueño pueden verse también como una amenaza. El piadoso salmista sabe que, cuando se acuesta y se duerme, está bajo la protección de Dios (Sal 3,6). Yahvé no duerme, sino que mantiene siempre la vigilancia sobre su pueblo: «No permitirá que tropiece tu pie, tu guardián no duerme» (Sal 121,3s). En Isaías (29,10), el sueño es una imagen del pecado y del endurecimiento de corazón: «Porque el Señor derrama sobre vosotros un soplo de sueño profundo, que tapará vuestros ojos (los profetas) y cubrirá vuestras cabezas (los videntes)». Por último, el sueño puede tornarse imagen de la muerte corporal o espiritual. A los babilonios se les dará un narcótico «para que se sumerjan en un sueño eterno y no vuelvan a despertarse de él» (Jr 51,57). Después del sueño en el «país del polvo», la muerte, unos despertarán para la

vida eterna y otros para la ignominia perpetua (Dn 12,2). En el momento decisivo de la transfiguración del Señor, Pedro y sus compañeros «se caían de sueño» (Le 9,32). En sentido figurado, se advierte a los fieles del peligro del sueño espiritual y se les invita a una intensa vigilancia. «Estad en vela, que no sabéis cuándo llegará el dueño de casa... no vaya a presentarse de pronto y os encuentre dormidos» (Me 13,35s). El mal, el pecado, la muerte entran con más facilidad en el corazón de los que duermen; por eso Jesús exhortó así a sus discípulos: «Velad y orad para que no caigáis en tentación» (Me 14,38). Según Pablo, el sueño se parece a caminar en tinieblas, en el reino de las sombras. «Por eso no durmamos como los demás, estemos despiertos y despejados» (1 Tes 5,6). En la carta a los Efesios (5,14) se habla del sueño de la muerte: «Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte y te iluminará el Mesías». También refiriéndose a la muerte de Lázaro, Jesús habla de «sueño» (Jn 11,11-14). El que se ha «dormido» (1 Cor 11,30) no puede ya ser contado entre los vivientes. En contraste con la vigilancia y la atención interiores como signos de autoconciencia religiosa, en el lenguaje religioso del critianismo antiguo y medieval, el sueño es una imagen de inconsciencia y de preocupación mundana. Según Clemente de Alejandría, un hombre que duerme es como un muerto, no sirve para nada; por eso los creyentes deberían levantarse con frecuencia de su lecho durante la noche y alabar al Señor; de la misma idea nacieron los «nocturnos» que en algunos monasterios se rezan en las horas usualmente destinadas al sueño. Agustín y Juan Crisóstomo hablan de sueño refiriéndose a la muerte de Jesús. En la iconografía cristiana, las vírgenes que duermen se contraponen a las que están en vela (en alusión a Mt 25,113), y en el tema de la resurrección de Cristo aparecen con frecuencia dos guerreros; uno de ellos olvida por el sueño la salvación, el otro la vive con la mente despierta. tau (letra) En el alfabeto hebreo-fenicio del período preexílico, la letra semítica «tau» se transcribe con X, mientras que el signo fenicio tiene de ordinario la forma de cruz griega (+). En la escritura sinaítica antigua, la «tau» tenía el significado originario de una «marca judicial». Como última letra del alfabeto hebreo, la «tau», en analogía con la «omega» griega, se consideraba como una referencia simbólica a la consumación. La letra griega «tau» se escribía en forma de T y era conocida en la Antigüedad como imagen de la cruz y de la muerte en cruz. La «tau» era al mismo tiempo el signo numérico de 300. Ezequiel vio en una visión al escribano celeste envuelto en lino y oyó esta orden divina: «Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén y marca con la letra "tau" en la frente a los que se lamentan afligidos por las abominaciones que en ella se cometen». Y luego el Señor dio a otras seis figuras celestes el encargo de aniquilar a todos aquellos que no estuvieran marcados con la «tau» (Ez 9,4ss). El poner el sello a los elegidos es en el Apocalipsis una referencia simbólica al cuidado especial con que Dios tratará a sus fieles cuando llegue la tribulación final. Es verdad que la «tau» no se menciona expresamente, pero se percibe el paralelismo con la visión de Ezequiel cuando los ángeles del juicio reciben esta orden: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente con el sello a los siervos de nuestro Dios» (Ap 7,3). El que lleve «el signo del Dios vivo» vencerá a la muerte. Los Padres de la Iglesia interpretan la «tau» como signo de la cruz: «el que lleva este signo no sucumbe a la muerte» (San Jerónimo). La frase del Señor en el sermón de la montaña de que «no desaparecerá una sola letra o un solo acento de la Ley» hasta que todo se haya cumplido se aplica al misterio de la cruz porque en la letra y en el trazo del acento se ve la «tau». La exégesis alegórica ve en el núme-ro 300 (expresado en griego por la letra «tau») una referencia velada al signo de la cruz. Por eso los 300 hombres que siguen a Gedeón en la lucha contra los madianitas (Jue 7,6) son una imagen

de los que creen en el crucificado. La T pintada en las losas sepulcrales de las catacumbas no es otra cosa que el signo de la salvación. templo En tiempos antiguos los templos no servían como lugar de reunión de los fieles, sino como espacio de una permanencia especial, como morada de los dioses. En muchos casos el santuario con la imagen de la divinidad estaba completamente oscuro, indicando en cierto modo el misterio inescrutable del ser divino. Los templos del antiguo Oriente tenían también significado cósmico; así, los «zigurats» en forma de escalera de la antigua Mesopotamia se veían como símbolo del monte universal. En la Uruk sumeria, los templos estaban orientados con los ángulos hacia los cuatro puntos cardinales. En los templos egipcios, la parte inferior simboliza la tierra, de la que brotan las plantas (el papiro, el loto y la palmera en forma de columna); el techo, adornado con estrellas y aves divinas, hace referencia a la bóveda celeste. En los pueblos semitas, pero también en los indogermanos, el templo se convirtió en lugar de asilo para los que buscaban protección. La palabra hebrea para el espacio principal del templo («hekal») significa originariamente «tienda suntuosa» o «edificio suntuoso», como era usual entre los soberanos orientales. Salomón hizo construir el templo en el monte Moria (2 Cr 3,1). Cuando el arca de la alianza fue trasladada al santuario, «la nube llenó el templo... la gloria del Señor llenaba el templo» (1 Re 8,l0s). El santuario («debir») era un espacio sin luz, en conformidad con las palabras del Señor de que El quería habitar en la oscuridad (1 Re 8,12). Salomón oró así en la dedicación del templo: «Yo te he construido un palacio, un sitio donde vivas para siempre» (1 Re 8,13). También las generaciones posteriores saben que Yahvé está presente en el templo. Isaías (6,1) vio al Señor «sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo». Puesto que Dios mismo es el creador de la luz, no tiene necesidad de la luz que El creó. El que vive ante el templo vivirá, puesto que un día junto a Dios cuenta más que mil días entre los hombres. «Prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir en la tienda del malvado» (Sal 84,11). Pero los profetas manifestaron con claridad a sus contemporáneos que no es el templo exterior, sino únicamente la pureza moral del pueblo de Israel la que decide sobre la presencia de Dios (ver Jr 7,3-15). Ya Salomón reconocía que Dios no cabe en el cielo ni en lo más alto del cielo, «¡cuánto menos en este templo que he construido!» (1 Re 8,27). En Isaías (56,7) el significado del templo se amplía hasta convertirse en «casa de oración para todos los pueblos», con lo que el templo de Jerusalén ya no es sólo el centro cultual del pueblo judío, sino que se convierte en el centro sagrado de toda la humanidad. Los judíos eran plenamente conscientes del significado cósmico originario del templo. Según el historiador judío Flavio Josefo, las tres partes del templo debieron corresponder a la composición visible del mundo: el atrio al mar, el espacio central a la tierra y el santuario al cielo. La crítica al templo, que ya aparece en el Antiguo Testamento, conduce, a través de las palabras de Jesús de que hay algo más que el templo (Mt 12,6), a una nueva interpretación. El verdadero templo no está hecho de piedras terrenas, sino del cuerpo de Cristo; en este sentido dijo el Salvador a los judíos: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19; cf. Me 14,58). El dualismo de amor al templo y crítica al templo se encuentra también en Pablo, quien, por una parte, visita el templo de Jerusalén después de haberse purificado (Hch 21,26) y, por otra, proclama en el Areópago: «El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene... no habita en templos construidos por hombres» (Hch 17,24). El templo como morada de Dios puede construirse en cada cristiano. Pablo escribe en su primera carta a los Corintios (3,16): «¿Habéis olvidado que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Más aún, toda la cristiandad se convierte en «un templo consagrado por el Señor», construido «sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, con el Mesías Jesús como piedra angular» (Ef 2,20s). En la nueva Jerusalén ya no habrá templo, «su templo es el

Señor, soberano de todo, y el Cordero» (Ap 21,22). La comparación hecha por Cristo entre su cuerpo y el templo fue extendida también a su vida por los exegetas medievales; los 46 años en los que fue construido el templo del cuerpo de Cristo, según Jn 2,20, son la suma de los 34 años de la vida de Jesús y de los 12 que tenía María cuando lo dio a luz. Así como el templo de Salomón es figura del cuerpo material de Cristo, así los Padres de la Iglesia relacionan el cuerpo místico del Señor con la Iglesia espiritual. En la dedicación de la iglesia de Tiro, Eusebio comparó el edificio entero con el templo de Jerusalén y llamó a Constantino el Grande un nuevo Salomón; esta comparación se encuentra también en Alcuino, referida a la capilh imperial de Aquisgrán y a su constructor Carlomagno. Desde el siglo xi, la iglesia islámica de piedra, con su cúpula, construida en Jerusalén (final del siglo vil), se considera erróneamente como «templo del Señor» y entra como elemento en el sello de los templarios y en la pintura. Según Sicardo, en la Jerusalén celeste el templo es construido con piedras vivas, que -sin golpe de martillo ni fragor de hierro (cf. 1 Re 6,7)- se mantienen unidas por el vínculo del amor eterno. terremoto Ya en los textos de las pirámides se mencionan terremotos, descritos como «lenguaje» o «vibración» de la tierra; por miedo del poder del rey muerto, la tierra lo libera de su envoltura. Un himno a Osiris de la dinastía XIX dice: «Si tú te mueves, la tierra tiembla». El verdadero causante de los terremotos era Set; de acuerdo con ello, Plutarco habla de Tifón. En la antigua Mesopotamia, los terremotos tenían significado de mal agüero. Según la creencia popular griega, la tierra temblaba cuando pasaban sobre ella los dioses. Cuando Eneas pregunta en Delos a Apolo por su patria, tiemblan el templo y el laurel como signo de que ha sido escuchada su oración. Según la concepción israelita,, el terremoto se produce porque Yahvé sacude las columnas de la tierra (Job 9,6). En el fenómeno sísmico se revela la divinidad. Cuando Moisés salió con el pueblo del campamento al encuentro del Señor, todo el Sinaí estaba cubierto de humo; «toda la montaña temblaba» (Ex 19,18). Aunque Yahvé no está en las fuerzas de los elementos, puede indicar a través de ellas su llegada; así, su manifestación en el monte Horeb estuvo acompañada de tormenta, terremoto y fuego (1 Re 19,11s). Los terremotos anunciaban el poder del Dios de la victoria, que camina sobre los campos de Edom y hace temblar a la tierra; «los montes se agitaban ante el Señor» (Jue 5,4s). «El Señor reina, tiemblen las naciones, sentado sobre querubines, vacile la tierra» (Sal 99,1). La aparición de Yahvé en el juicio va acompañada de terremotos. Los corajitas que se rebelaron durante la peregrinación por el desierto, perecieron cuando el suelo se resquebrajó bajo sus pies y la tierra abrió la boca y se los tragó (Nm 16,31s). En el juicio sobre Babel temblará el cielo «y se moverá la tierra de su sitio por la cólera del Señor, el día del incendio de su ira» (Is 13,13). Cuando llegue el reinado final de Dios, la tierra quedará firmemente asentada y ya no vacilará (Sal 93,1). Al morir Jesús, «la cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron» (Mt 27,51s). También en la resurrección de Jesús «la tierra tembló violentamente» (Mt 28,2). Como signo de la llegada del Espíritu Santo y de que Dios ha escuchado la oración de los fieles, «retembló el lugar» donde estaba reunida la primera comunidad cristiana (Hch 4,31). Más tarde el Señor se sirvió de un terremoto para liberar de la prisión a los apóstoles Pablo y Silas; los cimientos de la cárcel temblaron, todas las puertas se abrieron de golpe y a todos los presos se les soltaron las cadenas (Hch 16,26). En el espanto que producirá la llegada del fin, «habrá terremotos en diversos lugares y habrá hambre» (Me 13,8; análogamente, Mt 24,7). En la visión apocalíptica de Juan, al abrise el sexto sello, «se produjo un gran terremoto..., las estrellas del cielo cayeron a la tierra... y montes e islas se desplazaron de su lugar» (Ap 6,12ss). En la última de las siete plagas, se produjo «un terremoto tan violento que desde que hay hombres en la tierra no se ha producido

terremoto de tal magnitud... todas las islas huyeron, los montes desaparecieron» (Ap 16,18ss). Los Padres de la Iglesia sostuvieron mayoritariamente la opinión de que los terremotos se producen por la intervención de Dios. Hilario y otros autores interpretaron los terremotos como expresión de la cólera divina. El temblor que tuvo lugar al morir Jesús es un signo del luto de los elementos naturales; en la crucifixión de Cristo suspiró la creación entera (León Magno). tienda La tienda que protege al hombre de las inclemencias del tiempo fue para numerosos pueblos una imagen del cielo que se extiende sobre la tierra. Fuentes antiguas e islámicas mencionan tiendas convertidas en santuarios de familias semíticas, que servían especialmente para guardar ídolos y custodiar a personas inculpadas por los oráculos. La concepción de la tienda cósmica resuena cuando Job (9,8) habla de que Dios «despliega el cielo» o cuando en otro pasaje (36,29) compara la tormenta con el «alboroto atronador de su tienda». El Señor que se viste de esplendor y majestad es el que «extiende el cielo como una tienda» (Sal 104,2); es el que reina muy por encima del círculo de la tierra y «el que tendió como toldo el cielo y lo despliega como tienda que se habita» (Is 40,22). El Dios que reina en la tienda del cielo quiere que también en la tierra, en medio de su pueblo, se le construya una morada de lonas de tienda (Ex 26,1-14). A Moisés le da esta orden: «Construirás el santuario ajustándote al modelo que viste en la montaña» (Ex 26,30); la tienda sagrada, llamada tienda de la fundación en la traducción de Lutero, no era, pues, otra cosa que el reflejo del modelo inmaterial supramundano. El Señor tomó posesión de su morada terrena cuando llenó con su resplandor la tienda del encuentro (Ex 40,34). Originariamente la tienda se parecía más al lugar de un oráculo, en el que Yahvé pronunciaba su sentencia (cf. Nm 11,16s) y daba a conocer sus disposiciones (Ex 33,7ss); la unión de tienda y arca de la alianza se pone de relieve por primera vez en la tradición del documento sacerdotal. La tienda protectora puede convertirse en imagen de la misericordia y de la ayuda de Dios: «El me guarecerá en su recinto durante el peligro, me esconderá en un rincón de su tienda» (Sal 27,5). La tienda es una metáfora de la protección celeste, que el Señor retira al malvado: Dios lo barre de su tienda y arranca sus raíces del suelo vital (Sal 52,7). En el salmo penitencial del rey judío Ezequías, la tienda aparece como imagen de la caducidad humana y de la transitoriedad de lo terreno: «Levantan y enrollan mi vida como una tienda de pastores. Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama» (Is 38,12). Pablo habla del anhelo del hombre por cambiar el albergue terreno, «esta tienda de campaña», por «un albergue eterno en el cielo, no construido por hombres». «Sí, los que vivimos en tiendas suspiramos abrumados, porque no querríamos quitarnos lo que tenemos puesto, sino vestirnos encima, de modo que lo mortal quedase absorbido por la vida» (2 Cor 5,1-4). El cuerpo humano y la vida terrena son comparados con una tienda; la demolición de la tienda es una imagen de la muerte (cf. 2 Pe 1,13x). La tienda sagrada del Antiguo Testamento era «esbozo y sombra de lo celeste»; la «verdadera tienda, erigida por el Señor, no por hombres», está en el cielo, y el sumo sacerdote que entró en ella y «se sentó a la derecha del trono de su Majestad» no es otro sino Cristo (Heb 8,1-5). Cuando sean erigidos el nuevo cielo y la nueva tierra, «la tienda de Dios» estará de nuevo entre los hombres y «El habitará con ellos» (Ap 21,3). La tienda (según la traducción de Lutero, la tienda de la fundación) es la morada celeste de Dios, que está abierta a todos los redimidos (Ap 15,5). La imagen del mundo del barquero y monje sirio Cosme Indikopleuste se parece (en contraste con la imagen esférica del mundo que compartía el Medioevo cristiano) a la tienda mosaica de la fundación. Desde el siglo VI el altar tiene con frecuencia un saliente, sostenido por cuatro (o más) apoyos, que en su origen constaba de un lienzo, el ciborio, que evoca la tienda sagrada

del Antiguo Testamento; la cúpula de ciborio se interpreta como un símbolo del cielo. Tierra, suelo Las imágenes del cielo y de la tierra proceden de una experiencia elemental del hombre, que se ve situado entre el arriba y el abajo, entre lo superior y lo inferior. Con el cielo y la tierra Dios coloca los polos del mundo. Para el hombre que vive unido a la naturaleza, la tierra es el seno materno de todo lo viviente; de ella proceden las plantas, los animales y el hombre, pero también vuelven a ella. El mundo subterráneo yace en el seno de la tierra oscura (Ersetu, para los babilonios; el Hades, para los griegos). Mientras que el cuerpo del hombre es de tierra, el espíritu-alma procede de Dios; esto ya lo reconocieron los antiguos egipcios, según cuya fe el dios Num forma el cuerpo humano de arcilla en un torno y le da el «ka» como fuerza vital. «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Cielo y tierra expresan aquí sencillamente el orden del arriba y el abajo, de espíritu y materia, ligado a la creación del mundo. La tierra propiamente no fue creada sino al tercer día (Gn 1,9s). La tierra, que contiene todos los elementos, se convirtió en imagen de lo creado y, por tanto, también de lo pasajero. Las plantas y los animales surgieron de la tierra por el poder de la palabra de Dios; finalmente, «el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo y sopló en su nariz aliento de vida» (Gn 2,7). El nombre «Adán» significa probablemente el que ha sido formado de «adamah» (polvo terrestre, suelo cultivable). La frase «lo formó del polvo de la tierra» no debe entenderse, naturalmente, en sentido literal; ya Agustín pensaba que una interpretación literal era una idea demasiado pueril. Este pasaje indica únicamente el origen terreno del hombre; pero no se debe, olvidar su origen celeste, expresado por boca de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26). Sólo a raíz del pecado del hombre, el arriba y el abajo adquieren significado ético; «maldito el suelo por tu culpa... Con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron» (Gn 3,17ss). Los hombres «habitan en casas de arcilla, cimentadas en barro» (Jb 4,19). Abraham confiesa ante Dios que él es sólo polvo y ceniza (Gn 18,27). Cuando el piadoso Job recibió el último mensaje de su desgracia, se rasgó el manto, se rapó la cabeza, se echó por tierra, se inclinó en adoración y dijo: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor» (Jb 1,20s). En el Eclesiástico (40,1) se habla de la tierra como «madre de todos los vivientes». En la segunda carta a los Corintios (4,6s), Pablo habla de la luz enviada por Dios a nuestros corazones: «pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro». El que sólo está pendiente de lo terreno, no alcanzará lo celestial, y de ahí la exhortación de Pablo: «Estad centrados arriba, no en la tierra» (Col 3,2). El carácter pasajero de la tierra prohibe al hombre acumular tesoros terrenos (Mt 6,19). En el Apocalipsis se llama «habitantes de la tierra» a aquellos cuya mente y cuyo anhelo están volcados sólo en las cosas terrenas y cuyos nombres no están inscritos «en el registro de los vivos que tiene el Cordero degollado» (Ap 13,8). Los elegidos que acompañan al Cordero son los «rescatados de la tierra» (Ap 14,3), es decir, están sustraídos a las leyes de lo terrenal y, por tanto, de la muerte. El símbolo litúrgico de la caducidad terrena es la ceniza. En la imposición de la ceniza al comienzo de la cuaresma se dicen estas palabras: «Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás», que recuerdan la expulsión de los primeros padres del paraíso y son un signo de disposición a la penitencia. En las obras de los Padres de la Iglesia, la tierra es de índole pasajera, carnal y pecadora; más aún, se llega a la equiparación formal de la tierra con la «carne humana». En la sepultura, el cuerpo -como grano de semilla de la futura vida transfigurada- es devuelto a la tierra; por eso, hasta hace poco tiempo, en la Iglesia católica no estaba permitida la cremación del cadáver. tinieblas Todo origen es oscuro y sólo es plenamente esclarecido por la luz de la revelación. La tiniebla se cierra a los ojos no iluminados y por

ello aparece a la visión del hombre, enturbiada por el pecado original, como algo misterioso, amenazador, e incluso malo. En las tradiciones de la antigua Mesopotamia y del antiguo Egipto, la tiniebla es símbolo de lo caótico, de lo informe, del estado previo a la creación. En él, en la oscuridad, habitan las fuerzas hostiles a los dioses y a los hombres, concebidas con frecuencia en forma de animal (dragón, serpiente). Para el hombre del Antiguo Testamento, la tiniebla no era sencillamente falta de luz, sino, como ésta, algo material y creado. «Yo soy el artífice de la luz y el creador de las tinieblas» (Is 45,7). Dios está más allá de lo claro y lo oscuro: «Tuyo es el día, tuya la noche» (Sal 74,16). En el pensamiento simbólico, la oscuridad está unida con el estado del comienzo, con la situación originaria: «La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tinieh1a» (Gn 1,2). El agua primigenia que había en la tiniebla fue la «prima materia» de la que surgió la luminosa creación. La tiniebla es una propiedad de la materia originaria, aún no formada por Dios ni sometida a ninguna ley. Cuando las imágenes adquirieron una connotación ética, a la idea de lo oscuro se unió la de la maldad y lejanía de Dios (cf. Job 36,20). Según una concepción profética, el día del juicio final las tinieblas caerán sobre los incrédulos (Am 5,18). En el Nuevo Testamento la noche se asocia al mal. «Si uno camina de noche, tropieza, porque le falta la luz» (Jn 11,10). Pero el que sigue a Cristo, no está en la oscuridad. «Todos vivís en la luz y en pleno día. No pertenecemos a la noche ni a las tinieblas» (1 Tes 5,5). Lo nocturno está asociado con la muerte, con lo subterráneo. Las tinieblas que envolvieron toda la región al morir Jesús (Le 23,44) eran para los cristianos antiguos una expresión visible del «viaje a los infiernos» de Cristo. Como imagen de la eliminación definitiva del mal y de la superación de la muerte, el Apocalipsis (22,5) hace esta promesa: «Noche ni habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o del sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos». Cristo nació en las tinieblas de este mundo; este hecho se pone de relieve en la tradición de las iglesias orientales mediante la imagen de la cueva de Belén. El llamado «Protoevangelio de Santiago», un escrito apócrifo de finales del siglo ii, habla detalladamente del nacimiento de Jesús en una cueva. El hecho mismo de fijar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre ha de entenderse así: en el transcurso de la noche más larga (solsticio de invierno) surge el sol de la salvación. En un sermón de Jerónimo se afirma: «El cosmos es testigo de la verdad de nuestra palabra. Hasta ese día crecen los días más oscuros; a partir de ese día disminuyen las tinieblas. Crece la luz, se reducen las noches. El día aumenta, el error disminuye, surge la verdad». Noche. toro y vaca Desde época prehistórica el toro y la vaca aparecen como símbolos de la fertilidad del cosmos y de la tierra. La idea del cielo que fecunda la tierra se encuentra en el dios indio de la lluvia, Indra, llamado el «toro de la tierra»; pero todo lo terreno nació de la vaca Prishni. El dios sumerio de la tormenta, Enlil, tenía el sobrenombre de «Dios del cuerno»; su esposa era Ningila, «la gran vaca». En el país del Nilo, la diosa del cielo, Hator, fue venerada bajo forma de vaca. Como animal que está proyectado tanto al cielo como al mundo subterráneo, la vaca se convirtió en un símbolo de la esperanza en una supervivencia después de la muerte; los lechos en los que reposaba el ataúd en las celebraciones fúnebres tenían forma de cuerpo de vaca. Los reyes egipcios tuvieron con frecuencia en el reino nuevo el sobrenombre de «Toro fuerte», y en el toro Apis se veneraba el «alma deliciosa» del dios Ptah. En todo el ámbito mediterráneo oriental los templos y altares se adornaban con las calaveras de becerros sacrificados; sus cuernos debían ahuyentar el mal. Puesto que en el pueblo judío estaba prohibido por mandato de Dios el castrar a los becerros (Lv 22,24), se trata siempre de toros, aun cuando en determinadas traducciones se lee «bueyes» (en la Vulgata, por ejemplo, «bos»). Debido tanto a su valor material como a su

significado simbólico, ligado a la idea de la fuerza generadora, de la fecundidad y de la vida, se consideraba a los toros como animales escogidos para sacrificarlos en ocasiones especiales, que eran decisivas para el bienestar de todo el pueblo; por ejemplo, el día de la reconciliación (Nm 29,8), en la dedicación del templo (1 Re 8,63) o al regreso del exilio babilónico (Esd 8,35). Sólo excepcionalmente se sacrificaban animales hembras con fines cultuales; éste era el caso de la vaca de color rojo y sin defecto, «que nunca haya llevado el yugo»; era quemada juntamente con ramas de cedro e hisopo y su ceniza se utilizaba para la preparación del agua lustral, con la que los israelitas se purificaban después de haber tocado un cadáver (Nm 19,112). Los doce toros situados en forma de cruz y divididos en grupos de tres, orientados, respectivamente, a los cuatro puntos cardinales y que sostenían el «mar de bronce» del templo de Salomón (1 Re 7,25), debieron ser un símbolo cósmico -compendio de los cuatro vientos, resumen de las cuatro estaciones del año- e indicar la victoria de Yahvé sobre los poderes del caos (representados en la imagen del mar primigenio). También se quiso interpretar el «mar de bronce» como el océano celeste, y los toros como los doce animales del zodíaco. En la imagen del toro se veía la fuerza de Dios. El becerro de oro que Aarcn mandó fabricar a petición del pueblú iEx 32,1-6) no fue propiamente un abandono de Dios, sino una violación de su precepto de no hacer imágenes de El. Aunque Moisés destruyó el becerro en un acto de cólera justificada (Ex 32,20), sobrevivió la antigua concepción de Dios bajo la imagen de un toro y, por razones políticas, fue utilizada después por el rey Jeroboán: «¡Ya está bien de subir a Jerusalén! ¡Este es tu dios, Israel, el que te sacó de Egipto!». Los dos becerros, colocados, respectivamente, en las fronteras norte y sur (1 Re 12,28s), debían poner al reino bajo la protección de Yahvé, pero fueron considerados como violación del mandato de Dios, puesto que con ellos se borraba la diferencia con los dioses en forma de toro de los pueblos circunvecinos. Los doce toros del «mar de bronce» fueron interpretados por varios exegetas (entre ellos Beda el Venerable) como imagen de los doce apóstoles, que van a los cuatro puntos cardinales para llevar a los pueblos el agua de la vida. La vaca sacrificada para la preparación del agua lustral simboliza, según Metodio de Olimpo, la carne asumida por Cristo para purificar el mundo: roja en referencia a la pasión, sin defecto por su inocencia, sin yugo porque estaba libre de todo pecado. El hecho de que en las imágenes de la gruta de Belén se encuentren el buey y el asno, aunque no son mencionados en el relato del nacimiento, tiene su origen en Isaías (1,3): «Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no conoce, mi pueblo no recapacita». El buey y el asno son en el establo de Belén los testigos del nacimiento de Cristo. torre El subir a una torre puede despertar sentimientos parecidos a los que suscita el subir a una montaña: las cosas cotidianas y los hombres se tornan más pequeños y el cielo parece acercarse. Las torres escalonadas de la antigua Mesopotamia («zikkurat») son imitaciones del monte del universo, y sus siete plantas eran símbolo del cielo planetario; el que llegaba a la plataforma superior había traspasado el ámbito profano. La cima de la torre llega -simbólicamente- al cielo; así hay que entender el nombre de la torre transmitido desde la época babilónica: «Piedra básica del cielo y de la tierra». La torre une lo superior y lo inferior, como atestiguan numerosos mitos y leyendas; baste recordar a Dánae languideciendo en una torre y fecundada por Zeus en forma de lluvia de oro. Las monumentales torres de las puertas de los templos egipcios, llamadas «pilones», fueron comparadas con dos diosas que levantan al dios solar. La construcción de la torre de Babel, cuya cima debía llegar hasta el cielo (Gn 11,4), fue el intento desesperado de restablecer, incluso contra la voluntad de Dios, el eje entre el cielo y la tierra, roto por el pecado original. La torre de Babel se convirtió así en un símbolo de la

arrogancia y la desmesura. Sin embargo, el Señor de los ejércitos ha establecido un día «contra todo lo orgulloso y arrogante... contra todas las altas torres» (Is 2,12.15); es el día del juicio sobre el orgullo de los hombres. Las torres levantadas en el muro o sobre una puerta y desde las que se puede reconocer a distancia al enemigo son una imagen de la vigilancia y de la protección. Desde la torre de Yezrael el vigía vio acercarse a la multitud de Jehú (2 Re 9,17). La torre levantada en medio de la viña del Señor (Is 5,2) es una imagen de la visión universal (omnisciencia) divina, que conoce el mal y lo hace fracasar. Aquí hay que mencionar el canto de alabanza a la hermosura de la novia del Cantar de los Cantares: «Es tu cuello la torre de David...», es decir, en ti no hay nada malo ni nada puede dañarte. La torre es, pues, un bastión del bien. «El nombre del Señor es un torreón de fortaleza: a El se acoge el honrado y es inaccesible» (Prov 18,10). En las tormentas del mundo Dios es el único verdadero refugio: «Tú eres mi refugio y mi bastión contra el enemigo» (Sal 61,4). En las parábolas de Jesús se encuentra la descripción de la viña con la torre (Mt 21,33), conocida ya por Isaías. Si la viña es una imagen de la Iglesia, la torre que se eleva sobre todo lo que hay a su alrededor alude a los vigilantes de la Iglesia, a los apóstoles y sus sucesores, que defienden la fe contra todos sus enemigos. Mientras que en el «Pastor de Hermas» se recoge el antiguo simbolismo bíblico de la torre y se traslada a la iglesia como lugar de refugio y baluarte, con la construcción de la torre en las iglesias -que no se generalizó hasta la época carolingia- y su peculiaridad como portadoras de campanas se añadió una nueva interpretación. Así como las campanas se concibieron desde el principio como elementos que exhortan a la humanidad, así se entiende también el lugar en que se conservan; según Honorio, la torre de las campanas es símbolo de la predicación pública. Cuatro torres, como solían construirse en las grandes iglesias románicas, hacían referencia a los cuatro evangelistas. En sintonía con el Cantar de los Cantares, en la letanía lauretana se alaba a María como «torre de David». Una torre coronada con almenas es símbolo de la pureza. En la iconografía medieval reaparece la torre como imagen de la arrogancia y el orgullo humanos, indicada mediante un hombre que se precipita al suelo cabeza abajo. tres En todos los pueblos existe el tres como número especialmente destacado. En él se supera la división; principio, mitad y fin están resumidos en él. El tres es una referencia simbólica a la unidad de la familia. padre, madre e hijo. Muchas religiones tienen sus tríadas de dioses: en Egipto, Osiris-Isis-Horus; en Babilonia, SinSamas-Istar. La santidad del tres tiene su fundamento en su significado original como número de totalidad; el mundo entero está compuesto de cielo, tierra y mundo subterráneo; Visnú mide todo el universo con tres pasos. La invocación triple de la divinidad hacía más eficaz la oración o la palabra mágica. En toda la Sagrada Escritura, el tres designa ante todo al Dios tres veces santo. «Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria» (Is 6,3). Los tres ángeles que se aparecen a Abraham junto al encinar de Mambré hacen referencia al Dios único (Gn 18,1-8). Tres veces al día Daniel se arrodillaba y oraba a Dios (Dn 6,11). Los israelitas varones tenían que presentarse ante el Señor tres veces al año (Ex 23,17). A las tríadas litúrgicas pertenece también la triple bendición de Aarón (Nm 6,24ss). Cada año había tres grandes fiestas: la de los panes ázimos, la de las semanas y la de las tiendas. Los sacrificios con animales de tres años eran especialmente agradables a Dios (Gn 15,9). El tres indica plenitud y totalidad; así, las tres partes del templo judío (atrio, santuario, santo de los santos), que, en cierto sentido, es un símbolo del mundo. Los tres padres de familias, Sem, Cam y Jafet, simbolizan las raíces de toda la humanidad. Finalmente, el tres es también una imagen de gravísima amenaza; piénsese en las tinieblas de tres días de duración en Egipto (Ex 10,22s) y en la permanencia de Jonás en el vientre del cetáceo (Jon 2,1).

En el Nuevo Testamento, la santidad del tres queda sellada por la revelación del Dios trinitario; en memoria del bautismo de Jesús (Mt 3,16s), todos los hombres serán bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). También en otros casos el tres aparece como número sagrado. El Espíritu, el agua y la sangre dan testimonio de Jesús (1 Jn 5,7.8). En el campo de la ética, la fe, la esperanza y la caridad constituyen una tríada (1 Cor 13,13). El aspecto negativo, amenazador y abismal del tres se manifiesta en el triple ataque del diablo a Jesús (Mt 4,1-11), en la ceguera de Pablo durante tres días (Hch 9,9) y en los tres días y tres noches que transcurren entre la muerte y la resurrección de Jesús (Mt 12,40); en este último caso, el contenido simbólico se manifiesta precisamente en que fueron sólo dos noches. También los poderes anticristianos pueden estar ligados al número tres, como el animal hostil a Dios del Apocalipsis (13,2). El tres desempeña un papel no sólo en la fe del pueblo -«todas las cosas buenas son tres», Jesús, María y José como tríada popular-, sino también en la liturgia. El «Cordero de Dios» se reza tres veces, y tres veces se golpean los fieles el pecho al decir, «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa». El obispo, al bendecir, hace tres veces la señal de la cruz. En la liturgia de Crisóstomo, el sacerdote bebe tres veces del cáliz consagrado. Las representaciones medievales trataron a veces de expresar el misterio de la trinidad divina en una figura de tres cabezas o de tres rostros. A Grünewald se debe una figura con tres cabezas, que simboliza el mal, del mismo modo que diversas miniaturas francesas representan al diablo con tres caras. trigo, espiga Ningún otro hecho manifiesta tan claramente al hombre la ley del morir y resucitar como el acontecimiento de la siembra y la cosecha. Así como el grano de trigo crece desde el seno oscuro de la tierra al encuentro de su destino, así también el hombre viene de un oscuro fondo primigenio; y, en último término, el destino de uno y otro es volver de nuevo a su origen. En la Hélade la espiga podía designar tanto el fruto del campo como el del hombre. En los misterios eleusinos se les mostraba a los adeptos como la realidad suprema y más profunda una espiga, que ciertamente no era sólo el símbolo de lafecundidad, sino más bien la imagen de la diosa Kore, que ascendía del mundo subterráneo y con la que retornaba la vida en un sentido global. En Egipto, el crecimiento del grano era símbolo de Osiris que resucitaba de la muerte. Las espigas aparecen como símbolo de la fecundidad en un sueño del faraón; los siete años de abundancia se indican mediante siete espigas hermosas y repletas de grano; los siete años de escasez, mediante siete espigas mezquinas y secas (Gn 41,527). Son muy significativas estas palabras de la moabita Rut: «Déjame ir al campo, a espigar detrás de aquel a cuyos ojos halle gracia». Una feliz coincidencia hizo que fuera a parar a un campo de Boaz (figura de Cristo), que le dijo: «El Señor te pague tu buena acción. El Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a refugiarte, te lo pague con creces» (Rut 2,1-12). El recoger espigas que habían crecido en el campo de Dios condujo finalmente al fruto divino: Rut se convirtió en la antepasada de David y, por tanto, también de Jesús. La frase del Cantar de los Cantares (7,3) sobre la esposa celeste, «tu vientre es un montón de trigo», fue tema de inspiración para las «madonnas» medievales vestidas de espigas. Jesús habla del grano de trigo como símbolo de una nueva vida: «Sí, os lo aseguro, si el grano de trigo cae en la tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante» (Jn 12,24s). Con esta frase caracteriza el Salvador el sentido de su muerte cercana. A la pregunta de con qué cuerpo resucitarán los muertos responde Pablo: «Lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere... No siembras lo mismo que va a brotar después, siembras un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla» (1 Cor 15,36s); Pablo trata de explicar cómo será el cuerpo de la resurrección comparándolo con un fenómeno de la naturaleza. Finalmente, el desarrollo del grano de trigo se convierte en una imagen de la extensión del Reino de Dios: la

semilla germina y crece. «La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano en la espiga» (Me 4,26ss). Del mismo modo se desarrolla la fuerza interior para el bien, procedente de Dios, y crece al encuentro de su destino. La teología medieval vio en el grano de trigo un símbolo de Cristo que desciende al mundo subterráneo y resucita de entre los muertos. La relación entre el fruto del trigo y la comida sacramental era tan frecuente que se pudo hacer referencia a la eucaristía mediante espigas, como ocurrió en la ornamentación de los objetos del altar y de las vestiduras litúrgicas. En su Fragua dorada, Cunrat von Würtzpurck llamó María «gavilla de trigo», porque la gavilla contiene los granos de los que se obtiene la harina para la hostia. En algunas representaciones de la baja Edad Media, María aparece vestida de espigas. Los tallos de trigo como lecho del niño Jesús (en el altar Portinari de Hugo Van der Goes) han de interpretarse como alusión a la eucaristía. trompas y trompetas Entre los instrumentos musicales usados en la Antigüedad, las trompas y trompetas producen los sonidos más fuertes y por eso se emplearon especialmente como instrumentos para dar señales, ya fuese en la guerra, en las fiestas, o como llamada de los heraldos. Las trompas se hacían de los cuernos arqueados de carnero (o de ternero) y se llamaban en hebreo «shofar». Con el potente y sordo toque de la trompa se daba a conocer la subida del rey al trono (1 Re 1,34), y se introducía, el día de la reconciliación, el año jubilar (Lv 25,9). En tiempos antiguos se atribuyó a la trompa de cuerno una función reconciliadora. «Sólo cuando suene el cuerno» podrá el pueblo subir al monte (Ex 19,13); el sonido atronador de las trompas, ante el que el pueblo temblaba en el campamento (Ex 19,16), anunciaba la disposición del Señor a conceder gracia a su pueblo. Adquirieron especial importancia las trompas tocadas por los sacerdotes en la séptima vuelta a la ciudad de Jericó: «cuando se oyó el toque de las trompas, las murallas se desplomaron» (Jos 6,16.20). Las trompetas, que se hacían de plata, y más tarde también de cobre o de bronce, y tenían un sonido claro, se utilizaron ante todo, durante la peregrinación por el desierto, como señal de salida. Lo mismo que la trompa, también la trompeta establecía una conexión acústica entre Dios y su pueblo. «Cuando en vuestro territorio salgáis a luchar contra el enemigo que os oprima, tocaréis a zafarrancho. Y el Señor, vuestro Dios, se acordará de vosotros y os salvará de vuestros enemigos» (Nm 10,9). Cuando Judas Macabeo emprendió la lucha contra el déspota griego Antíoco, sus hombres «se postraron rostro en tierra y al toque de trompeta gritaron hacia el cielo» (1 Mac 4,40). La trompa de cuerno puede ser en contexto escatológico un símbolo del juicio cuando la toca el Señor (Zac 9,15). También en el Nuevo Testamento la trompa anuncia simbólicamente la resurrección. Cuando resuene su toque, los muertos resucitarán (1 Cor 15,52). Hablando del fin, Jesús anunció que el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles «con trompas sonoras y reunirán a sus elegidos de los cuatro vientos» (Mt 24,31). «Cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompa celeste, el Señor en persona bajará del cielo; primero resucitarán los cristianos difuntos» (1 ,Tes 4,16). En la primera visión del Apocalipsis (1,10), Juan oye detrás de él la voz del Hijo del Hombre, «potente como la de una trompa». Después de abrir el séptimo sello, las siete trompas de los siete ángeles anuncian la irrupción de terribles calamidades (Ap 8,6-9,19; 11,15). Según la explicación de los Salmos de Agustín, el cuerno de las trompas hace referencia al dominio de los instintos, porque el cuerno domina sobre la carne; el metal martilleado de las trompetas anuncia la alabanza de Dios en el sufrimiento. La confección de las trompetas de plata para llamar al pueblo de Israel (Nm 10,110) se utilizó en el arte medieval como símbolo de la resurrección. Dado que en los textos del Nuevo Testamento se menciona la trompa en relación con la resurrección de los muertos y la

reunión de los elegidos, este instrumento aparece sobre todo en representaciones del juicio final. trono El estar sentado es la postura propia de la divinidad, y el trono es símbolo de su dignidad soberana. Ya en las imágenes de los sellos de la antigua Mesopotamia se representa a los dioses sentados en su trono; así aparece también después en la estela de la ley de Hammurabi el dios del sol Shamash. En Egipto, Isis era el poder personificado del trono, que ella lleva en su forma antropomorfa como signo verbal en la cabeza. También los hititas consideraban el trono como ser divino. En paredes de relieve hititas y persas, las largas filas de mendigos, guerreros y prisioneros aparecen siempre andando o de pie frente a una figura sentada: el dios o su representante en la tierra, el rey. Los griegos se imaginaban a Zeus sentado en su trono en el Olimpo. En la época más antigua del teatro griego se colocaba delante del escenario un sitio de participante para el dios Dionisio, que, aunque invisible, se concebía presente en el teatro; este sitio permaneció al principio vacío, pero pronto fue ocupado por el sacerdote de Dionisio como representante de su dios. En el culto romano a los césares se tributaban honores divinos al trono adornado con cetro y corona. Como otros reyes orientales, también Salomón «hizo un gran trono de marfil recubierto de oro fino» (1 Re 10,18). Aquel magnífico trono correspondía propiamente a Yahvé; como representante suyo, Salomón reinaba sobre Israel. El trono de Salomón era también figura del tribunal mesiánico: «Se fundará en la clemencia un trono: sobre él se sentará con lealtad, bajo la tienda de David, un juez celoso del derecho, diestro en la justicia» (Is 16,5). Los significados de trono y tribunal se identifican: «El Señor reina eternamente, tiene establecido un tribunal para juzgar» (Sal 9,8). En la visión de Daniel de los cuatro imperios, se levantan tronos en los que tiene lugar el juicio (Dn 7,9-10). Ezequiel vio «por encima de la plataforma... una especie de zafiro parecido a un trono», y el que se sentaba en él «estaba nimbado de resplandor. El resplandor que lo nimbaba era como el arco que aparece en las nubes cuando llueve. Era la apariencia visible de la gloria del Señor» (Ez 1,26ss). «Todo el cielo es trono de Dios, y la tierra, estrado de sus pies» (Is 66,1). Según una concepción judía, Jerusalén -el corazón del pueblo elegidoera el trono de Yahvé en la tierra (Jr 3,17). En los Salmos se le recuerdan a Dios las promesas que hizo al antepasado de la casa de David: «Le daré una posteridad perpetua y un trono duradero como el cielo» (Sal 89,30); más adelante el mismo salmo hace una referencia al Mesías con estas palabras: «Su linaje será perpetuo y su trono como el sol en mi presencia, como la luna que siempre permanece» (Sal 89,37s). El ángel de la anunciación dijo a María que el hijo que nacería de ella sería llamado Jesús, Hijo del Altísimo; «el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado; reinará para siempre en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (Le 1,32s). En la invectiva de Jesús contra los letrados y fariseos se pone de manifiesto que el trono de Dios se concibe en el cielo, muy por encima de los hombres: «Quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por el que está sentado en él» (Mt 23,22). Jesús promete a sus apóstoles, que lo han seguido con fidelidad, que «cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria», también ellos se sentarán «en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). La descripción del trono divino en el Apocalipsis de Juan presenta a Dios en su absoluta soberanía como supremo y único Señor del universo. «Había un trono en el cielo y alguien sentado en el trono. E1 que estaba sentado en el trono parecía de jaspe y granate, y el trono irradiaba todo alrededor un halo que parecía de esmeralda» (Ap 4,3). En la visión del juicio final, Juan vio «un trono magnífico y brillante y al que estaba sentado en él; huyeron de su presencia la tierra y el cielo» (Ap 20,11). Algunos teólogos medievales -como Pedro Damiano- vieron en el trono de Salomón como sede de la verdad un símbolo de María, la madre del verdadero Salomón; el marfil haría referencia a su virginidad, el oro a la divinidad

que la cubrió con su sombra, y las gradas para subir al trono a las virtudes de María. Para la cristiandad católica la Cátedra de San Pedro en Roma -la ,Santa Sedees la expresión gráfica y literal del poder y la autoridad eclesiásticas y los fieles la consideran como el trono de Cristo en la Iglesia. En el tema de la «hetoimasia», el trono es un símbolo de la parusía; está preparado para el futuro rey; en el trono coronado por una cruz está el libro de la vida. En las iglesias ortodoxas, la representación de la «hetoimasia» se encuentra encima del altar, según la frase de Optatus de Mileve: «¿Qué otra cosa es, en efecto, el altar sino el trono del cuerpo y de la sangre de Cristo?» unicornio Uno de los seres fabulosos más extendidos del mundo antiguo es el unicornio, que fue concebido y representado de diversas maneras: como macho cabrío, rinoceronte, caballo con cuerno o gacela. Los vestigios precristianos llevan hasta la India occidental, en la que ya aparece en los himnos del Atarva-Veda. Como unicornio del mar se concebía al pez a cuyo cuerno Manu ató su barca salvándose así del diluvio. En la tradición irania, el unicornio simboliza el poder que destruye el dominio del mal. En el mundo antiguo, los recipientes para beber que estaban hechos de cuerno de un animal se consideraban como medios de protección contra las enfermedades y el veneno. El nombre «unicornio» entró en la Biblia por una traducción inexacta. La palabra hebrea «re'em» sianifica una especie de búfalo salvaje 5=, en varios textos, fue traducida en los Setenta por «monokeros», y en la Vulgata por «unicornis». El unicornio (propiamente, el búfalo salvaje) simboliza en el Antiguo Testamento una fuerza de gran poder, que puede manifestarse tanto en lo bueno como en lo malo. En Sal 22,22 el justo implora así a Dios en su angustia mortal: «Sálvame de las fauces del león, líbrame de los cuernos de los unicornios». En cambio, en Sal 92,11 se dice en sentido positivo: «Pero tú alzas mi cuerno como el del unicornio». Varias veces el unicornio fue equiparado con el rinoceronte. Dios sacó a su pueblo de Egipto, «es para ellos como el cuerno del rinoceronte» (otra versión: como los cuernos del búfalo) (Nm 23,22); «con él (con ellos) embestirá a los pueblos y acosará a los confines de la tierra» (Dt 33,17). El unicornio entró en el simbolismo cristiano a través de los Padres de la Iglesia. Orígenes compara el unicornio con el poder universal de Cristo, que «extenderá su soberanía sobre todos los reinos». A la difusión del motivo del unicornio contribuyó especialmente la traducción latina del Fisiólogo; según éste, el unicornio es un animal salvaje, indómito, que no puede ser alcanzado por ningún cazador. Pero, si una virgen pura se quedara sola en el bosque, se acercaría a ella el unicornio y dormiría en su regazo. Como símbolo de la pureza y de la castidad, el unicornio se convirtió en un símbolo de la Virgen. El unicornio purifica con su cuerno el agua envenenada por la serpiente y es, por eso, una referencia a Cristo, que redime al mundo de los pecados. Cuando el unicornio aparece en los báculos episcopales de los siglos XI y x11, ha de interpretarse como símbolo de Cristo. vara El significado de la vara está en relación con el de su origen del árbol portador de vida. Por una parte, la vara proporciona fecundidad y vida; por otra, sirve para ahuyentar el mal. La vara del brahmán indio, conocida como «fulgurita», se utiliza para expulsar a los demonios. El cetro de los dioses y reyes egipcios era la vara torcida (originariamente, una vara de pastor), que como signo gráfico tenía el significado de «dominar». Según el principio de la magia del contacto, la vara mágica puede hacer toda clase de milagros. Con una vara Circe transforma en animales a los compañeros de Odiseo, y Dionisio hace brotar un manantial con una vara de tirso adornada con hiedra. En la mano de los soberanos orientales y antiguos, el cetro se convirtió en signo de dignidad y de poder; en la mano del juez, en imagen de la rectitud de la sentencia y del poder sobre la vida y la muerte. Moisés ordenó a los israelitas comer el cordero pascual con la cintura ceñida, las sandalias en los pies y una vara en la mano (Ex 12,11). La vara se convirtió así en símbolo de la marcha y

al mismo tiempo de la esperanza en la promesa de Dios. Después de llamar a Moisés para que guiara a su pueblo, el Señor le dijo: «Tú coge la vara con la que realizarás los signos» (Ex 4,17). Moisés volvió a Egipto con su mujer y sus hijos «llevando en la mano la vara de Dios» (Ex 4,20). Con la vara dotada con la fuerza divina Moisés y Aarón pudieron llevar a cabo numerosos milagros, como transformar el agua en sangre o producir truenos y granizo (Ex 7,17-21; 9,22-25). La vara maravillosa acompañó al pueblo de Israel durante todo su recorrido. Con la vara se separan las aguas del mar y se hace brotar agua de la roca (Ex 14,16-31; 17,5s). Ya en el Génesis (49,10) la vara es un símbolo de dominio y pertenece como tal a las insignias del príncipe. En la visión profética de Balaán, la vara del dominador se convierte en imagen del que se levanta de Israel y aniquila a todos sus enemigos (Nm 24,17). La «vara de hierro» (Sal 2,9) es el cetro del juicio divino que destruirá a los rebeldes. La vara del reinado divino es al mismo tiempo un «cetro de rectitud» (Sal 45,7). La fuerza del árbol impregnado de savia vital se manifestó por voluntad de Dios en la vara de Aarón; echó brotes y flores y dio almendras, mientras que las varas de los otros jefes de familia permanecieron secas (Nm 17,16-28). Cuando Jesús envió a sus discípulos, «les encargó que no cogieran nada para el camino, una vara y nada más» (Mc 6,8) -símbolo de la peregrinación en la fe y para la fe-. En la carta a los Hebreos (1,8) se dice del Hijo de Dios: «Cetro de rectitud es tu cetro real». Al final de los tiempos el hijo de la mujer envuelta en el sol dirigirá a todos los pueblos con vara de hierro (Ap 12,5; 19,15); con ello la vara se convierte en cetro del soberano universal. En la iconografía cristiana, el portador de la vara ocupa siempre el centro de lo que acontece, mientras que la vara misma es sólo un instrumento en el plan salvífico divino. Como buen pastor, Cristo recibe el cayado de pastor (cf. Sal 23,4), del que se desarrolló el báculo episcopal como símbolo de la función pastoral del obispo. En el arte cristiano primitivo se representó a Cristo también como taumaturgo, que con su vara maravillosa despierta a Lázaro de la muerte. El arcángel Gabriel recibe una vara de mensajero como atributo; en el arte bizantino se caracteriza también con la vara a ciertos ángeles como mensajeros divinos. Al protoevangelio de Santiago se remonta el relato de la vara florecida en la mano de José, como prueba de que éste está destinado para esposo de la virgen del templo, María. El motivo de la vara que florece se encuentra también en Tanháuser tras su regreso del monte de Venus. vasjja El sentido específico de una vasija hueca sólo se «llena» con su contenido. El significado simbólico de las vasijas puede ser distinto según el material, la forma y la finalidad. La vasija de barro puede ser imagen de la fragilidad; un cáliz de oro puede expresar la dignidad regia. En Mesopotamia, en la época sumeria, sirvieron como altar pedestales en forma de vaso, en los que se ponían ramas de palma que eran regadas por el sacerdote. Las vasijas desempeñan un papel en el simbolismo de las ofrendas; algunos relieves de templos egipcios representan al rey ofreciendo a los dioses leche y vino en dos vasijas redondas. En el ámbito mediterráneo ,proceden de época prehistórica y del primer período histórico vasijas en forma de hombre. En el pensamiento simbólico se consideró como vasija especialmente el cuerpo de la mujer; recuérdese el mito griego de Pandora. Pélope fue cocido en la caldera sagrada y, mediante la diosa del destino Kloto consiguió una nueva vida. La vasija de barro es una imagen de la naturaleza terrena del hombre y de su dependencia del Creador. «Nosotros somos la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tus manos» (Is 64,7). La corporalidad del hombre se designa repetidas veces como vasija. En Jeremías (22,28) se compara a Jeconías con una vasija despreciable. ¡Ay del que se rebela contra Dios, «del que pleitea con su artífice»; será «un tiesto entre tiestos de barro» (Is 45,9). En un salmo (31,11s) se encuentra este lamento conmovedor: «Mi vida se gasta en la congoja... mis huesos se consumen... me he convertido en

una vasija rota». Como verdadero rey del universo, el Mesías puede «quebrar como jarro de loza» (Sal 2,9) a pueblos enteros. Jeremías recibió el encargo de comprar una jarra de loza y de ir con algunos ancianos y sacerdotes a la Puerta de los Cascotes, junto al lugar de descarga de los escombros de Jerusalén; allí debía romper delante de ellos la jarra y anunciar que Yahvé rompería del mismo modo al pueblo y a la ciudad (Jr 19,1s-l0s). Así como la vasija puede ser símbolo de la generación (de la creación) del individuo -véase Cant 7,3- del mismo modo, el «mar de metal» que se puso en el atrio del templo salomónico (1 Re 7,23-26) no era otra cosa que la caldera del universo, el lugar mítico de origen del ser visible. En el Antiguo Testamento se mencionan con frecuencia vasijas para ritos de ofrendas y de purificación; ya en tiempo de Moisés se llevan fuentes de plata para ofrendas de alimentos, y bandejas de oro llenas de incienso para la dedicación del altar (Nm 7). El Señor dijo de Saulo antes de su conversión: «Es una vasija elegida por mí» (Hch 9,15); «vas electionis» se traduce también por «instrumento elegido». Y precisamente Pablo recurre sin cesar al antiguo simbolismo de la vasija. «¿No tiene el alfarero derecho sobre la arcilla para hacer del mismo barro un objeto de valor y uno ordinario?» (Rom 9,21). En la segunda carta a Timoteo (2,20) se dice: «En una casa grande no hay sólo vasijas de oro y plata, también las hay de madera y de barro, unas para usos nobles, otras para usos bajos. Si uno quiere ser una vasija consagrada para usos nobles... tiene que limpiarse». Llevamos el esplendor del evangelio como «tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4,7). Pablo advierte en tono serio contra el libertinaje de la vida sexual: «Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su vasija con santidad y honor» (1 Tes 4,3s). En la epigrafia cristiana primitiva se designa con frecuencia a los creyentes como «vasija de Cristo», una idea que tuvo su expresión simbólica en el ánfora que aparece en losas sepulcrales de las catacumbas. En la Edad Media, la vasija incólume fue símbolo de la Virgen María, en la que creció el fruto divino. Matthias Grünewald ilustra en el cuadro nocturno de Cristo del altar de Isenheim el pasaje citado de la segunda carta a Timoteo: entre María y los ángeles musicantes hay un vaso de cristal límpido, una tina de madera y un orinal de barro; las dos últimas son vasijas para la purificación externa y para la evacuación interna, respectivamente. La vasija en las manos significa la entrega del propio yo, lo mismo en el tarro de ungüento de María Magdalena como en los cofres de los tres reyes de Oriente. La vasija del hombre que anhela acercarse a Dios señala hacia arriba; obsérvense las vírgenes prudentes en oposición a las necias, una representación reiterada en las puertas medievales de Münster. Copa, alfarero. vástago y rama Mientras que en el pequeño vástago (renuevo) se puede ya barruntar el futuro árbol, la rama es propiamente sólo una parte de él. Pero, según el uso, muy frecuente en el simbolismo, de la «parte por el todo», la rama ejerce un papel importante en la historia religiosa de la humanidad y puede también asumir el significado del vástago. Según una antigua creencia popular, las ramas verdes traen felicidad y salud; del golpe con una vara verde esperaban las doncellas y las mujeres numerosa prole. En la antigua Mesopotamia se utilizaban como altar una especie de arcas en forma de vaso, en las que se habían introducido ramas de palmera o racimos de dátiles. El cetro de los reyes representaba originariamente una rama estilizada del árbol de la vida. La rama de olivo que la paloma llevó a Noé al arca (Gn 8,11) permitió conocer el descenso de las aguas y se convirtió en símbolo de nueva vida y de reconciliación con Dios.. Isaías reconoce al Mesías en un pequeño vástago: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé, y de su raíz brotará un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor» (Is ll,ls). Como brote de raíz en tierra árida viene el «siervo de Dios» (Is 53,2). «Ahí está el hombre llamado Germen; su descendencia germinará y él construirá el

templo del Señor» (Zac 6,12). El Señor cumple la promesa salvífica que hizo «a la casa de Israel y a la casa de Judá» suscitando a David «un vástago legítimo» (Jr 33,14s). Y la imagen del reino mesiánico es recogida también por Ezequiel (17,22s): «Esto dice el Señor: Cogeré una guía del cogollo del cedro alto y encumbrado; del vástago cimero arrancaré un esqueje y yo lo plantaré en un monte elevado y señero, lo plantaré en el monte encumbrado de Israel. Echará ramas, se pondrá frondoso y llegará a ser un cedro magnífico». El evangelista Mateo ve en la similitud de sonido entre la palabra hebrea utilizada para vástago, renuevo («nezer»), y el nombre de la pequeña ciudad galilea Nazaret un sentido más profundo. A la vuelta de Egipto, José se dirigió con María y Jesús a Nazaret «para que se cumpliera lo que dijeron los profetas: que se llamaría Nazareno» (Mt 2,23). El hecho de esparcir ramas verdes en el suelo (Mt 21,8) para recibir al «profeta de Nazaret» corresponde a una antigua tradición oriental. En la pintura de las catacumbas aparece con frecuencia el tema dei ramo de olivo en el pico de la pdlunla como símbolo de la salvación del alma de la angustia de la muerte. En el arte medieval se representa a Isai, el abuelo de Jesús, como un anciano durmiendo, de cuyo cuerpo nace un árbol verde en cuya copa se reconocen las figuras de los antepasados de Jesús. Este poderoso árbol de Isai (= Jesé) no es otra cosa que el tierno vástago que contempló Isaías. No era descaminado reconocer en el «vástago de Jesé», cuyo último brote es Cristo, un símbolo de María; en el trasfondo de este reconocimiento pudo estar el juego de palabras «virga» (= rama, vástago) y «virgo» (= virgen). velo El velo que cubre el rostro servía originariamente para rechazar los malos influjos; el velo de luto debía proteger del temido espíritu de los muertos; el velo nupcial, de los demonios lascivos. En Roma, las vestales, consideradas como castas esposas de la divinidad, llevaban un velo blanco guarnecido de púrpura. Como signo de plenitud, Ishtar llevaba siete velos; es decir, no podía afectarla ni lastimarla nada malo. En los misterios eleusinos se celebraba a Deméter como señora del velo resplandeciente. También el cielo cubierto de estrellas fue concebido como un velo que cubría a la divinidad que habitaba tras él. El cubrir el rostro manifiesta una actitud de reserva y de distancia. Moisés se cubrió el rostro cuando el Señor le habló desde la zarza, «porque temía mirar a Dios» (Ex 3,6); el cubrirse equivale aquí a protegerse de un poder sobrehumano. Cuando Moisés bajó del Sinaí tenía la cara radiante de haber hablado con el Señor y se la cubría con un velo después de hablar con los israelitas (Ex 34,33.35). Entre las mujeres era una buena costumbre cubrirse la cabeza. Cuando Rebeca vio por vez primera a su futuro esposo, «tomó el velo y se cubrió» (Gn 24,65). Cuando los acusádores de la hermosa Susana le ordenaron que se quitara el velo (Dn 13,32) pretendían arrebatarle su dignidad. Por otra parte, también mujeres de cierto oficio podían llevar un velo -quizá de un tipo especial por el que se las reconocía-; así, Judá creyó que Tamar era una prostituta, «pues llevaba cubierto el rostro» (Gn 38,14s). En sentido figurado, llevar el rostro cubierto significa una merma de la capacidad de conocimiento; cuando la tierra está en manos de los malvados, Dios cubre el rostro de sus jueces (Job 9,24). Pero en el tiempo final, el Señor «arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones» (Is 25,7). El velo puede ser también imagen del cielo, que Dios «tiende como toldo y despliega como tienda que se habita» (Is 40,22). En la primera carta a los Corintios, Pablo dice que la mujer debe cubrirse durante la oración (11,5-15); considera el velo como un signo de decoro y luego compara el pelo largo con un velo. Los argumentos concretos han de entenderse sin duda a partir de una costumbre condicionada por la época; pero el cubrirse la cabeza tiene un significado más profundo, como lo pone de manifiesto la pervivencia de esta costumbre en la época cristiana.

Las mujeres consagradas a Dios debían llevar un velo; Tertuliano habla de la «muralla de la honestidad» y de un escudo que «protege contra los golpes de las tentaciones y contra las flechas de los escándalos». El velo se convierte en signo visible de que la religiosa sólo es propiedad del Señor y de que ya no está al servicio del mundo. En el arte románico, el velo es una pieza del vestido que distingue especialmente a las mujeres como signo de su carácter virtuoso. En el monte San Giuliano de Sicilia, la imagen de la Madonna está cubierta con siete velos y sólo se le quitan solemnemente en la fiesta de la Asunción. Según la leyenda, el velo de Santa Agueda, mantenido en alto durante una erupción del Etna, salvó de la destrucción a la ciudad de Catania. En sarcófagos cristianos primitivos, la bóveda celeste es sostenida con las manos a modo de velo por el antiguo dios del cielo (Urano). vestidura, vestido El vestido complementa la imagen exterior del hombre; no es casual, sino que refleja algo del ser interior del hombre. En tiempos antiguos se creía que uno podía transformarse poniéndose determinadas vestiduras; así, se esperaba conseguir la fuerza de un león por el hecho de revestirse con su piel. La vestidura es una especie de «alter ego»; el cambio de vestidura puede significar el cambio interior del hombre. Según una tabla ritual de la antigua Babilonia, un enfermo debía quitarse su vestimenta para quedar libre de su enfermedad. El cambio de vestidura opera la renovación del hombre y es con frecuencia un requisito para participar en el culto. Antes de entrar en el templo, los griegos debían lavarse en una corriente de agua y ponerse una vestidura nueva o recientemente lavada. La vestimenta especial de los antiguos portadores del culto subrayaba la diferencia entre el mundo sagrado y el profano. En el estado originario de perfección, el hombre no necesitaba vestido alguno para cubrirse, porque, según una interpretación posterior, estaba vestido de la luz divina. Sólo a causa del pecado original Adán y Eva descubrieron su desnudez y «entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3,7). El regalo de la ropa de Jonatán a David, además de la espada, el arco y el cinto, es un complemento de la fraternidad de sangre contraída (1 Sin 18,3s). El cambio de vestidura puede servir también para transmitir una función; cuando Moisés, por mandato de Dios, le quitó los ornamentos a Aarón poco antes de su muerte y se los puso a Eleazar (Nm 20,28), transmitió a éste el sumo sacerdocio. Todo israelita debía coser borlas a la franja de su vestido «y en cada borla fijar una cuerda de púrpura violeta... Cuando las veáis, os recordarán los mandamientos del Señor» (Nm 15,38s). En el relato de la vocación de Eliseo, el ponerle el manto es un símbolo de la toma de posesión de Eliseo por parte del Señor (1 Re 19s). Una expresión gráfica de la penitencia es el llevar vestidos de pelo; como signo de su conversión del mal, los habitantes de Nínive se vistieron de saco (Jon 3,8). Los vestidos sucios son símbolo de una conducta pecadora (Zac 3,3), y de ahí la exhortación del Eclesiastés (9,8): «Lleva siempre vestidos blancos». El vestido -inmaterial- más límpido lo lleva Dios; «la luz te envuelve como un manto» (Sal 104,2). Pero el vestido del Señor puede tener también otro significado: «Por traje se vistió la venganza y por manto se envolvió en la indignación» (Is 59,17). Los vestidos pueden ser también imagen de virtudes: «la justicia era mi vestido; el derecho, mi manto y mi turbante (Job 29,14). El profeta exhorta a Jerusalén a despojarse de su vestido de luto y aflicción y a envolverse en el «manto de la justicia de Dios» (Bar 5,1s). Entre las imágenes del reino mesiánico están los vestidos de la salvación y de la victoria (Is 61,10). La túnica de José manchada de sangre, que sus hermanos muestran a su padre Jacob como signo de que José ha muerto (Gn 37,31ss), adquirió posteriormente significado simbólico respecto a la túnica de la pasión de Cristo. Los letrados y fariseos quieren indicar con sus grandes borlas su fidelidad a la ley; pero, en realidad, esto -como todas sus acciones- lo hacen solamente para que la gente los vea (Mt 23,5). El que quisiera entrar en el cielo con las

manchas de sus pecados sería como quien entrara en la sala del banquete de bodas sin llevar el vestido adecuado (Mt 22,lls). En la transfiguración de Jesús sus vestidos se volvieron «esplendentes como la luz» (Mt 17,2). El que en la tierra caminó en la justicia y no manchó sus vestiduras caminará un día con vestiduras blancas; los elegidos estarán de pie ante el trono del Cordero, «vestidos de blanco y con palmas en las manos» (Ap 3,3s; 7,9). Según las palabras de Pablo, lo corruptible tiene que vestirse de incorrupción y lo mortal tiene que vestirse de inmortalidad (1 Cor 15,53); por eso exhorta a los hombres de su tiempo a revestirse de Cristo (Rom 13,14). Con el vestido de Cristo se revestirán todos aquellos que se bautizaron vinculándose a El (Gál 3,27). Así, todos pueden revestirse del «hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la rectitud y santidad propias de la verdad» (Ef 4,24). En la primera época del cristianismo, los cristianos abandonaban al bautizarse los antiguos vestidos y con ellos al hombre pecador. La vestidura blanca del bautismo simboliza la gloria de la resurrección; es el «vestido de bodas» que autoriza a participar en el banquete celeste. En la Iglesia católica, el novicio abandona sus antiguos vestidos y su nombre y es cubierto con una mortaja para simbolizar la muerte que precede a la nueva vida. Según el «Pontifícale Romanum», todo el que lleva un vestido penitencial de pelo e invoca la misericordia de Dios alcanzará su perdón. Entre los ornamentos litúrgicos cabe señalar el significado simbólico del manípulo (originariamente un paño para el sudor); en su entrega al subdiácono simboliza el «fruto de las buenas obras», simbolismo que remite al significado de la palabra «manipulum» (gavilla, manojo de fruto). La túnica de Jesús, que los soldados echaron a suerte (Jn 19,23s), se convirtió en una preciosa reliquia. Según el doctor de la Iglesia siria Efrén, el vestido de Jesucristo era la envoltura de su humanidad, mientras que su cuerpo ocultaba su divinidad. vid y uva La vid, que crece de forma exuberante en países cálidos y cuyo fruto produce una bebida restauradora, estimulante y -tomada en abundancia- embriagadora, se convirtió en el antiguo Oriente en una imagen de bienestar y de riqueza. En la antigua Mesopotamia, el sarmiento era incluso idéntico a la «hierba de la vida»; el signo gráfico sumerio de «vida» era originariamente una hoja de vid. En la religión de los mandeos (que en pequeños restos subsiste hasta hoy en Irak), la «id que está fuera de los mundos» es una imagen del Padre de toda vida; la creencia .de que la vid rodea el cielo y de que sus granos son las estrellas hace entrever su función como árbol cósmico. La viña y la plantación de cepas eran imágenes bíblicas para indicar el pueblo elegido. «La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantel preferido» (Is 5,7). La imagen de la viña se transforma en la de la vid cuando en Oseas (10,1) se dice: «Israel era vid frondosa, daba fruto». En el Cantar de los Cantares (7,13), la novia invita a su amado celeste a ir a las viñas «para ver si las vides ya florecen, si ya abren las yemas... y allí te daré mi amor». La viña es un signo del amor de Dios que une cielo y tierra. La vid sacada de Egipto y plantada de nuevo amorosamente por el viñador celeste creció hasta hacerse gigantesca: «Le preparaste el terreno y echó raíces hasta llenar el país; su sombra cubría las montañas y sus pámpanos los cedros altísimos; extendió sus sarmientos hasta el mar y sus brotes hasta el Gran Río» (Sal 80,9-12). Pero el castigo de Yahvé por la defección de su pueblo es terrible: «Los jabalíes del bosque la devastan» (Sal 80,14). El gran racimo que llevaron los exploradores enviados a Canaán -«lo colgaron en una vara y lo llevaron entre dos» (Nm 13,23)- es una imagen de la abundancia de la tierra prometida y de la riqueza de la promesa de Dios. Uno de los puntos culminantes del simbolismo de la viña es la parábola del propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, la arrendó a unos labradores y salió de viaje. Cuando volvió para la vendimia y exigió los frutos que le correspondían, los viñadores infieles maltrataron y mataron a los criados que

envió. «Por último les envió a su hijo, pero los labradores... lo agarraron, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21,33-39). El hijo del propietario no es otro que Jesucristo. Y éste no es sólo Hijo de Dios, sino también «el» Hijo del Hombre, y por eso en la noche anterior a su muerte puede dar este testimonio de sí mismo: «Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador» (Jn 15,1). Y a sus discípulos les dice: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,5). Como es lógico, los Padres de la Iglesia recogieron y explicaron una y otra vez la imagen de la vid. Según Cirilo de Jerusalén, por el bautismo el hombre pasa a formar parte de la vid sagrada; el que permanezca en la fe «crecerá como un sarmiento fecundo». De este modo, la gran comunidad de fe de la Iglesia se convierte en la vid que cubre las tierras y cuyos sarmientos se extienden hasta el mar (según Sal 80,9-12). El gran racimo llevado por dos hombres es interpretado como símbolo del Redentor en la cruz; así como la uva madura es llevada al lagar, del mismo modo el Salvador entregó su sangre por nosotros. El racimo que coge el pequeño Jesús alude a la última cena; en el cuadro de la «Sagrada familia» de Martin Schongauer, María le da uvas al niño Jesús. En el arte sepulcral del cristianismo primitivo, el fruto de la vid era un símbolo de la vida bienaventurada en el más allá. Lagar. viento El zumbido del viento y el bramido de la tormenta llevaron al hombre primitivo a la personificación de estos fenómenos naturales, máxime por el desconocimiento de su verdadera causa. El viento se consideraba como la respiración de la tierra y, por tanto, era símbolo de la vida cósmica. En el viento invisible, que parece sustraerse a la materialidad bruta, se creía que estaba oculto un poder superior. Numerosos pueblos tienen sus dioses de la tormenta y sus espíritus del viento; el nombre del dios principal sumerio Enlil no significa otra cosa que «Señor hálito del viento». El viento del norte que vivifica el cálido país del Nilo procede -según textos del antiguo Egipto- de la «garganta de Amón». Según la tradición de Filón de Biblos, en la antigua religión siria el viento ejerce un papel importante en la creación del mundo: como aire ventoso «oscuro», que se fecunda a sí mismo, planeaba sobre el caos. La palabra hebrea para viento -«ruah»- significa también «soplo», «respiración», «espíritu», y por eso no siempre es fácil determinar su significado. Así, al comienzo de la Creación, la «ruah» de Dios planea sobre las aguas (Gn 1,2); es el Espíritu o, en lenguaje gráfico, el aliento del Dios creador, que se asemeja al viento en el movimiento, es decir, es activo. Cuando el Señor envía su aliento, renueva la faz de la tierra (Sal 104,30). En una visión profética, el viento se convierte en el soplo de Dios que infunde nueva vida a los huesos calcinados de los muertos (Ez 37,9). E1 viento que sopla enfurecido está unido a la manifestación de Dios. «Volaba a caballo de un querubín cerniéndose sobre las alas de la tempestad» (Sal 18,11). La teofanía de Ezequiel fue anunciada por un viento huracanado del norte (Ez 1,4). En el monte Horeb el Señor pasó al lado de Elías; lo precedió una fuerte tempestad que sacudía los montes y quebrantaba las rocas, y luego vinieron un terremoto y un fuego; finalmente, «se oyó una brisa tenue» y entonces el Señor habló con su siervo. Hay que señalar que el Señor es esencialmente distinto de la tormenta, el terremoto y el fuego: «Pero el Señor no estaba en el viento..., pero el Señor no estaba en el terremoto..., pero el Señor no estaba en el fuego» (1 Re 19,llss). La tormenta desde la que el atribulado Job oye la voz del Señor (Job 38,1) no es Dios, sino que sólo es portadora de la revelación de Dios. El huracán y la tormenta son los caminos del Señor (Nah 1,3). En el lenguaje gráfico de la Biblia, tormenta significa también juicio de castigo y espanto. «Mira, el Señor desata una tormenta, un huracán que gira sobre la cabeza de los malvados» (Jr 23,19). Los borrachos de Efraín son aplastados por una fuerza como turbión de granizo y tormenta asoladora (Is 28,2). El soplo del viento que no deja huella puede ser una imagen de la transitoriedad. El que se esfuerza

por el viento, no gana nada (Ecl 5,15). Job se queja así al Señor: «Recuerda que mi vida es un soplo» (Job 7,7). En el Nuevo Testamento el viento está ligado al Espíritu de Dios. El Logos encarnado dice a Nicodemo: «No te extrañes de que te haya dicho: Tenéis que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere; oyes el ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Eso pasa con todo el que ha nacido del Espíritu» Un 3,7s). El nacer de arriba -según otra lectura, ser engendradoen conexión con el viento recuerda el soplo divino del Génesis (2,7). Cuando llegó el día de Pentecostés y los discípulos de Cristo estaban reunidos, «de repente un ruido del cielo, como de viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban» y el Espíritu Santo vino sobre ellos (Hch 2,2ss). En el Apocalipsis (7,1-3), cuatro ángeles retenían «a los cuatro vientos de la tierra para que ningún viento soplase sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre los 'arboles». Cirilo de Alejandría señala expresamente la relación simbólica entre viento, aliento vital y espíritu; compara la transmisión de la vida a Adán con la acción de Cristo glorificado en la tarde de Pascua, cuando sopló sobre sus discípulos diciéndoles: «Recibid al Espíritu Santo» Un 20,22). En su comentario al Cantar de los Cantares, Hipólito vio en el pasaje que habla del viento norte y viento sur y de sus aromas (Cant 4,16) una referencia al aliento vital del Resucitado. El acto de echar el aliento y de soplar sobre el neófito en el rito del bautismo es símbolo de la transmisión de la vida y de la expulsión de poderes malvados. Ezzo, el escolástico de Bamberg, escribió: «El sello es la verdadera fe..., el aliento sagrado es el viento». En sarcófagos cristianos primitivos se representa a los vientos mediante jóvenes alados que soplan en un cuerno o en una concha; en la Edad Media las figuras se reducen de ordinario a cabezas aladas que soplan; así aparecen todavía los ángeles del viento en la representación del apocalipsis de Durero. vientre Partiendo del pensamiento analógico, el tórax, como «mitad superior» del tronco humano, alberga los órganos más nobles, como el corazón y los pulmones, mientras que en la «región inferior» del vientre tienen su sede los centros instintivos. La primera mención bíblica del vientre está unida a la maldición de la serpiente: «Te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida» (Gn 3,14). La serpiente es adscrita a la mitad inferior del ser, su ámbito de acción está en la esfera de las instintos. Todo lo que se arrastra sobre el vientre se consideró impuro y no se debía comer (Lv 11,42). El vientre y la tierra (lo terrenal) están unidos en el lenguaje simbólico. Si Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo (Jon 2,1), este hecho es una imagen críptica para indicar su muerte y su descenso al seno de la tierra. El hombre piadoso que proclama su inocencia pide al Señor que mate a sus enemigos, que los aniquile, para que «no compartan la suerte de los vivos...; llénales el vientre, que se sacien sus hijos y tengan qué dejar a sus pequeños» (Sal 17,14). El que sólo vive de lo que recibe su vientre está abocado a la muerte. El vientre tiene un sentido claramente peyorativo en el lenguaje de Pablo, cuando éste habla de los que no están «al servicio del Mesías nuestro Señor, sino al de su propio vientre» (Rom 16,18). De sus adversarios dice el apóstol: «Su paradero es la mina, su dios es el vientre» (Flp 3,19); se trata de una imagen para indicar una actitud terrena, dirigida, en último término, a la satisfacción de los bajos instintos. Sin embargo, Jesús reconoce con toda claridad que la causa del pecado no es el vientre, sino el corazón, es decir, la actitud interior del hombre (Me 7,19). El vientre puede ser incluso la cavidad del cuerpo que contiene lo más íntimo y valioso: la fuerza de la vida. «Quien creó en mí, de su entraña brotarán, como dice la Escritura, ríos de agua viva» Un 7,38). «Flumina de ventre Christi»: el cuerpo del Señor es para los que creen fuente de vida. vino Como generador de un elevado sentimiento vital, el vino ejerce un papel considerable también en la historia de las religiones. Esta bebida alcohólica puede llevar al éxtasis supremo, pero

también a la destrucción de la existencia. Según un mito egipcio, Isis quedó preñada por comer uvas y trajo al mundo a Horas; el dios del lagar Shesmu ofrece a los muertos vino como líquido que conserva la vida. De la equiparación simbólica del vino con la sangre surge su importancia para el culto de los muertos. En Creta se lavaba el cadáver con vino blanco. Según el relato de La Eneida, al morir Dido, el vino ofrecido por ella con incienso se transformó en sangre. En Dioniso, el dios del vino y de la alegría desbordante, los griegos veneraban a una especie de redentor (Lysios), que libera a los hombres de sus preocupaciones. Desde tiempos antiguos el vino y la verdad aparecen unidos en el lenguaje de los proverbios. El vino es una imagen de la alegría vital; hombres y dioses (en la Biblia, seres divinos y cercanos a Dios, ángeles) gozan con él (Jue 9,13). Dios mismo da «el vino, que alegra el corazón del hombre» (Sal 104,15). Mientras que la mesura -también gustando el vino- pertenece a las virtudes del rey, al que está hundido se le debe dar el líquido embriagador: «Dale el vino al afligido: que beba y olvide su miseria, que no se acuerde de sus penas» (Prov 31,4ss). Los elegidos de Dios parecerán héroes, «se sentirán alegres, como si hubieran bebido» (Zac 10,7). Cuando el Señor ofrece a los sedientos no sólo agua sino también vino «completamente de balde» (Is 55,1), les concede no sólo vida sino también alegría. El vino es también una imagen de dones espirituales; así, la sabiduría divina «ha preparado un banquete, mezclado el vino y puesto la mesa» (Prov 9,2). Adquiere significado mesiánico la bendición que Jacob pronuncia sobre su hijo Judá: «Ata su burro a una viña, las crías a un majuelo; lava su ropa en vino y su túnica en sangre de uvas» (Gn 49,11). El banquete escatológico será un banquete de vinos curados, de solera (Is 25,6). Como primer milagro, Jesús transformó el agua en vino en la boda de Caná Un 2,3-10), una referencia a la alegría y bendición inminentes del Reino de Dios. El samaritano misericordioso echó aceite y vino en las heridas del que fue víctima de los salteadores (Le 10,34); el texto paralelo de Marcos perteneciente a esta parábola (12,34) muestra con toda claridad la relación con el tema del Reino de Dios. El aceite y el vino aparecen unidos también en otros casos; no sólo tienen efectos saludables en sentido terreno, sino que también conducen a la salvación en un sentido sobrenatural. Por eso incluso al jinete apocalíptico que monta un caballo negro y que es enviado por Dios para atormentar a la tierra le dice una voz: «Al aceite y al vino no los dañes» (Ap 6,6). El punto culminante del simbolismo bíblico del vino son las palabras de Jesús en la última cena, cuando dio a beber del cáliz a sus discípulos: «Bebed todos de él, que ésta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,27s). El mártir Justino veía en la bendición de Jacob a Judá una referencia a Cristo, por cuya sangre son purificados todos los que creen en El. Así como en los cantos del Antiguo Testamento a la viña se expresó el amor de Dios a su pueblo, así también el vino, ofrecido en el cáliz de bendición de la eucaristía, se convierte en el símbolo de la alianza matrimonial entre Cristo y la Iglesia. El pan y el vino sobre el altar son el misterio de la unidad con Cristo. Algunos Padres de la Iglesia (por ejemplo, Ireneo) veían en la mezcla litúrgica de vino y agua un símbolo de la unión de divinidad y humanidad en Cristo. Esta mezcla fue interpretada también como el agua y la sangre que brotaron del costado del Señor. En los místicos, la embriaguez es una imagen de la plenitud de Dios y de la unión con él. Mechtil de Magdeburgo habla de la entrada a la celda del vino: «la novia queda embriagada al ver la nobleza de su rostro». yugo El llevar el yugo es una imagen de la esclavitud. Dios amenaza al pueblo de Israel, si no escucha su voz y no obedece sus preceptos, con ponerle en el cuello un yugo de hierro (Dt 28,48). Por encargo de Dios, el profeta Jeremías tuvo que ponerse unas coyundas y un yugo en la nuca como signo de que todos los pueblos estaría.. sometidos al rey de Babilonia, Nabucodonosor. Cuando el falso profeta Ananías le quitó a Jeremías del cuello el yugo de madera y lo

rompió, el Señor anunció una esclavitud aún más dura mediante un yugo de hierro (Jr 27,1ss; 28,10-14). El romper el yugo significa el fin de la servidumbre. «Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os sacó de Egipto, de la esclavitud, rompí las coyundas de vuestro yugo y os hice caminar erguidos» (Lv 26,13). También después el Señor se compadece de Israel cuando aplasta a Asiria y quita el yugo que habían impuesto los dominadores asirios (Is 14,25). Pero el yugo no significa solamente la soberanía extranjera injusta y opresora, sino que también puede ser imagen de la soberanía suave y justa de Dios, a quien, sin embargo, el pueblo de Israel, desagradecido, trataba de sustrarse con frecuencia; rompió su yugo, hizo saltar sus correas y dijo: «No quiero servir» (Jr 2,20). El que no pueda vivir según la voluntad de Dios, percibirá sus preceptos como coacción, como yugo. En cambio, «le irá bien al hombre si carga con el yugo desde joven» (Lam 3,27), es decir, si aprende en edad temprana a obedecer al Señor. Sin el amor y la misericordia que Cristo pide y que El mismo vivió hasta su muerte, la ley del tiempo de Moisés es un yugo pesado (Hch 15,10). Pero lo que el Salvador ofrece a sus fieles es un yugo suave y una carga ligera que alivia el alma (Mt 11,29). El apóstol Pablo advierte a sus hermanos en la fe que no se unzan al mismo yugo con los infieles; porque «¿qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?» (2 Cor 6,14). zorro Debido a su color rojizo, el zorro fue considerado en la Antigüedad como espíritu del fuego. Para prevenir el incendio de las mieses se soltaban por los campos zorros con mechas encendidas en sus rabos (en Roma, en la fiesta de Ceres). Ya en el mito sumerio se caracteriza al zorro como un animal astuto; a cambio de una recompensa, promete ir a buscar y traer a la desaparecida diosa madre. En Egipto aparece de nuevo el zorro en cuentos y fábulas de animales (protegiendo a los gansos o tocando un instrumento musical), pero no en la religión ni en el culto. Las características de la astucia y de la maldad fueron determinantes para la imagen bíblica del zorro. Ya los pequeños zorros devastan las viñas florecidas (Cant 2,15). En la lamentación por la caída de Jerusalén se dice que los zorros van de un lado a otro por el monte desolado de Sión (Lam 5,18), de modo que desaparece el deseo del corazón y la danza se torna duelo. Los necios y falsos profetas de Israel que descuidaron levantar un muro protector en torno al pueblo de Dios son comparados con «zorros» (o «chacales» «en las ruinas» (Ez 13,4). El astuto zorro está de parte de los enemigos; así aparece cuando el amonita Tobías, al ver la muralla de Jerusalén, dice despectivamente: «Déjalos que construyan. En cuanto suba una zorra abrirá brecha en su muralla de piedra» (Neh 3,35). Pero Sansón es aún más listo que los zorros y que sus enemigos; ata al rabo de 300 zorros (según otra traducción, eran chacales) teas, les prende fuego y los suelta por los campos, viñedos y olivares de los filisteos (Jue 15,4). Mientras que los zorros tienen sus madrigueras y los pájaros sus nidos, el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Mt 8,20). Cuando Jesús dice a los fariseos refiriéndose a Herodes: «Id a decirle a ese zorro: «Mira, hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; al tercer día acabo» (Le 13,32), se refiere a Herodes como hombre astuto y soberano incrédulo. Apoyándose en un texto de Mateo (8,20), Euquerio interpreta los zorros como personas de bajas intenciones y apegadas a lo terreno. Los exegetas medievales vieron en los pequeños zorros que devastan las vides a los herejes que amenazan la verdadera fe. En el arte, el zorro simboliza el mal, lo infernal, incluso cuando, vestido de monje -en las representaciones catedralicias- y con un misal en las manos, lee en voz alta ante los gansos para lanzarse luego sobre ellos. El color del zorro, parecido al óxido, hizo que se convirtiera en símbolo del diablo; así, por ejemplo, el zorro que se esconde en su madriguera en el grabado en cobre de Martin

Schongauer, que representa a «Jesús después de la tentación». --> Chacal.